Legitimidad democrática y deriva autoritaria parecen ser inversamente proporcionales en Venezuela.
Por estas fechas, el libro El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956, de Anne Applebaum, se ha convertido en todo un éxito editorial para el público interesado en temas de historia y política contemporáneas. La obra —una magistral pieza historiográfica, avalada por un caudal de testimonios, documentos de archivo y años de investigación en países al oriente del Elba— da cuenta de las estrategias seguidas por Moscú para la sovietización de Europa del Este, tras la Segunda Guerra Mundial. Y nos deja una idea clave: que la ruta y estrategia hacia al control total(itario) de una sociedad no supone el dominio inmediato ni permanente de cada espacio y factor de poder, comunicación y producción; sino apenas la captura, meticulosamente planificada, de aquellos elementos políticamente decisivos para, llegado el momento, impedir el avance adversario y consolidar la hegemonía propia.
Mi lectura del libro se ha superpuesto, en tiempo y contenidos, con el seguimiento de la coyuntura venezolana, cuyos análisis he compartido en estas mismas páginas. Y las enseñanzas de la obra son particularmente valiosas para comprender la evolución reciente de un régimen donde conviven precariamente un reforzado militarismo y, cada vez más disminuidas, reminiscencias republicanas. Cuando se escriben estas líneas, legitimidad democrática y deriva autoritaria parecen ser inversamente proporcionales en Venezuela. Pues mientras podía prevalecer en las urnas (en una proporción aproximada 60/40), el chavismo guardaba ciertas formas institucionales y legales; e incluso experimentaba en el ámbito local, dando cabida a ciudadanos organizados —ciertamente, a sus afectos— en la gestión comunitaria de las políticas públicas. Incluso en su pico de apoyo popular y debilitamiento opositor (en el bienio 2005-2006, tras el cuestionado fracaso del Referéndum revocatorio y la costosa retirada opositora de las elecciones parlamentarias) el oficialismo avanzó en la captura de instituciones claves, pero no buscó controlar o reprimir frontal o masivamente toda forma de organización, comunicación o producción autónoma. Simplemente administró el disenso.
Empero, lo que parece indicar la actual (y acelerada) estrategia combinada de compra y cierre de medios, criminalización de la protesta y manejo medieval de la economía es que en Miraflores y Fuerte Tiuna ya no confían en una voluntad popular expresada en votos. Ante la merma de apoyo ciudadano —ocasionado por su deriva autoritaria y pésima gestión económica— Maduro y su equipo han demostrado una vocación feroz para permanecer, a toda costa, en el poder. Típica de una oligarquía cohesionada por miedos y privilegios, huérfana de liderazgo.
Examinemos los datos. Según Datanálisis —para muchos la más respetada e imparcial casa encuestadora del país—, la base social oficialista es hoy una minoría (sin dudas apreciable) en el panorama nacional: en una encuesta reciente, 34 por ciento de los ciudadanos se autodefinen como independientes, 33.8 por ciento como opositores, y solo 29.7 por ciento se identifican con el gobierno. En ese universo, ocho de cada 10 ciudadanos creen que la situación es negativa: el peor indicador en la última década. Y un 99 por ciento de los ciudadanos que se autodefinen como opositores, el 91 por ciento de los independientes y un 44 por ciento de los oficialistas valoran negativamente la situación del país. Cifras que hablan del desgaste del gobierno nacional y su manejo de la política doméstica.
En particular, un 53 por ciento de los electores identifica directamente a Maduro como el responsable, y seis de cada 10 ciudadanos consideran necesario un cambio de gobierno mediante la renuncia del ejecutivo o por la realización de un referendo revocatorio presidencial.1 Si sumamos los niveles de desafección política y de descontento con la gestión y situación económicas con la adscripción a los bloques políticos existentes, salta a la vista que estamos ante un gobierno impopular e ineficiente. Y, para no pocos ciudadanos, ilegítimo.
En Miraflores tienen clara esa situación; razón que les lleva a acelerar los intentos de copar y controlar lo más posible los espacios institucionales y sociales del campo político. La estrategia parece responder a varios patrones. Primero, acosar a la oposición política partidaria con golpes quirúrgicos: la persecución a los cuadros de Voluntad Popular y Primero Justicia, el encarcelamiento de líderes como Leopoldo López y el bloqueo de movimiento y comunicación a Henrique Capriles; además de la recurrente siembra de rumores entre los partidos que integran la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). En otro registro, la táctica de dificultar —con apoyo del aparato del partido oficial y sus organizaciones de base— la gestión de alcaldes y gobernadores de oposición obedece a un intento de provocar que los traspiés en la administración de las cosas redunden, a la postre, en una pérdida de capacidad (y prestigio) de los opositores electos para gobernar a los hombres.
Pero lo que parece ser, recordando aquella expresión del arte militar soviético, la “dirección del golpe principal”, es el paulatino pero incesante cierre de espacios y fuentes de poder social. La compra mediante empresarios fantasmas del canal Globovision y de los diarios Últimas Noticias y El Universal, así como el acoso a TalCual y el cierre de varios diarios y emisoras regionales, han condenado al discurso opositor al silencio frente a amplios sectores de la población. Otros medios privados practican razzias de aquellos periodistas que se resisten a la autocensura o la descafeinización de su línea editorial. Quedan entonces El Nacional —sobreviviendo de forma precaria— y las redes sociales y sitios del ciberespacio —amenazados de regulación por el proyecto de hegemonía comunicacional gubernamental— como reductos para la información y comunicación autónomas.
Incluso la aparente falta de una estrategia económica coherente del gobierno —en cuyo seno las posturas pragmáticas y radicales coexisten, compartiendo la idea de un poder monopólico— si bien empeora el panorama económico, no parece afectar decisivamente su actual poder. La progresiva pauperización de la clase media, la dependencia de amplios sectores populares de la menguante dádiva estatal, y la reciente aprobación de un control biométrico a las compras de productos —mediante tarjetas electrónicas— en la red de mercados públicos y privados, presagia el advenimiento de una sociedad más controlada. No es descabellado pensar que, contrario censos de los consejos de economistas, el gobierno arrecie los controles y la intervención en la economía, aumentando las importaciones que sostienen su clientela —aún al costo de la venta de activos como la petrolera Citgo y del endeudamiento galopante con China— y que, en el caso poco probable de alguna resistencia empresarial organizada, responda expropiando activos.
A todos estos factores de índole política y económica hay que añadir una variable demográfica. El incremento de la emigración calificada2 tiene un notable impacto, cualitativo y cuantitativo, en el segmento opositor. No solo porque se van quienes son —por sus valores y modo de vida— potenciales integrantes de una sociedad civil defensora de la autonomía y movilizadora de votos frente al Leviatán; o funcionarios de las asediadas administraciones regionales opositoras, cuadros de los partidos democráticos y técnicos, dueños o gerentes del empresariado no ligado al oficialismo. O porque la diferencia de votos en las pasadas elecciones demuestra que unos cientos de miles pueden hacer la diferencia; sino porque el efecto moral del discurso de la resignación, la derrota y la huida pueden ser desastrosos en el resto de la población opositora o independiente, que se queda en el país y sufre y resiste la imposición del modelo oficial. En especial para los jóvenes.
Ante tan siniestro panorama, uno pensaría que no hay nada que hacer; que el modelo cubano se impondrá, más temprano que tarde, en Venezuela, coronando su larga marcha con la abolición formal de la democracia residual aún existente. Sin embargo, conviene recordar que el sector democrático de la ciudadanía venezolana ha logrado detener, durante 15 años, la marcha de un proyecto de dominación cuyos precedentes (en Rusia, China, Cuba) fueron los de la supresión —y sujeción estatal— de toda forma políticamente relevante de autonomía social, en lapsos que promediaron los tres a cinco años. Hoy, la existencia de una (por vez primera) clara mayoría social adversa —en diverso modo y filiación— al desorden reinante; el crecimiento de disensos —ciertamente no decisivos— en las propias bases del oficialismo; y la misma existencia —con todos sus bemoles y egos— de una MUD aparentemente decidida a bregar unida de cara a las parlamentarias de 2015, son antídotos para el derrotismo.
La decisión de acompañar la defensa de los resquicios democráticos y el acompañamiento de la protesta social, si bien necesitan de mayor dinamismo y coherencia en sus modos de concretarse, puede significar que los líderes opositores han entendido, en el límite, el signo de los tiempos. Uno donde los modos de hacer política opositora y organización ciudadana —incluida la de aquellos sectores del chavismo críticos del actual gobierno— deberán cambiar, rápida y decisivamente ante la estrategia programáticamente totalitaria del autoproclamado Alto Mando Político de la Revolución. So pena de no tener un mañana en el cual, sencillamente, existir.
Armando Chaguaceda es académico y analista político, autor de numerosos libros y artículos sobre historia y política latinoamericana. Es integrante del Observatorio Social y coordinador de Grupo de Trabajo, ambos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.