Para ser alguien que cumple una sentencia en prisión por asesinato, Corey Devon Arthur es notablemente cortés. Cuando me llama, siempre pregunta por mi esposa, y siempre lo hace de una forma considerada que hace que su pregunta no suene superficial.
Cuando lo visito en la Correccional de Green Haven en Stormville, Nueva York, él da zancadas hacia mí con entusiasmo como si fuéramos viejos amigos a punto de compartir una jarra de cerveza y maldecir a los Yanquis cuando dejan ir una ventaja en las últimas entradas. En la conversación, él usa frecuentemente mi primer nombre, el cual tiene un efecto extrañamente entrañable, casi paternal, aunque tengamos casi la misma edad.
Arthur no se parece en nada al aturdido joven de 19 años que, en la primavera de 1997, yacía fuera de una estación de policía en Brooklyn, acompañado por detectives fornidos con trajes feos, con las manos esposadas y el rostro fijo en una expresión de desafío conmovedor e inútil. “Lo pillamos”, se leyó en la primera plana del New York Post. En otra fotografía semejaba la encarnación del terror urbano.
Conoces a Corey Arthur. Cuando los tabloides hablan de matones, se refieren a Corey Arthur. Cuando las publicaciones más serias hablan sobre los efectos de la desigualdad socioeconómica en los jóvenes de color, también se refieren a Corey Arthur. Le temes, sin importar que admitas o no ese miedo. Corey Arthur es un cabrón escalofriante, ¿ok? O lo era.
El gobernador de Nueva York quería la pena de muerte para Arthur, pero ese castigo es una rareza en Nueva York a menos que la víctima sea un oficial de policía. Su víctima fue sólo un profesor de inglés,su profesor de inglés, así que recibió de 25 años en prisión a cadena perpetua. No está enojado ni se autocompadece. Arthur está donde pertenece y lo sabe. Cualesquiera injusticias se hayan cometido con él son insignificantes en comparación con los agravios que él ha cometido. Ambos sabemos eso.
Pero hay cosas que yo no sé, y esas cosas son las que me atraen hacia Arthur, las que me obligan a tomar el teléfono mientras le cambio el pañal a mi hijo o le hago el almuerzo a mi hija de preescolar. Para empezar, aun cuando Arthur sea responsable de la muerte de Jonathan M. Levin, él sostiene que no es culpable del asesinato. Esto podría parecer como el tipo de justificación que uno inventa mientras languidece en prisión, pero Arthur insiste en la diferencia fina cada vez que le pregunto lo que sucedió en las últimas horas del 30 de mayo de 1997. Otros hombres, dice él, mataron a Levin. Esos otros hombres, cuyos nombres no me dirá, no hubieran estado allí si Arthur no les hubiera presentado a su adorado profesor de inglés. Pero ellos son los verdaderos asesinos, afirma él.
“Yo no tenía intención de robar a este hombre”, me dice Arthur. “No tenía intención de matar a este hombre”.
“TRABAJO POLICIAL CHAPUCERO”
He hablado por lo menos con otra persona que estuvo en ese apartamento del tercer piso en la Avenida Columbus y la Calle 69 esa noche primaveral de hace casi 20 años: Montoun Hart, quien fue arrestado como cómplice de Arthur en el asesinato pero firmó una confesión larga que implicaba a Arthur. Subsecuentemente, Hart fue exonerado de todos los cargos y regresó a una vida aparentemente sin propósito. Lo poco de la historia que Hart se dignó a contarme fue, francamente, tan excéntrico que inadvertidamente le dio credibilidad a la versión de Arthur sobre los eventos. Hart tal vez no haya tenido algo que ver con la muerte de Levin pero, luego de mi único encuentro con él, no tengo dudas de que en lo concerniente a ese dúo, el hombre más confiable languidece en prisión.
Permítanme aclarar: ¿qué si pienso que Arthur fue lo bastante tonto para llamar a su profesor favorito, dejar un mensaje en su contestadora, luego ir a su apartamento con un hermano al que apenas conoce, torturar y matar a Levin, usar la tarjeta de Levin para sacar 800 dólares de un cajero automático en una zona ajetreada de la Avenida Columbus y luego simplemente regresar a su territorio en Brooklyn, donde debía saber que los policías lo encontrarían antes de que terminara el fin de semana?
No, no lo pienso.
Esto lleva a considerar, ¿es posible que Arthur, de hecho, asesinara a Jonathan Levin?
La evidencia sugiere que esto no sólo es posible sino probable. En lo que concierne al estado de Nueva York, Arthur recibió su justo castigo por un crimen cuya comisión fue demostrada más allá de una duda razonable. El sistema de justicia penal, habiendo hecho su trabajo, hace mucho que le dio vuelta a la página al caso.
Yo no lo he hecho. No tengo lazos con la gente en este caso aparte de una gran curiosidad sobre por qué las cosas resultaron de esta manera. No escribo como un cruzado o un defensor, aunque un buen periodista a menudo es ambos. Parte de mi motivación para revisar este caso es la convicción de que aquellas cosas que siguen desconocidas no deberían seguir siéndolo. He aquí sólo un ejemplo: traté por muchos meses de obligar al Departamento de Policía de Nueva York a que entregara su archivo del asesinato de Levin. Llamé y escribí cartas e hice que al abogado de Newsweek escribiera cartas, pero no obtuvimos nada. Para un caso que ha estado cerrado por casi dos décadas, tal renuencia parecía extraña. O tal vez no tan extraña, ya que se lanzaron acusaciones de un “trabajo policial chapucero” durante el juicio de Arthur. ¿Es posible que el fervoroso trabajo detectivesco se fijó en Arthur demasiado rápido, ansiosos por cerrar un caso que aterró a Manhattan?
¿Es posible que un joven negro de lo más bajo de Brooklyn no fuera tratado por el sistema de justicia penal con toda la diligencia que merecía?
Esto también no sólo es posible sino probable.
La pregunta más importante es si Arthur debería quedar libre. No pretendo ninguna imparcialidad en este punto: lo he ayudado a contactar abogados de apelaciones y he sugerido medidas que deberían tomarse antes de su audiencia de libertad condicional. Pero también sé que los padres de Levin están vivos (ambos se negaron a hablar oficialmente), y seguramente los devastaría una vez más que un periodista que se quedó dormido enSerial yMaking a Murderer busque la gloria al tratar de liberar al asesino de su hijo.
No obstante, he aquí lo importante: haya sido por la mano de Arthur o de alguien más, la única persona a quien le importaba Arthur hace 20 años fue asesinado. Por esto, Arthur mereció los años que ha pasado tras las rejas. Nadie discute eso. Pero ahora él finalmente parece importarle a alguien (o sea, hay empatía). Le tomó su tiempo llegar a ello, pero creo que está listo para recibir compasión sin explotar a quienes se la ofrecen.
Por ahora, Arthur sigue siendo algo menos que una persona. Él es 98A7146, que es el número de identificación que le dio el Departamento de Correccionales y Supervisión Comunitaria del Estado de Nueva York. Pero Arthur es más que 98A7146, más que un asesino, más que el nexo de los males urbanos de finales del siglo XX. Él escribe poesía. No es muy buena, pero tampoco lo es la mayoría de la poesía escrita por personas que no están en prisión. He aquí unos de sus mejores versos:
Mi vida es una rosa que olvidó florecer
También dibuja, y sus dibujos me recuerdan a los grandes muralistas mexicanos: sinuosos y exuberantes, ensoñadores pero precisos. Le he enviado información sobre cómo publicar una novela gráfica. Los dos creemos que su vida está plagada de material para tal empresa. Ni siquiera tendrá que inventar mucho: rapeando con el Notorious B.I.G. cuando ambos eran sólo peleadores hambrientos de Brooklyn, vapuleados por los policías del Distrito Policial 75º conocido por su corrupción. ¿Un libro gráfico de memorias, tal vez? Esas cosas venden.
Arthur ha estado en una celda u otra desde el 7 de junio de 1997, cuando alrededor de la 1:30 p.m., miembros del Departamento de Policía de Nueva York le cayeron en el desarrollo de viviendas Sumner Houses en Bedford-Stuyvesant, Brooklyn. Él planeaba escapar a Carolina del Norte. Ahora se encaminaba a la isla Rikers, luego al norte a la prisión, donde ha estado desde entonces. Cumplirá 39 años en diciembre, lo cual significa que ha pasado la mitad de su vida en prisión. La celda es su verdadero hábitat natural. Nunca ha usado un iPhone.
Arthur pasó buena parte de sus veinte años en Attica, la prisión de máxima seguridad donde el asaltante de bancos Willie Sutton pasó 17 años y donde el asesino de John Lennon, Mark David Chapman, pasó 31 años. “Me encanta Attica”, me dice él. “Me hice hombre en Attica… Las partes más básicas de la hombría las aprendí en Attica”. Hay muy pocas personas que expresarán cariño por una prisión de máxima seguridad, pero a un nivel profundamente incómodo, 98A7146 es un ejemplo de lo mejor del sistema de correccionales, pues a Corey Arthur le ha ido significativamente mejor con la privación de la libertad por el estado. Está mucho más informado, es más elocuente y compasivo de lo que las escaleras de entrada y las esquinas de Bed-Stuy le hubieran permitido ser. No me gusta pensar eso, pero pocas de mis verdades liberales se confirman cuando me siento en la sala de visitas de Green Haven, cuyas paredes están llenas de corralitos para que jueguen los bebés, viendo a Arthur comer una rebanada de pizza de microondas y decirme cuánto le encantaría que le envíe libros sobre liderazgo. También le gusta leer historia.
Arthur sabe que nunca escapará a los eventos del 30 de mayo de 1997. Pero dado que el estado no lo ejecutó, razona él, tiene la responsabilidad de vivir, de ser mejor y tal vez incluso de ser bueno. “La historia no se ha terminado”, dice él. “Todavía estoy en la lucha”. Le admiro eso, aun cuando hay mucho de Arthur que no admiro. Esta es una lucha a la que quiero unirme.
“ÉL SÓLO HABLABA DE CONSEGUIR DINERO”
Era uno de esos viernes a finales de mayo en los que todo neoyorquino ansía escapar de Manhattan hacia la costa de Jersey, los Hampton o la provincia, las hieleras atestadas, las autopistas atascadas, las oraciones contra la lluvia murmuradas. Sin embargo, Jonathan Levin no iría a ninguna parte. Él había terminado otra semana de enseñar inglés en la preparatoria William H. Taft en el Bronx; a la mañana siguiente, mientras sus vecinos del Upper West Side se escabullían amodorrados para almorzar, él regresaría a la escuela para una reunión de profesores y tratar de descifrar cómo lidiar con estudiantes a punto de abandonar los estudios. Muchos ya los habían abandonado; el índice de graduados de la escuela era de sólo 63 por ciento.
Esa noche, los Yanquis de Nueva York enfrentaban a los Medias Rojas de Boston. No sé qué planes sociales tenía él, pero parece inconcebible que un fan de los Yanquis de toda la vida como Levin hubiera hecho planes que no involucraran la rivalidad más grande del béisbol. Los Medias Rojas ganaron el juego, 10 a 4. Levin probablemente estaba muerto antes del estiramiento de la séptima entrada.
Poco después de las 5 p.m., hubo un mensaje en su contestadora. Quien llamaba se presentó como “Corey” y se refería a él como “Sr. Levin”. “Conteste si está allí”, dijo él. “Es importante”.
Corey Arthur había sido uno de los estudiantes favoritos de Levin en Taft. No era el de las mejores calificaciones, ni siquiera uno que asistiera con gran frecuencia. Pero había alguna cualidad inefable que convenció a Levin de que Arthur podía ser sacado del sumidero que esperaba a muchos de sus compañeros de clase. “Muchísimo de lo que soy y lo que quiero hacer en esta vida, y esta profesión, gira alrededor de lo que he establecido” con Arthur, escribió él en el otoño de 1993 en un ensayo para su programa de postgrado en la Universidad de Nueva York (NYU). En ese mismo ensayo, él citó una nota de agradecimiento escrita por Arthur: “La cosa más importante que usted me ha enseñado es cómo vivir… Doquiera que me lleve la vida, se lo debo a usted y por ello le estoy eternamente agradecido. También soy afortunado y el más feliz de llamar a Jake o Jon Levin mi amigo”.
Durante el año escolar de 1993-1994, Arthur y Levin se hicieron amigos, enamorados de las culturas respectivas del otro. A Levin le encantaba el rap, mientras que Arthur era un rapero en la vida real. En algún momento, él empezó a rapear como “Dee Rock” o “Big C” (Arthur no está seguro de la cronología). También estaba afiliado holgadamente con el grupo que se unía alrededor del rollizo rapero de Bed-Stuy llamado Christopher Wallace, mejor conocido como el Notorious B.I.G. Él dice que también conoció a Marion “Suge” Knight, el productor de raperos de la Costa Oeste como Dr. Dre, aunque eso parece haber sucedido después. En cualquier caso, la música se convirtió en el puente entre el profesor y el estudiante, entre el Manhattan blanco y el Brooklyn negro.
“Eso fue lo más cercano que he sido con un hombre blanco”, me dice Arthur.
EDUCACIÓN TEMPRANA: Arthur dice que su primer encuentro
con la policía se produjo cuando tenía 12 años, después de que él y algunos de
sus compañeros no asistieron a la escuela. Los policías atraparon a los chicos,
los llevaron a un parque y “nos maltrataron”. FOTO: AP
En el otoño de 1994, después de un desfile de arrestos por drogas, Arthur fue enviado a una prisión de estilo militar en la costa del lago Erie. Pasó alrededor de siete meses allí, luego regresó a la Ciudad de Nueva York. Obtuvo el grado equivalente a la preparatoria, tomó algunos cursos en el Colegio Comunitario del Bronx. Sin embargo, el ajetreo le hizo señas, y pronto vendía crack de nuevo. “De lo único que él hablaba era de conseguir dinero, de cualquier manera en que podría conseguir dinero”, diría después un conocido a The New York Times.
POBRE NIÑO RICO: Muchas personas suponen que Jonathan
Levin era un niño rico, pero fue criado por su madre, quien se divorció de
Gerald Levin años antes de que se convirtiera en director ejecutivo de Time
Warner. FOTO: MARTY LEDERHANDLER/AP
En la época en que su padre reinventó HBO, Levin tenía nueve años de edad y vivía con su madre y dos hermanos en la costa norte de Long Island, en la ciudad de clase media alta de Manhasset, cerca de donde ocurre El gran Gatsby. El padre de Levin se divorció de su madre, Carol, en 1970, por lo que Levin creció en un hogar cómodo pero no lujoso.
“Viviré en California, trabajando como catador de vinos para Ernest y Julio Gallo”, predijo Levin en su anuario cuando se graduó de la preparatoria de Manhasset en 1984. Asistió al Colegio Trinity, licenciándose en inglés y psicología. Después de graduarse, se mudó a la Ciudad de Nueva York y empezó a trabajar para Access America, una compañía de seguros de viaje. Lo hizo los siguientes cinco años, pasando las horas de poco tráfico con amigos de la preparatoria, disfrutando un Manhattan que todavía era un poco salvaje y debió ser un lugar de juegos especialmente bien recibido después del triste Hartford.
Pudo haber seguido con el acto de joven profesionista por años. No hay nada de malo en la solidez de un ingreso tranquilo, pero Levin se volvió inquieto. “Tiene que haber más que esto”, le diría después a Matthew Dwyer, quien también enseñaba en Taft y viajaba en metro con Levin desde el Upper West Side hasta el Bronx. Y así, en el verano de 1993, se matriculó en un programa de maestría en la Universidad de Nueva York.
Gordon Pradl, por entonces profesor de educación en la NYU, recuerda que Levin irrumpió en su oficina, ansioso por entrar al programa para que pudiera empezar a enseñar en el otoño. “Pienso que él se percató de que si tenía algunos de estos principios –como ayudar a otros– entonces quedarse en el mundo comercial no era su manera de lograrlo”, dice Pradl. “Así que tenía que entrarle directamente a la pelea. Y eso es enseñar; en realidad, enseñar era una dirección lógica dados sus talentos y también la dirección más rápida. Porque él tenía prisa. Él tenía prisa”.
“ERA UN IMBÉCIL”
Corey Arthur nació en 1977, al final de un año durante el cual hubo un apagón caótico en la Ciudad de Nueva York, el Hijo de Sam andaba por allí matando mujeres jóvenes en los barrios periféricos y toda la ciudad parecía estar flotando aún lejos de la masa continental. Los Yanquis ganaron la Serie Mundial, pero todo lo demás fue sombrío.
Arthur tiene una buena memoria, pero se traba en los detalles de su vida antes de la prisión, como si fuera un sueño siempre borroso. Fue criado por su madre y su bisabuela. Tenía un medio hermano y una media hermana de quienes no dice mucho, aparte de que está orgulloso de ellos y entiende por qué ellos no tienen mucho espacio para él en sus vidas. “Vivíamos de cheque a cheque”, dice. “No había ahorros”.
Recuerda algunas de sus profesoras: la Sra. Cohen, del jardín de niños, quien tenía un hijo llamado Corey y le dio playeras con ese nombre; la Sra. Eisenberg, tercer grado, en cuya clase él hacía mantequilla. “Siempre me gustó la escuela”, dice Arthur. “Nunca tuve un problema en la escuela”.
En la secundaria, “los problemas reales comenzaron”. Él asistió a la J.H.S. 302, un edificio en la Calle Linwood en East New York, Brooklyn, que fácilmente podría pasar por una prisión de mediana seguridad. Era una escuela mala por entonces; fue una escuela mala hasta la primavera de 2015, cuando cerró, adhiriéndose a varias escuelas más pequeñas. Arthur recuerda infracciones como pelear y usar el baño de las niñas. Su primer encuentro con la policía se dio cuando tenía 12 años. Él y algunos amigos faltaron a la escuela; Arthur dice que policías del Distrito Policial 75º los etiquetaron fácilmente de truhanes, los llevaron al Parque Highland cercano y “nos dieron una paliza”.
Una vez inmerso en problemas reales, siguió metiéndose en más problemas. “Se marcaron los límites”, dice Arthur. En el verano de 1992, fue arrestado por amenazar a un taquillero del metro en Brooklyn al tratar de prenderle fuego a su taquilla. “No está en mí decirlo, pero diría que es un niño problemático”, dijo ese taquillero después al Daily News.
La valoración de Arthur: “Yo era un imbécil”.
Ese otoño, Arthur se mudó con su madre y su nuevo marido a un apartamento cerca del Estadio de los Yanquis, e incluso más cerca de la Corte Suprema del Bronx. Lo habían expulsado de la preparatoria Franklin K. Lane en Brooklyn, así que ahora iba a la William H. Taft en el Bronx, a pocas cuadras de la Grand Concourse, con sus enormes edificios de apartamentos que recordaban a Moscú o Berlín Oriental.
Arthur tenía la clase de Levin al final del día, octavo período, que usualmente no era la hora en que él estaba en la escuela. Los dos se conocieron por primera vez afuera del salón de clases. “Yo estaba saliendo de la escuela un poquitín temprano”, recuerda Arthur, “y pienso que él regresaba de fumarse un cigarrillo. Y simplemente nos cruzamos en el camino. Y como estaba saliendo temprano de la escuela, me asusté, y pienso que él estaba un poco pasmado de que lo vieran fumándose un cigarrillo, porque lo primero que hizo fue tratar de apagarlo. Lo primero que hice fue mirarlo y empecé a salir por patas”.
Al día siguiente, Arthur se presentó a clase de inglés. De inmediato le gustó lo que vio. Levin empezaba cada clase con una discusión sobre una cita de una canción de rap. “A él le fascinaba, digamos, el rap intencional… el rap principalmente con un mensaje”, dice Arthur. Él añade que Levin “se veía como un cretino”. Dicho sea no peyorativamente sino como una especie de afecto nostálgico.
Poco después, Arthur vio a Levin fuera de clases otra vez. Ok, vamos a ver qué tan chido es este tipo, pensó él. Sacó un cigarrillo y empezó a fumarlo delante de su profesor. Nada pasó. Entonces puso a prueba el conocimiento de Levin sobre las botas Timberland. Rápidamente quedó en claro que Levin sabía más de las Timbs que él. Era un tipo blanco con una cultura negra. Mientras tanto, Arthur era un chico negro con una curiosidad por el mundo blanco. “Él era como una anomalía para mí”, dice Arthur. “Y yo era una anomalía para él”.
Pero ninguna cantidad de De La Soul o KRS-One iba a hacer que Arthur fuera a la escuela. Aun cuando nominalmente vivía en el Bronx, lo atraían las calles de su Brooklyn natal, donde tenía lo que él llama “una farmacia sin licencia”. En la primera mitad de 1994, los policías le echaron el guante por posesión de heroína y venta de crack, y ese otoño fue enviado a Lakeview, una clase especial de prisión militar que el Instituto Nacional de Justicia decía que empleaba “disciplina estricta de estilo militar, obediencia incuestionable a las órdenes y días tremendamente estructurados llenos de entrenamiento y trabajo duro”.
Arthur dice que se portó bien durante sus siete meses en Lakeview, pero luego salió y de nuevo estaba al sur del estado, atrapado en corrientes familiares. En algún momento, contactó de nuevo a Levin, quien fue el mentor de su otrora estudiante, aunque al oír a Arthur decirlo, eran más como amigos. Jugaban pool, bebían cerveza, coqueteaban con las chicas. Hubo una ocasión en que caminaron desde SoHo hasta el apartamento de Levin, gorroneando cigarrillos en el camino, y la vez en que Arthur le arruinó un acostón a Levin con Amy, la novia de Levin. Arthur recuerda todo esto como uno podría recordar sus escapadas universitarias que involucran a un amigo que no llegó a la 25ª reunión.
Dwyer, el colega de Levin, recuerda que Arthur fue a su casa a ver un juego de pelota. Él dice que Arthur era callado y tímido, a la manera en que los muchachos a menudo lo son con los adultos. Por otro lado, Arthur era en gran medida un adulto. Para cuando él y Levin se hicieron amigos, Arthur ya estaba más allá de Taft. Dwyer señala esto en defensa de su colega asesinado, quien luego sería acusado de volverse demasiado cercano a un estudiante. Aun así, ello no mitigará lo que algunos ven como poca diferencia entre estudiante y ex estudiante. “Simplemente parece inapropiado en muchos niveles diferentes”, dice la historiadora de la educación Diane Ravitch sobre la amistad de ellos. “Hay límites que no se cruzan”.
TUVO LO QUE MERECÍA
“Jon podía rapear, y podía escribir”, dice Dorothy Striplin, una educadora jubilada que estudió en la NYU con Levin y llegó a conocerlo bien. “No era como si fuera un chico blanco haciendo rap”, con lo cual ella quiere decir que su interés por el rap no era del tipo irónico, medio burlón. Como evidencia de la pasión de Levin por el género, Striplin me mostró un rap de tres páginas de largo que Levin escribió cuando estuvo en Oxford en el verano de 1994. Haciéndose llamar MC Jake (Jake era su apodo), él rapeó:
Un MC que me supere todavía no nace
Verás que te haré reír y te haré sonreír
Todos allá fuera quieren seguir mi estilo
Ahora quiero contarte sobre el resto del grupo
Reconoce lo que digo porque soy un judío rimador
A pesar de muchas referencias a encuentros intentados y realizados, así como la notoriamente intragable cocina de la querida vieja Inglaterra, el rap termina en una nota sentimental libre de la fanfarronada usual:
El grupo era un poco bobo y más o menos espero
Que nuestros corazones y nuestras mentes siempre estén abiertos
Se dijo mucho de la afinidad de Levin por el rap después de su asesinato, dado que la guerra cultural por el gangsta rap todavía no terminaba del todo. Algunos vieron en su enfoque una disposición a involucrarse en la cultura del Bronx, pero otros lo vieron como consentimiento.
El 25 de junio de 1997, The Wall Street Journal publicó un artículo de opinión de una ex profesora llamada Sylvia Christoff Kurop. Fue titulado “¿Asesinado por la enseñanza moderna?”
El suyo era el enfoque de jeans y playeras, a través del cual se enseñaba El gran Gatsby con referencias a la música rap con las sillas dispuestas en círculo.
El sentido de la enseñanza no es mezclar relaciones personales, sino antes que nada mantener un papel profesional. El enfoque valiente y abierto del Sr. Levin con sus estudiantes ciertamente tuvo un impacto notorio y positivo en las vidas de sus estudiantes que lo adoraban. Pero al final sólo se requirió de un estudiante —sólo uno— para enfatizar los riesgos extremos de su estilo de enseñanza.
Ella está a punto de decir lo que otros sin duda pensaban: él tuvo lo que se merecía.
Dos semanas después, el 7 de julio, el Journal publicó varias respuestas al artículo de opinión de Kurop. Una de ellas estaba firmada por el departamento de inglés de Taft:
La Sra. Kurop tiene la impresión errónea de que, en un intento de relacionarse con sus estudiantes, el Sr. Levin degradó los estándares de su salón de clases. Esto es absolutamente falso. Una razón por la cual el Sr. Levin era un profesor tan exitoso fue que continuamente tenía altas expectativas de sus estudiantes y no aceptaba de ellos menos que su mejor trabajo. Por esto es que lo respetaban.
Muchas otras cartas señalaban que Kurop sólo enseñó por un período breve, en la época en que Dwight Eisenhower estaba en la Casa Blanca. Más que cierto, pero ella no fue la única que pensaba en Levin con dureza. El Daily News lo llamó “quizás demasiado confiado, demasiado bondadoso”, y citó a un estudiante: “La gente se aprovechaba de él. Algunos chicos lo insultaban, pero él sólo se reía de ello. Los chicos pedían permiso para ir al baño y nunca regresaban a su clase”.
Hay que decir que cada maestro de Nueva York ha tenido a un estudiante que le pide ir al baño y no regresa. No es una falla del maestro; es la naturaleza del adolescente.
Dwyer se eriza ante la sugerencia de que maestros como Levin fueran misioneros tan celosos en el logro de sus objetivos sociales que no podían ser molestados con los puntos más finos de la práctica en el aula. “Era un trabajo”, dice. “Éramos profesionales, ¿verdad? No estábamos volando ni salvando a nadie. “
“ELVIS ERA UN HÉROE PARA LA MAYORÍA, PERO NUNCA ME IMPORTÓ UN CARAJO”
Los maestros ocupan un lugar extraño en la sociedad estadounidense, venerados y vilipendiados. Es una profesión de la cual se cree que su principal beneficio son las vacaciones de verano. Puedo señalar que, efectivamente, son un gran beneficio, aunque no consiguen compensar los muchos fines de semana calificando ensayos de cinco párrafos sobre el tema de Antígona, ni las tardes, mucho después de que ha sonado la campana, tratando de explicar a un chico los antiguos misterios del punto y coma.
Una vez, mientras todos estábamos medio dormidos preparándonos para el primer periodo, un chico de Bensonhurst trepó al andamio y amenazó con saltar. Un profesor de latín lo convenció de bajar.
En otra ocasión, un antiguo compañero llamó para decir que una alumna había muerto mientras caminaba hacia su casa desde una fiesta en Bedford-Stuyvesant. Alguna punk celosa le cortó el cuello, y ella se desangró en la calle. Su nombre era Thomas Kyanna. Ella era una buena chica. Todos eran buenos chicos.
Una vez, leí a mis estudiantes los grandes epigramas del poeta romano Marcial. He aquí uno de ellos:
Tu amante y tu cónyuge están de acuerdo en esto:
Ese bebé que tienes no puede ser suyo
¿Acaso es diferente de pedir a tus alumnos que analicen sistemáticamente a Public Enemy, como pudo haberlo hecho Levin? ¿Acaso un aula llena de adolescentes que emplean el máximo de sus energías intelectuales en decodificar un epigrama de Marcial difiere en alguna forma de un aula llena de adolescentes que dedican el máximo de sus energías intelectuales en decodificar “Fight the Power”?
Desconfío de cualquier persona que pueda responder con seguridad a esa pregunta.
UNA X GRANDE Y ROJA EN TODO EL TEXTO
En el primer piso de lo que solía ser Taft se encuentra la Secundaria Jonathan Levin de Medios y Comunicaciones. La directora, Jacqueline Boswell, nunca contestó mis llamadas telefónicas ni mis mensajes de correo electrónico (quizás pensó que yo no iría a escribir un artículo donde todo fuera color de rosa), por lo que simplemente fui por mi cuenta, evadiendo la seguridad sin que nadie me hiciera ninguna pregunta. Una verdad incuestionable de la vida en Estados Unidos de la actualidad es que ser un varón de raza blanca bien vestido puede abrirte casi cualquier puerta.
La secundaria Jonathan Levin tiene el alegre y claustrofóbico caos de cualquier escuela secundaria urbana. Los maestros se ven atribulados; las secretarias lucen aburridas. Un chico me dijo que le gustaba mi corbata, y tuve la necesidad de jugar de nuevo al maestro y preguntarle por qué estaba holgazaneando en el pasillo.
En una vitrina cerca de la oficina del director, hay varias fotografías de Levin, con su madre y sus amigos, siempre feliz. Una nota explicativa lo llama “Jonathan Levin HS (High School, o secundaria)”, como si “secundaria” fuera una denominación profesional como “Doctor en Filosofía”. El párrafo mal escrito, redactado a un solo espacio, pero que se vuelve a doble espacio en las líneas finales, elogia a su “apasionada devoción y compromiso profesional”. No menciona que fue asesinado, aunque esa es la única razón por la que la escuela lleva su nombre. Si yo fuera todavía un profesor de inglés, pondría una X grande y roja en todo el texto y le diría a quien escribió el desafortunado pasaje que éste constituye una atrocidad contra el idioma Inglés.
Así les hablaba a mis estudiantes cuando era maestro. A la mayoría de ellos les gustaba.
La secundaria Jonathan Levin pronto desaparecerá. Cuando el cierre se anunció por primera vez, The New York Times informó sobre lo que afligía a este malnacido lugar: “El dinero para una beca universitaria a nombre del señor Levin se ha agotado. Un campo de béisbol que un funcionario de los Mets ayudó a pagar cayó en el abandono. Las computadoras están sin usar, las inscripciones a la escuela se vinieron abajo y el índice de graduación se hundió hasta 31 por ciento, el quinto más bajo de la ciudad”.
Una de las personas que se unieron contra el cierre fue Carol, la madre de Levin. A raíz de su muerte, ella se convirtió en maestra en el Bronx, una madre aventurándose en el campo de batalla que cobró la vida de su hijo. “Si no lo hubiera intentado, realmente habría sentido que únicamente ocupaba espacio”, declaró a Good Housekeeping en un perfil publicado en el año 2000. “Yo y mi dolor, ocupando espacio en esta Tierra”. A mí me suena como algo que Esquilo pudo haber escrito.
Gerald Levin no se convirtió en maestro, pero tampoco se conformó con ser un magnate de los medios de comunicación. La fusión de su empresa el año 2001 con AOL es ampliamente considerada como una de las peores decisiones en la historia del mundo corporativo estadounidense. En 2002, se reunió con la Dra. Laurie Perlman, una psíquica que se comunicaba con los muertos. Ella le dijo que había hablado con su hijo. Él le creyó. Dejó a su segunda esposa y se trasladó a Santa Mónica con Perlman, donde abrieron Moonview Sanctuary, que parece ser uno de esos lugares donde los ricos acuden a comprar la ilusión de la serenidad.
Cuando hubo protestas masivas por los homicidios policiales de los hombres negros en Ferguson, Missouri, y en Staten Island de Nueva York, los Levin escribieron una columna para Deadline Hollywood. “Estamos en un ciclo interminable de caos y muerte”, dijeron. “Incluso si hay que rascar y arañarnos a nosotros mismos para entrar en la luz, tenemos que empezar a comprender plenamente la intransigencia de los viejos patrones”.
Esto también merece una gran X roja
Jonathan Levin, por su parte, probablemente habría llevado a sus estudiantes a Staten Island, para pararse en el lugar donde Eric Garner murió y gritar: “Las vidas de los negros importan”. Y en el aula, podría haber puesto la canción “Fuck tha Police”, de NWA, y los estudiantes habrían hablado de lo que significaba esa canción, y sobre Birmingham, los disturbios de Watts, Ferguson y lo que esos eventos dicen sobre nosotros y sobre nuestro país, a veces glorioso, pero con frecuencia trágico.
‘SIEMPRE ES LA GENTE BUENA’
En cerca de seis años, Arthur se presentará ante la junta de libertad condicional. Él tiene un expediente disciplinario decente y ha obtenido certificados de oficios como carpintería y metalistería, que presumiblemente podrían serle útiles en el mundo real. Está especialmente orgulloso de su certificado en investigación jurídica. Es un asesor sobre el sida. Como antiguo maestro de inglés, estoy feliz de certificar que sus cartas, aparentemente escritas sin ayuda, muestran un dominio de bueno a excelente de las reglas gramaticales.
Arthur también ha mostrado la contrición que el estado espera de él. Sus muestras de arrepentimiento son auténticas, aunque también podrían tener un propósito práctico (es decir, su eventual aparición ante la junta de libertad condicional). En 2010, le pidió al fiscal de distrito de Manhattan que le permitiera enviar una carta a los padres de Levin. El padre de Levin aceptó la oferta; su madre la rechazó. “Señor, cometí una terrible justicia contra usted y su familia”, dice la carta. “No pasa un día sin que su agobiante impacto quede impreso en mí”.
Pero ni en esa carta ni en ninguna de nuestras conversaciones Arthur dice aquello que confío que tendrá que decir si quiere salir de prisión: Yo maté a Jonathan Levin. Arthur no quiere hablarme de lo que ocurrió el 30 de mayo de 1997, excepto para decir esto: “Cuando dejé a Jonathan Levin, todavía estaba vivo”. A pesar de su cautela, Arthur tiene un relato que pone en duda al presentado por los fiscales. “[Levin] hizo algo que no debió haber hecho con alguien con quien no debería haberlo hecho”, dice. Durante el juicio, los abogados de Arthur argumentaron que éste y Levin fumaban crack cuando varios asaltantes entraron en el apartamento y le ordenaron a Arthur que lo atara. Arthur dice ahora que nunca ha fumado crack, ni esa noche ni en ninguna otra ocasión; la idea de Levin fumando crack le parece igualmente ridícula hoy. Por lo que yo entiendo, Arthur sostiene que otros hombres mataron a Levin, y que él actuó únicamente como cómplice. Pero tales agresores nunca fueron identificados, mientras que las pruebas forenses (sangre en la ropa de Arthur, huellas dactilares en la escena del crimen) resultaron ser lo suficientemente convincentes para el jurado. La pistola calibre .22 que Arthur supuestamente utilizó nunca fue hallada, pero este resultó ser un detalle sorprendentemente irrelevante.
Le pido que me hable de los verdaderos asesinos, pero él se niega, mencionando la seguridad de su familia y el código de la calle. “Esta no es una historia que yo deba contar”, me dice en una carta. “Tengo toda la intención de proporcionar la información completa a la junta de libertad condicional cuando me presente delante de ellos. Pero aparte de eso, tengo las manos atadas”.
Cuando Arthur entró en el apartamento de Levin esa noche, con él estaba Montoun Hart, el criminal de poca monta de Brooklyn que dice que acudió sin saber muy bien en lo que se estaba metiendo. Más tarde, Hart firmaría su confesión de 11 páginas que lo presenta como un cómplice involuntario en el asesinato, del cual no tenía idea que Arthur planeaba cometer. Fue absuelto de todos los cargos, en parte porque afirmó haber estado drogado y ebrio al firmar esa confesión. Si ese es el caso, ¿entonces se puede confiar en alguna parte de su descripción de esa noche?
Otra pregunta para la que no tengo respuesta.
“Siempre es la gente buena”, dice Hart acerca de Levin, hablando por teléfono conmigo por primera vez desde que le manifesté mi interés en el caso. Esto suena falso, como algo lúgubre que ha escuchado en una película y que ha guardado para momentos como este.
Hart aún vive en Brooklyn; su página de Facebook está llena de alusiones a los Crips, aunque para Hart, los C’s son más un club para tipos de mediana edad que una banda criminal activa. Hart rechazó toda responsabilidad por lo que ocurrió el 30 de mayo de 1997, inventó una historia alocada y cada vez más increíble de su vida, y luego pidió dinero por una entrevista oficial. Pagué los tragos y nunca hablé con él de nuevo.
Arthur y yo hablamos por teléfono una vez por semana. Me llama cuando voy a correr. Llama mientras miro El gato del sombrero mágico por sexta vez. Llama cuando estoy en el hospital con mi mujer, que acaba de dar a luz a nuestro segundo hijo. “Corey”, le digo. Ella comprende: ellos no permiten dejar mensajes en tu contestadora desde una prisión de máxima seguridad. Ambos sabemos que seguiré hablando con Arthur, porque sería cruel seguir con la historia pero abandonar al hombre, como si un maestro abandonara el aula en medio de una clase.
También sé que habría sido mucho más fácil para Jonathan Levin si se hubiera quedado en Manhattan, vendiendo seguros. Esa vida podría ser buena, pero no era la vida que trataba de vivir. El Bronx lo atrajo, un campo de batalla donde las glorias son poco comunes y silenciosas, y las derrotas frecuentes y rotundas. Nada sería fácil en el Bronx, pero Jonathan Levin se había cansado de las cosas fáciles. Así que cuando el Bronx lo llamó, él acudió.