El científico nigeriano especializado en genética que previó las consecuencias de omitir a los africanos en los estudios genómicos del mundo.
Fue en 2005 cuando Charles Rotimi se percató, por primera vez, de que el futuro estaba pasándolo de largo. El Proyecto Genoma Humano acababa de descifrar un ADN humano completo. A resultas de ese logro, científicos de seis países se pusieron a recolectar muestras de sangre para identificar los genes responsables de diversos padecimientos —incluidas enfermedades graves— que podrían apuntar a nuevos tratamientos. Y Rotimi, quien dirigía el esfuerzo de recolección en África, tenía la inquietante sensación de que la historia volvía a repetirse.
No estaba preocupado por sí mismo, sino por su tierra natal. A lo largo de la historia, los pacientes africanos han tenido muy poco acceso a los adelantos médicos, pese a que suelen ser los sujetos de estudio de las investigaciones científicas. El temor de Rotimi era que la genética volviera a explotar a los 1,000 millones de africanos subsaharianos, ignorando sus necesidades de tratamientos para VIH, tuberculosis, paludismo y cáncer. “La revolución genómica pasaría volando sobre África, y la medicina del mañana no funcionaría para todos”, comenta Rotimi.
Su inquietud estaba justificada. Durante los años siguientes, los científicos publicaron una andanada de descubrimientos sobre nuestro ADN que podrían conducir a nuevos tratamientos para diabetes, cánceres, trastornos psiquiátricos y otras enfermedades graves. Sin embargo, trabajan con un sector muy pequeño del mundo, ya que casi todos los estudios publicados se basan en poblaciones de ascendencia europea. Y así, de los centenares de investigaciones genómicas publicados hasta 2009, menos de 1 por ciento incluía africanos.
Muy pronto, la revolución genómica comenzó a perder impulso. La posibilidad de conocer la composición genética exacta de cada paciente introduciría una nueva era de tratamientos personalizados; pero, para ello, se volvía indispensable encontrar las variaciones minúsculas del ADN que se correlacionan con el desarrollo de una enfermedad o con las reacciones medicamentosas adversas. Esta tarea requiere de toda la gama de variaciones genéticas entre tantos humanos como sea posible. De lo contrario, la investigación genética equivale a un equipo de búsqueda que camina alrededor de los mismos árboles tratando de encontrar pistas del asesino, en vez de dispersarse por todo el bosque.
La riqueza de los genomas africanos es consecuencia de la evolución de nuestra especie. El Homo sapiens moderno se originó en África hace unos 200,000 años. Unos 100,000 años después, alrededor de 1,600 hombres y mujeres —de una población mínima de 20,000, aunque probablemente muchos más— abandonaron el continente diseminándose por el planeta. Con el tiempo, se establecieron en Europa y, en tiempos más recientes, en las Américas. “En otras palabras, casi 99 por ciento de nuestra experiencia evolutiva como especie transcurrió en África”, escribieron la genetista Mary—Claire King y sus colegas de la Universidad de Washington, en un comentario publicado en 2017.
Cuando aquel pequeño grupo emigró, dejó atrás casi toda la diversidad genética que se produjo hasta entonces en el continente; y aún sigue allí, oculta en los genes de cada africano. En parte, era por eso que Rotimi estaba consternado por la exclusión de África de la genómica. “Bajo la piel, todos somos africanos”, sentencia.
Pero ahora, cada vez más científicos se adhieren a la perspectiva de Rotimi: la cual sostiene que África alberga una de las armas más poderosas en la lucha para combatir el cáncer. El ADN de sus pueblos.
DESEMPAQUETAR EL GENOMA
Años antes que otros investigadores siquiera pensaran en ello, Rotimi —un científico nigeriano especializado en genética y disparidades de salud— previó las consecuencias de omitir a los africanos en los estudios genómicos. Y se encontraba en una posición única para poder hacer algo al respecto.
Nacido en Benín, la cuarta ciudad más grande de Nigeria, Rotimi estudió el posgrado en la Universidad de Mississipi y, por primera vez, presenció grandes desigualdades de salud en Estados Unidos. A la misma universidad, muchas de las familias más pudientes del estado enviaban a sus hijos, y en ese tiempo le ofrecieron su primera Big Mac. “No pude comerla”, recuerda. “No podía entender el concepto de combinar pan, carne y hojas”.
Peor aun fue el sabor que le dejó la desigualdad mientras viajaba por el estado. “Es allí donde la pobreza habla, donde te encuentras en un ambiente con abundantes recursos, pero parece que no puedes disponer de ellos”, revela.
Regresó a Nigeria con un título de posgrado, y luego de buscar empleo durante seis meses, no dio con una oportunidad para hacer las investigaciones que sabía que eran necesarias. Así que volvió a Estados Unidos y, a la larga, concluyó los doctorados en salud pública y epidemiología.
Esos años profundizaron su conciencia sobre la importancia de los genes en la salud. Su vida en Nigeria le había enseñado que la enfermedad de células falciformes estaba predeterminada por el nacimiento, no por la crianza. Y ahora, su investigación sobre hipertensión en africanos de todo el mundo, le había demostrado que, si bien el estilo de vida y el ambiente moldean la salud, lo mismo hace el ADN.
Mientras Rotimi esclarecía el poder de la herencia genética, otros científicos estaban secuenciando el primer genoma humano. Enroscado dentro del núcleo de cada célula humana, el genoma consiste en unos 20,000 genes que codifican proteínas, las cuales dirigen la multitud de procesos biológicos que ocurren incesantemente en nuestros cuerpos. A su vez, los genes están compuestos de ADN, hebras helicoidales de compuestos llamados nucleótidos, los cuales contienen unas sustancias químicas llamadas bases nitrogenadas. Estas cuatro bases —conocidas por sus iniciales A, C, T y G— son el lenguaje del código genético que forma el esquema específico de cada individuo. Y un genoma humano —es decir, el conjunto completo de los genes de una persona— consta de 3,000 millones de bases nitrogenadas.
El Proyecto Genoma Humano, que concluyó en 2003 (para entonces, Rotimi daba clases de microbiología en la Universidad Howard, en Washington, D. C.), secuenció la mayor parte del genoma de un solo individuo. El logro no fue tanto la secuencia en sí, sino la tecnología. Si las investigaciones podían correlacionar enfermedades o reacciones medicamentosas con genes errantes, los médicos podrían desarrollar tratamientos específicos para el genoma de cada paciente. No obstante, para llegar a ese punto, los científicos tenían que estudiar las pequeñas variaciones genómicas entre individuos. En opinión de los investigadores, la diminuta fracción de ADN que difería tenía que ser la causa de muchos padecimientos hereditarios, de manera que necesitaban estudiar no solo un genoma, sino muchos.
Buscaron cambios en las bases —una mutación de A a C, o de G a T— entre las 3,000 millones de bases del genoma humano. Dichos cambios pueden ocurrir durante la replicación del ADN, ya sea al momento de la concepción, o bien conforme las células se dividen a lo largo de la vida. Estos cambios, llamados polimorfismos de nucleótido único (SNP, pronunciado snip), suelen ser inofensivos, aunque a veces alteran el efecto de un gen y aumentan el riesgo de ciertas enfermedades. Los SNP dañinos pueden hacer que la persona sea más susceptible a la enfermedad de Alzheimer, a algunos trastornos de la sangre, a la infertilidad masculina y al cáncer, entre otros padecimientos. Y una vez introducidos en el genoma, los SNP pueden pasar a la siguiente generación.
El concepto bajo el que se fundamenta la medicina de precisión señala que detectar un SNP dañino puede conducir a tratamientos dirigidos contra el gen que alberga el SNP. Y para localizar los SNP, los investigadores realizan estudios de asociación, en los que comparan los genomas completos de muchas personas.
Al concluir el Proyecto Genoma Humano y una vez que disminuyeron los costos de la secuenciación, los estudios de asociación genómica se hicieron más frecuentes. Con todo, adolecían de un problema de diversidad: casi ninguno incluía genomas africanos.
Hace 100,000 años, cuando aquellos primeros africanos salieron del continente, llevaban consigo los SNP que habían heredado. Pero dejaron allá una cantidad enorme, y la población más numerosa que permaneció en África se tradujo en más genomas que producían variedad, generación tras generación. Debido a que los árboles genealógicos africanos se han ramificado durante mucho más tiempo que los europeos y los americanos, su variación es mucho mayor. De hecho, los genomas africanos son los más diversos del planeta.
“Comparamos poblaciones europeas y asiáticas”, dice Sara Tishkoff, genetista de la Universidad de Pensilvania, “y resultaron más similares entre sí que cualquier par de poblaciones africanas comparadas”. En términos de diversidad genética, África tiene una ventaja de 100,000 años.
LOS PELIGROS DE LA EXCLUSIÓN
La inclusión de África en la búsqueda de SNP problemáticos ofrece varias ventajas cruciales. Los SNP implicados en enfermedades como el cáncer suelen ser raros y, encontrar uno de esos raros SNP en el genoma de una persona con cáncer, ayudaría al investigador a establecer un nexo. Sin embargo, lo que aparenta ser una mutación infrecuente en los genomas europeos podría no serlo si introduces africanos en la mezcla, advierte Nicola Mulder, quien analiza datos genéticos en la Universidad de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Ese error podría arruinar años de esfuerzos y costar mucho dinero.
Alguna vez, un grupo de científicos conjeturó que cinco variantes genéticas causaban un engrosamiento peligroso del corazón, llegando al extremo de advertir al público de que esas variantes de ADN podrían ponerlos en riesgo de desarrollar problemas cardiacos. Pero se equivocaron. Esas cinco variantes nada tenían de raro y, de hecho, son completamente inofensivas. Si los científicos hubieran incluido poblaciones africanas en su estudio, se habrían dado cuenta.
Aún más importante, comparados con los europeos y los americanos, los genomas africanos son muy superiores para la investigación; nuevamente, por su antigüedad. Con el tiempo, conforme el material genético pasa de una generación a la siguiente, los SNP tienden a agruparse, lo cual facilita su detección. Por consiguiente, son más evidentes en los genomas más antiguos; en otras palabras, en los africanos. “Esto sería útil para todas las poblaciones”, asegura Tishkoff. Por ejemplo, este fenómeno de agrupamiento reveló a los genetistas un gen asociado con el colesterol LDL (el malo) y otro relacionado con la inflamación.
Los genomas africanos han enfrentado amenazas ambientales durante mucho más tiempo que cualquier otro, lo cual ha ocasionado el desarrollo de algunos rasgos sorprendentes que podrían contener pistas críticas sobre las enfermedades. Una mutación genética que nos permite sobrevivir a una amenaza, también podría dar origen a un rasgo nuevo menos dañino. Tomemos el caso de la enfermedad de células falciformes: el gen responsable de este trastorno también proporciona protección contra el paludismo. En cambio, otra mutación hace que las personas sean inmunes al parásito que causa la enfermedad del sueño, aunque también incrementa su riesgo de enfermedad renal.
Tishkoff señala que es fácil imaginar una mutación que ayudó al portador a sobrevivir alguna amenaza, y que también lo volvió susceptible de desarrollar cáncer. Aunque desapareció la amenaza —digamos, migrar de África Oriental a América del Norte—, la variante persistió. Esas mutaciones reliquia servirían para explicar cómo o por qué evolucionó el cáncer. Rotimi concuerda: “Dada la extensa variación genética de los genomas africanos, es muy probable que encontremos variantes genéticas que son importantes para el cáncer, pero que no podrán detectarse en otras poblaciones humanas”.
Y así como los genomas africanos pueden ayudarnos a recuperar nuestro pasado colectivo, también pueden salvarnos de un futuro peligroso. Algunas anormalidades genéticas influyen en la respuesta del cuerpo ante los medicamentos, un campo conocido como farmacogenómica. Por ejemplo, una variante ocasiona que las personas con VIH sean intolerantes a un medicamento antirretroviral, descubrimiento que está cambiando los regímenes terapéuticos en toda África subsahariana. Otra interfiere con tamoxifeno, fármaco utilizado en el cáncer de mama. Cuanto más diverso sea el genoma, mayor será la probabilidad de encontrar mutaciones que puedan influir en las opciones medicamentosas.
“Aumentar la investigación genómica en África beneficiará no solo a las personas de ascendencia africana, sino a todas”, afirma Tishkoff.
CORREGIR UN ERROR TÁCTICO GRAVE
Incluso antes de concluir el Proyecto Genoma Humano, Rotimi sospechaba que África había quedado fuera. En 2002, como epidemiólogo del Centro Nacional del Genoma Humano en la Universidad Howard, dirigía la rama africana de un proyecto para recolectar genomas de todo el mundo y desentrañar la magnitud de la variación genética humana. Por entonces, los científicos africanos tenían apenas una función limitada, cosa que indignaba a Rotimi.
En 2004, siendo director del Centro Genoma, se convirtió en presidente fundador de la Sociedad Africana de Genética Humana, organización formada para responder a ese problema. Durante la primera sesión del grupo, celebrada en 2006, en Etiopía, la agenda estuvo dominada por la falta de participación de África en la investigación genómica, tanto en términos de ADN como de científicos. Al año siguiente, el genetista Francis Collins —quien entonces dirigía el Proyecto Genoma Humano, y es actual director de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH)— viajó a El Cairo para asistir a la segunda reunión, donde la inconformidad comenzó a transformarse en una idea para un proyecto genómico basado en África.
Las crecientes tasas de cáncer del continente acentuaron la perentoriedad. La prevalencia de cánceres de mama, próstata y cérvix van en aumento, en parte debido a la reducción de las tasas de mortalidad por enfermedades infecciosas, y también por la adopción del estilo de vida occidental. Según cálculos actuales, para 2030, la incidencia anual de cáncer en África será de 1.27 millones de personas; pero el problema se agrava con los pacientes africanos tratados con fármacos que fueron probados en poblaciones no africanas. Por supuesto, la situación podría mejorar si se incluye el ADN africano en la investigación genética. “¿Cómo puedo explicar que una herramienta tan poderosa pasará por alto a África, exacerbando las terribles condiciones de salud en esta región del mundo?”, se preguntó Rotimi.
En 2009, un informe sobre la escasez de ADN africano en los estudios genómicos comenzó a diseminar la alarma que Rotimi había disparado hacía años. El Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano, parte de NIH, comenzó a supervisar las investigaciones para detectar la sobrerrepresentación de individuos de ascendencia europea. “Hemos hecho demasiadas investigaciones con personas de ascendencia europea inmediata”, acusa Eric Green, director del instituto, quien describe esta situación como “un error táctico grave”. Aquel mismo año, Rotimi tomó las primeras medidas para emprender un proyecto que no solo corregiría ese error, sino que transformaría a un continente de científicos.
En 2010, NIH empezó a financiar el esfuerzo de Rotimi para organizar un proyecto centrado en la genética africana. El nigeriano y sus colegas habían decidido que, si Occidente no incluía a África en sus investigaciones, ellos harían sus propios estudios. Pero, muy pronto, Rotimi comprendió que un esfuerzo africano debía hacer más que recolectar secuencias y catalogar SNP. Los escasos fondos para su investigación, aunados a la necesidad desesperada de mejorar la atención médica, volvieron prioritaria la aplicación práctica de su trabajo. A Rotimi lo perseguía el fantasma del pasado en el que se aplicaban pruebas a africanos para investigaciones sobre medicamentos, sin jamás brindarles ayuda. “Debíamos tener mucho cuidado de garantizar que el dinero resolviera problemas importantes para los africanos”, recuerda Rotimi.
Según su visión, el proyecto —que Rotimi terminó por denominar Herencia y Salud Humanas en África, o H3Africa (por su nombre en inglés)— haría mucho más que estudiar genomas africanos: sería un esfuerzo de investigación masivo encabezado por científicos africanos, localizado en instituciones africanas, y con beneficios directos para la población africana. H3Africa crearía paridad entre los investigadores del continente, Europa y América del Norte, de modo que un genetista de Nigeria podría competir por fondos con uno de Harvard y ganar. Semejante estrategia evitaría los patrones desalentadores del pasado y beneficiaría a las comunidades africanas. En pocas palabras, H3Africa no solo garantizaría que la era genómica irrumpiera con fuerza en el continente, sino evitaría que volviera a ocurrir el tipo de omisiones que caracterizaron sus primeros años como investigador.
NIH y Wellcome Trust, beneficencia privada del Reino Unido, acordaron financiar a H3Africa durante dos ciclos de cinco años. Con el primer ciclo de subsidios —76 millones de dólares—, H3Africa estableció 29 centros de investigación en todo el continente, incluidos Sudán, Sierra Leona y Ghana: países que, hasta entonces, rara vez se habían relacionado con la ciencia. Un proyecto de cáncer cérvico uterino está recolectando los genomas de 12,000 mujeres en varios países, a fin de entender mejor las mutaciones que aumentan el riesgo de que el virus del papiloma humano desencadene la enfermedad. En la Universidad del Witwatersrand, Sudáfrica, el genetista Christopher Mathew está estudiando un tipo de cáncer esofágico común en África, pero raro en América del Norte; y, por consiguiente, ignorado en las investigaciones.
“Antes era muy difícil hacer algo como esto”, asegura Mathew, “debido a la debilidad de la moneda local”. Los 10 años de subsidios suman un total de 190 millones de dólares.
No ha sido fácil cristalizar la visión de un proyecto genético sin enfrentar dilemas éticos. El uso de fondos de investigación no africanos, y la autorización de colaboradores no africanos en proyectos subsidiados de H3Africa plantea numerosos cuestionamientos. “La opinión de algunos comités éticos de África es que la colaboración internacional siempre es explotadora”, informa Jantina de Vries, bioética de la Universidad de Ciudad del Cabo. Y es que, desde hace décadas, expertos estadounidenses y europeos han ido a África para obtener lo que necesitan y luego se marchan, práctica conocida con el pertinente sobrenombre de “ciencia de helicóptero”.
Por ejemplo, hace unos diez años, un grupo internacional de genetistas tomó muestras de ADN de los miembros más ancianos de cuatro comunidades San, los cazadores—recolectores del sur de África, cuyos linajes son los más antiguos del planeta. “Aquel proyecto realmente llegó, tomó las muestras y se fue”, acusa de Vries. Los líderes San enfurecieron porque no les pidieron autorización, acción que consideraron irrespetuosa.
Al final, los científicos africanos suelen intervenir poco en el trabajo que utiliza las muestras biológicas que ayudaron a obtener. Y los pacientes africanos muchas veces no pueden costear los medicamentos desarrollados con su sangre, su saliva y sus tejidos. Esta situación hace que muchos investigadores y posibles candidatos de estudio sean recelosos de la investigación genética, pues temen que África se convierta en un continente repleto de personas como Henrietta Lacks, la paciente afroestadounidense con cáncer cérvico uterino cuya familia nunca supo que los científicos habían explotado sus células para usarlas ampliamente en investigaciones médicas.
Aun así, los colaboradores no siempre están dispuestos a renunciar a su posición como el socio superior. De Vries —quien, durante varios años, presidió el grupo de trabajo en ética para H3Africa— se enteró de que algunos científicos internacionales argüían que África no estaba equipada para hacer investigaciones genéticas complejas por su cuenta. Si bien esta perspectiva puede tener algo de cierto, también mantiene el statu quo. “Las personas y las instituciones poderosas se benefician perpetuando esa narrativa”, apunta de Vries. “A esas personas no les interesa el desarrollo sustancial de la capacidad de investigación africana”.
Rotimi intenta cambiar esa narrativa. Quiere que los científicos africanos sean independientes. Un precepto básico de H3Africa es construir la infraestructura necesaria para sustentar investigaciones tan meritorias de la atención mundial como las que producen las mejores universidades de Europa y América del Norte. A tal fin, los investigadores principales de cualquier proyecto de H3Africa deben ser africanos y, en circunstancias ideales, también sus colaboradores.
Ese requisito está creando un nuevo mundo de capacidades para investigación en todo el continente, como las poderosas computadoras sudanesas para investigación en bioinformática; un depósito en Uganda para almacenar ADN y generar una cantidad tremenda de datos sobre los SNP que protegen de la enfermedad del sueño; y el equipo de Malí que hizo trabajo de campo para documentar trastornos neurológicos hereditarios, junto con su laboratorio para identificar mutaciones genéticas que incrementan el riesgo, y para capacitar médicos que eduquen a los malienses en aspectos de genética y enfermedad. Cuando terminen los subsidios, las nuevas capacidades servirán a futuros científicos, “de manera que nadie termine como Charles Rotimi, quien quería quedarse en Nigeria y no pudo”, lamenta el científico.
Sin embargo, esos logros no mitigan todos los problemas éticos, ya que persiste el temor de la ciencia de helicóptero. H3Africa fomenta la colaboración entre países del continente, pero los que tienen capacidades de investigación menos avanzadas dudan de ayudar a las naciones más desarrolladas. Algunos científicos de las instituciones más pobres de Ghana resienten que quienes trabajan en las más ricas no reconozcan sus contribuciones cuando presentan investigaciones sobre muestras compartidas. Otros aseguran que, a veces, Nueva York envía más información sobre sus muestras que Sudáfrica. “Es el mismo problema”, señala Eric Juengst, bioético de la Universidad de Carolina del Norte. Igual que sucede con los colaboradores internacionales, la idea de enviar muestras de tejido a otro país aviva el temor de la explotación, y también el resentimiento de estar ayudando a un competidor económico.
H3Africa ha tratado de acallar esos temores permitiendo que los científicos conserven los derechos sobre sus muestras durante más tiempo. El estándar internacional de la investigación genética establece que los datos deben ser de dominio público. Pero H3Africa brinda a sus científicos 23 meses de exclusividad, a fin de que puedan estudiar y publicar sus datos sin competencia. Las publicaciones enriquecen el perfil de los científicos, quienes se vuelven más atractivos para los financiadores, lo que, a su vez, enriquece a su país. Y la protección de las muestras biológicas se extiende aún más. En 2015, de Vries y sus colegas publicaron un documento describiendo las políticas del programa, y escribieron lo siguiente: “Durante tres años, las muestras solo podrán usarse para investigaciones que fortalezcan la capacidad de investigación africana”.
Sin embargo, resguardar a los científicos de la competencia no protege, necesariamente, a los pacientes: las víctimas más afectadas en esta historia de explotación, pues fueron ellos quienes dieron sus tejidos y necesitaban mejor atención médica. Aunque las directrices éticas de la investigación genética (las cuales varían de un país a otro, y H3Africa tiene sus propios reglamentos, muy estrictos) dictan que los pacientes deben proporcionar su consentimiento informado para donar muestras, la mayor parte de los idiomas africanos no contempla palabras para términos técnicos como gen o biopsia.
Los intentos para romper la barrera del lenguaje no siempre han resultado. Por ejemplo, para explicar la herencia, un científico bien intencionado creó materiales educativos basados en el color de los ojos… en un continente de personas con ojos castaños. Y si la información es demasiado técnica, advierte Ogechukwu Ikwueme, quien dirige la investigación sobre cáncer de mama para H3Africa en la Universidad de Abuya, Nigeria, los pacientes se cierran.
Otros impedimentos para dicho consentimiento son las dinámicas de género y las jerarquías comunitarias. Estas dificultades son comunes a las investigaciones en todo el mundo, pero el problema se amplifica en África debido a la pobreza, los bajos niveles educativos, el escaso acceso a la atención médica, las barreras del lenguaje, y las restricciones culturales. Rotimi suele tener dudas sobre las mujeres que se inscriben en sus estudios. “¿Participa porque su marido se lo dijo o realmente lo hace por decisión propia?”, se cuestiona.
La trascendencia de H3Africa —para el continente y para la ciencia, en general— estriba en resolver este problema. De Vries considera que replantear África como una tierra de excelencia científica “depende de lo que se entienda por excelencia científica”. Quizá los laboratorios africanos jamás logren secuenciar el genoma en 24 horas. Ese campo de juego “nunca estará completamente nivelado”, reconoce Rotimi.
Mas la excelencia no tiene que restringirse a la destreza tecnológica. “Los investigadores africanos son mucho mejores para entender las necesidades de los pacientes y las comunidades”, asegura de Vries. Las pacientes con cáncer mamario se muestran deseosas de hablar de sus vidas y perciben el interés de Ikwueme; de lo contrario, no se sentirían cómodas participando en la investigación. Y muchas comunidades africanas tradicionales priorizan al grupo sobre la persona, lo cual significa que es necesario consultar a la comunidad acerca de —por ejemplo— la participación de un paciente en un estudio. “Si realmente quiero obtener lo mejor de estas pacientes, necesito involucrarme”, informa Ikwueme.
No existe la seguridad de que Rotimi logre el cambio que pretende. El programa ha entrado en su último ciclo de financiamiento, y sus científicos tendrán que empezar a competir por subvenciones con el resto del mundo. También requieren de apoyo gubernamental, el cual, hasta ahora, ha sido muy escaso. Rotimi pidió ayuda al Banco Mundial, y ahora hay una nueva oficina en Nairobi, Kenia, donde atienden las solicitudes de subvenciones, las cuales se someterán a la revisión paritaria de científicos africanos.
Si bien los científicos de todo el mundo están a merced de sus gobiernos, el problema es particularmente grave en África. Hasta ahora, los políticos de toda la región subsahariana se han mostrado reacios a reconocer el valor de la labor científica y siempre prometen destinar más dinero a las ciencias. Rotimi, quien tiene 61 años y considera que H3Africa es el mayor logro de su vida, es muy consciente de que la política podría sabotear todo el esfuerzo. “El mal gobierno tal vez sea el principal factor de riesgo para la salud en África”, dice.
Y también ofrece un riesgo mayor. Un estudio de 2006, que analizó si las investigaciones genómicas habían incluido más ADN africano desde 2009, reveló un incremento de apenas tres por ciento. De los 2,511 estudios de asociación del genoma completo realizados en aquel momento, solo 19 por ciento incluyó minorías. “No fue sorprendente”, comenta la autora del estudio, Stephanie Malia Fullerton, genetista de la Universidad de Washington, “aunque sí bastante impactante”. El futuro de la medicina depende de cambiar esa historia.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek