La selección mexicana pasó de ser una oficina burocrática a una fantástica montaña rusa.
La sala de prensa del Azteca guardó un silencio denso, abrumado, como si el señor de negro que entraba con paso cansino fuera un viejo profe de Ingeniería a punto de dar su misma clase desde hace 40 años (Instalaciones Sanitarias en Edificios) y sus alumnos debieran aguantar dos horas de aburrimiento. De flacura casi enfermiza, Osorio se acomodó el micrófono encorvado, arrugado, abotagado, para explicar a los periodistas -entre quienes yo estaba- la victoria 2-0 a Costa Rica por las eliminatorias. Siempre la vista al piso con sus tradicionales anteojos de pasta, su tradicional corte de pelo, su camisa tradicional, su monotonía verbal de padre de familia tradicional. Sin embargo, algo me sorprendió: sus palabras de lentitud pasmosa no era tradicionales. Crípticas, enigmáticas, asumía respetuoso que sus interlocutores eran doctos como él. Decía cosas como “Atinamos en el desmarque de ruptura, transitamos la zona 14, no ocupamos los tercios, usamos falsos extremos”. Osorio recitaba sin gestos y causaba bostezos, y ante mi desconcierto, Agustín, mi colega en Imagen Televisión, confirmó: “Así habla Osorio”.
Me fui con una duda: ¿cómo este técnico puede encabezar lo que tendría que ser una expresión de alegría, la selección mexicana de futbol? ¿Cómo él podría inflar el pecho de su equipo con un espíritu ganador?
Como tantos periodistas y afición, me costaba creer en el colombiano. La escuadra era cumplidora, sumadora de puntos, pero vacía de euforia, sorpresa, imaginación, alegría, coraje, libertad: vacía de juego en su más amplio sentido. Entonces, el Tri se volvió una oficina burocrática que encendió un maremágnum de críticas por la falta de sangre y futbol, sumada a las rotaciones incomprensibles.
Por eso ayer nos sentamos ante la tele con las mismas ilusiones que da ganar la lotería con un cachito: una en un millón. Y como si los niños gritones sacaran la bolita y viéramos que el primer número coincidía con el nuestro, y también el segundo, tercero y cuarto, vivimos el milagro: sí, vencimos a Alemania campeón del mundo.
¿Cómo es que el equipo increíble de ayer surgió de esa otra matriz que era más bien confusa, sombría, reprimida? Lo ignoro, pero este partido no lo olvidaremos nunca. El futbol mexicano se hermanó a lo mejor de la historia de este deporte. Superamos el discurso de los güevos (obligatorios en todo profesionista) y emergió un equipo multidimensional que viajaba de órbita en órbita con una fluidez que anudaba gargantas e hizo llorar. De la órbita de la cautela transitaban a la de la osadía, de la inteligencia al arrojo, de la imaginación a la estrategia.
Lo inconcebible: este equipo pasó de no hacer sentir nada a provocarnos todo, a llevarnos por 90 minutos que fueron una montaña rusa en la que los cuerpos y mentes de millones de mexicanos sentimos vértigo y adrenalina. Y lejos de caernos al abismo, llegamos a destino: seguro Juan Carlos Osorio, ese pensador obsesivo y sin glamour, mucho tiene que ver.
Atónitos atestiguamos la excelencia alcanzada por la selección, dueña además de otra virtud: desprovistos de rencores, ningún futbolista soltó a un medio el lamentable “callamos bocas”.
La crítica tiene una misión: cuestionar, reflexionar, dudar, acaso ayudar con el pensamiento crítico a pulir algo que, esperemos, sea un diamante: la selección, nos guste o no, es un bien colectivo del que tiene derecho a opinar lo mismo un niño de Campeche que un científico de Chihuahua.
Algo tímido, quizá inconsciente de la genialidad que él mismo encarna, tras su gol eterno el Chucky declaró un simple: “Ahí vamos”.
Ojalá algo distinto, precioso, estén construyendo “el ingeniero” Osorio y su legión. Por lo pronto, “ahí vamos”.