En su novela Conversación en la catedral, Mario Vargas Llosa comienza con una de las entradas más recordadas de la literatura latinoamericana. En la primera escena, el protagonista, Santiago Zavala, un joven de clase media acomodada desilusionado por la situación de su país, observa desde la entrada del diario donde trabaja como reportero el paisaje urbano que inunda la avenida Tacna al filo del mediodía. Mientras Zavalita recorre aquella vialidad compuesta de “edificios desiguales y descoloridos”, se cuestiona a sí mismo sobre el momento exacto en el que “se había jodido el Perú”. Semejante pregunta, si bien es una frase célebre de una obra literaria, no pierde ninguna validez si se transporta al campo de la historiografía o la sociología. Más aún si lo pensamos en un país tan problemático y desigual como Perú.
¿Y México? Si tomásemos prestada la expresión vargasllosiana para nuestro país, no sabríamos decir cuándo se jodió. ¿En la crisis de 1982? ¿Con el arribo ilegítimo de Salinas a la presidencia en 1988? ¿En el horrible año de 1994? ¿Bajo el gobierno de Fox? ¿En el infausto sexenio de Calderón? Los momentos son varios. Desde hace tres décadas, en cada período presidencial, el país da muestras patentes de estancamiento económico, descomposición social, degradación de las instituciones y quiebre de nuestras expectativas como sociedad. En los lejanos años de la década de 1960, durante el desarrollo estabilizador, los mexicanos teníamos una mejor perspectiva del futuro. Se decía entonces que el país estaba en vías de desarrollo. Aun cuando el modelo económico posrevolucionario ya daba muestras de agotamiento, existía cierto optimismo.
Las personas nacidas después de 1975, entre las cuales me incluyo, somos hijos de la crisis y el neoliberalismo; no hemos conocido otro panorama más que la ruina paulatina de México. Al concluir la primera década de este siglo, atestiguamos un período crítico de nuestra historia. Así llegábamos a la celebración del bicentenario. A diferencia de los mexicanos que participaron en la Revolución y que perdieron la vida en el intento de cambiar el país, muchos de los que viven este presente no guardan esperanzas de un mejor porvenir. Tenemos indicadores sociales que, por un lado, son lo que sigue de preocupantes y, por el otro, difícilmente podrían corregirse en pocos años. ¿Qué futuro nos aguarda ante la pobreza en la que vive media población, ante el estado deplorable de nuestro sistema educativo y ante la metástasis de corrupción que se come presupuestos y recursos sin que se castigue a los responsables?
Hasta donde me alcanza la memoria, no recuerdo aunque sea un breve período de prosperidad. Por el contrario, una de las remembranzas más claras de mi niñez es el error de diciembre y la bancarrota que dificultó el primer tramo del gobierno zedillista. Si aún me acuerdo bien de ello es por los comentarios angustiantes y fatalistas de los adultos que me rodeaban en la casa, el barrio y la escuela. Varios compañeros míos de la primaria donde estudiaba tuvieron que darse de baja, pues sus padres ya no pudieron seguir pagando la colegiatura. Si bien mi generación no conoce lo que es una espiral inflacionaria, como las que se desataron con las crisis de 1976 y 1982, sí hemos sufrido algo mucho peor: los costos sociales de mediano y largo plazo del neoliberalismo malogrado. La desintegración del país. Durante las campañas de miedo contra López Obrador en 2006, en una entrevista televisiva escuché decir a un exfuncionario foxista, Eduardo Sojo (si mal no recuerdo), que los jóvenes de hoy no sabíamos lo que era una devaluación del peso o una constante alza de precios. Efectivamente, las políticas monetaristas de ajuste y contención del gasto público han controlado la inflación, pero también han incrementado a niveles históricos el desempleo, el abandono del campo y la informalidad. Semejantes impactos en la estructura productiva han disgregado a la sociedad, generando el caldo de cultivo para la multiplicación del crimen a gran escala. Este fenómeno es otra lacra que se atraviesa en mis recuerdos desde temprana edad.
Si las personas que vivieron la Revolución guardaron una anécdota o una vivencia que con el paso del tiempo enriqueció la memoria de la sociedad sobre aquel período, los mexicanos que atestiguamos el tránsito del siglo XX al XXI podremos dejar testimonio de la peor cara del ciclo neoliberal. Me refiero al incremento de la criminalidad. No conozco ninguna persona que no tenga un familiar, amigo, vecino o conocido que no haya sido vulnerado por la delincuencia. Cuando la crisis de 1995 hizo sus peores estragos, la ciudad de México se vio rebasada por este grave problema. Pocos se acordarán, pero en la segunda mitad de la década de 1990 el DF era tan inseguro como lo es hoy el conurbado mexiquense. Posteriormente, con el auge de la narcoviolencia, la peligrosidad de la capital fue desplazada por otras zonas metropolitanas del norte. El temor a ser víctima de un delito ha permeado el comportamiento de los mexicanos. Si actualmente somos más desconfiados que antes, al grado de retraernos más hacia el interior del hogar y restringir los horarios de salida, se debe, entre otros motivos, al miedo colectivo que impone la crisis de seguridad por la que atravesamos desde hace 20 años. Cualquier intento por hacer un estudio de sociología sobre la vida cotidiana en México no podrá ignorar este cambio de hábitos y costumbres. ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería a ir de camping a las sierras de Durango y Guerrero? ¿Se puede caminar tranquilamente después de las siete de la noche por Ciudad Nezahualcóyotl o transitar sin miedo por las carreteras que conectan Monterrey con Tamaulipas?
Entre los recuerdos más lejanos de la niñez y la adolescencia tengo presentes las pláticas de adultos en las que se contaban historias de personas afectadas por la delincuencia. Descubrí también que la preocupación de mi madre cada vez que salía a la calle con los amigos era una inquietud compartida por todos, o casi todos, los padres de familia. Cuando ellos eran adolescentes nuestros abuelos no se quedaban con esa preocupación. Eran otros tiempos. Posteriormente, conforme avanzaba la primera década de este siglo y mis profesores de la universidad me conminaban a leer diariamente el periódico, las noticias sobre homicidios, secuestros y extorsiones fueron llenando, poco a poco, las páginas interiores de los medios impresos más importantes. En virtud de la situación, que se reflejaba en el progresivo número de noticias amarillistas y desalentadoras, alguna vez dije en tono de sorna que el semanario Proceso se parecía cada vez más a la revista Alarma!, y el Reforma a su propio diario de nota roja: Metro. Más allá de las bromas sobre nuestra desgracia, tantas muertes y crímenes impunes no pueden ser vistos como un asunto meramente policial: el poder del narcotráfico y los problemas que de él se desprenden ponen en riesgo la viabilidad de nuestro país.
A partir de 2004, las notas periodísticas que reportaban la aparición de cadáveres a media carretera con signos de tortura o con el tiro de gracia fueron el pan de cada día. Aunque las balaceras entre mafiosos a plena luz del día ya se suscitaban desde la década de 1990 en ciudades como Culiacán, Tijuana y Guadalajara, estas no ocurrían con la frecuencia observada en la última década. Una noticia de alto impacto que dejó huella en la opinión pública fue la irrupción de un comando armado en una discoteca de Uruapan, en septiembre de 2006; aquella vez, sicarios de La Familia Michoacana interrumpieron la fiesta, les ordenaron a los presentes que se tiraran al suelo y dejaron cuatro cabezas cercenadas sobre la pista de baile con un mensaje intimidatorio para la comunidad. A partir de entonces, el horror registrado por los medios de comunicación fue in crescendohasta grados delirantes. De los ajustes de cuentas entre narcotraficantes, que a muchos los tenían sin cuidado porque “se mataban entre ellos”, pasamos a los desplazamientos forzados de población civil en Guerrero y Sinaloa; a pueblos enteros que han sido arrasados por bandas criminales en Durango; a las masacres de civiles inocentes en Chihuahua; a las batallas campales entre patrullas del Ejército y delincuentes en Tamaulipas; a las extorsiones y los despojos de fincas agrícolas en Michoacán; a los cientos de secuestros en Morelos y el Estado de México; y a la desaparición de miles de personas por todo el país. La violencia criminal de la década antepasada, que ya era preocupante, es peccata minuta si la comparamos con la actual.
Hace 30 años nadie se hubiera imaginado un escenario como el que enfrentamos ahora. Se ha dicho, quizá con exageración, quizá con alarmismo, que el Estado mexicano es un Estado fallido. Aunque este no es el espacio para debatir el punto, la realidad es que los mexicanos nos sentimos más desprotegidos que nunca. Aunque no somos Sudán o Zimbabwe, tampoco podemos presumir un envidiable ambiente de paz social en el ámbito latinoamericano. Vivimos tiempos aciagos. La corrupción y la ineficacia de la justicia para acabar con la pandemia de impunidad es la fuente que alimenta la espiral de violencia, lo cual, a su vez, se agudiza y complementa por el estancamiento de la economía, por la falta de oportunidades para los jóvenes, por un sistema educativo empantanado y por la concentración del ingreso en unas cuantas familias. Hasta el momento, esta explosiva mezcla de factores no ha derivado en un estallido social que aglutine todos los sectores afectados por 30 años de neoliberalismo; más bien se ha traducido en la balcanización del poder y en el aumento de la violencia urbana y la migración hacia Estados Unidos. Los costos humanos y las secuelas psicológicas de la guerra contra el narcotráfico, así como la anarquía que de ella se deriva, hasta cierto punto son equiparables a los de una guerra civil.
Si me permito llegar a esta conclusión es por el clima de impunidad que estimula la multiplicación de los delitos más lesivos. En vista del deficiente sistema de justicia penal y de la corrupción policiaca —sobre todo en la esfera municipal—, los grupos del crimen organizado vieron una oportunidad excepcional para dedicarse a otros negocios ilegalmente redituables, tanto o más que el trasiego de drogas. Los robos violentos a transportes de carga, el tráfico de personas, la trata de blancas, las extorsiones y los secuestros registran un incremento cuantitativo y cualitativo sin precedentes. Esto lo podemos corroborar tanto en las cifras y estadísticas oficiales como en las crónicas y los reportajes de la prensa policiaca a lo largo de la última década. Durante los meses previos a la captura de Daniel Arizmendi, en agosto de 1998, gracias a la cobertura mediática del caso la sociedad se enteró de las mutilaciones que les practicaba a sus víctimas para presionar a las familias con el pago del rescate. Pocos se hubieran imaginado que 15 años después tendríamos docenas de bandas criminales cuyo modus operandi sería más sanguinario que el del Mochaorejas. En los últimos años, los carteles de la droga orientaron sus actividades hacia la industria del plagio y, en muchos casos, a pesar de obtener el dinero por la liberación de las víctimas, los raptores asesinan o desaparecen a los rehenes sin ningún remordimiento. Las antiguas bandas de secuestradores fueron desplazadas y absorbidas por el poder intimidatorio y la capacidad logística del narcotráfico. Esta modalidad de secuestro, que sin lugar a dudas podemos adjetivar de terrorífica, no es excepcional. En julio pasado salió a la luz un caso que dimensiona la gravedad de este delito y su contribución al ambiente de terror colectivo que se vive en estados como Tamaulipas; la Policía detuvo a una pareja de menores de edad, de 13 y 16 años, que encabezaban una célula criminal al servicio de Los Zetas dedicada exclusivamente al secuestro de personas. Los inculpados habían grabado ocho videos en los que se apreciaba cómo descuartizaban a sus víctimas, entre las cuales “se logró identificar a dos comerciantes asesinados cuyos restos fueron localizados en una narcofosa en el ejido El Olivo” de Ciudad Victoria.1 Esta historia es en sí misma pavorosa, pero es más pavoroso saber que el plagio trepó a 245 por ciento; tan solo en 2013 se denunciaron 1425 secuestros.
Pero lo que retrata con más crudeza la incapacidad del Estado para proteger a la ciudadanía es la desaparición forzada de personas. Estamos atravesando por una crisis humanitaria sin precedentes cuyas cifras, de seguir así, podrían superar a los desaparecidos que dejó la última dictadura militar argentina. Nada nos garantiza que el país pueda pacificarse en el mediano plazo, sobre todo si consideramos que la actual administración no ha modificado radicalmente la estrategia contra el crimen organizado que heredó del calderonismo. Un sector considerable de la opinión pública no percibe mejorías ni tiene plena confianza en las autoridades, aun si estas lograran hacer algo o dar el más mínimo resultado. La reciente desaparición de 43 normalistas en Iguala resume la crisis socio-institucional en la que estamos situados desde hace tiempo. Cuando creíamos habernos horrorizado por las matanzas de Creel y de San Fernando, en 2008 y 2010, respectivamente, o de la destrucción de casas con bulldozers, el secuestro y la desaparición masiva de familias enteras en el poblado coahuilense de Allende en marzo de 2011 —algunos hablan hasta de 300 personas cuyo paradero es un misterio—, nuevamente nos volvemos a indignar por este último episodio que deja al descubierto la mutación del Estado mexicano en un híbrido que se debate entre cleptocracia y oligarquía. Es una cleptocracia por el grado de corrupción que permea las instituciones, así como por la penetración del narcotráfico en los aparatos de seguridad y en la misma clase política. Llegamos al punto en el que prácticamente, en determinados lugares de la república, la línea que separa a la criminalidad del gobierno ha sido borrada. Si digo que también tiene forma de oligarquía es por la captura y sujeción de la economía a los intereses monopólicos y corporativos. El Estado ha perdido facultades y autoridad frente a los poderes fácticos. Si bien es cierto que no vivimos bajo un régimen autoritario en su acepción más clásica, tampoco podemos visualizarlo y sentirlo cabalmente como una democracia funcional que esté enmarcada por un Estado de derecho.
Frente a la creciente presión social y la severa crítica de los medios internacionales, el gobierno federal se tuvo que movilizar para encontrar a los 43 normalistas desaparecidos. En el camino, sin proponérselo, fueron encontradas 11 narcofosas en Iguala con 38 cuerpos que no pertenecían a los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Aquellos hallazgos, dicho sea de paso, son los enésimos que se desentierran desde el sexenio pasado y que convierten el país en un camposanto. Si solo en esa pequeña ciudad guerrerense aparecieron 38 cadáveres, presumiblemente ejecutados por bandas delictivas de la región, ¿cuántas fosas más no habrá diseminadas por todo el país? ¿Cómo es que llegamos a esto?
¿Por qué lo permitimos? ¿Cuándo se jodió México?