La familia. Como lugar esencial de los lazos solidarios, entró en crisis, o por lo menos en inestabilidad provocada por los tiempos que vivimos. El interés económico individual infiltró las relaciones de pareja y trastocó los valores solidarios que la sustentaban. El interés individual y la relación de cada uno de sus miembros con lo social, ganó terreno para distribuir nuevas relaciones de poder entre hombres y mujeres.
El futuro de la familia hoy, en este 2018, es incierto aún, pero sin duda el patriarcado está severamente cuestionado y no solo por la lucha de la mujeres por la igualdad, sino también porque las relaciones de interés económico y simbólico se están transformando. El patriarcado solo se sostiene en sociedades y culturas protegidas por regímenes religiosos o autoritarios, como lo siguen mostrando los Estados fundamentalistas.
La familia, regulada por relaciones de poder condicionadas a la solidaridad entre sus miembros y la aceptación del poder del hombre, está concluyendo. Sin duda que los hombres y mujeres que luchan por la igualdad, logran conservar en la vida de pareja y en la familia, un resguardo de la vida emocional y afectiva más un bienestar material solidario, pero es claro que hoy deben hacerlo en un mundo cada vez más caracterizado por el interés individual, la competencia feroz, la desigualdad y en muchos casos, la soledad afectiva.
El Estado. La notoria crisis del Estado-Nación, como entidad soberana y reguladora de conflictos sociales, de la función de redistribución solidaria de parte de la renta nacional, está dando paso a un poder de los mercados que cuestiona el sentido de la democracia y la política local. Tanto la autoridad como la legitimidad del Estado, están cuestionadas por la evidente pérdida de su carácter soberano y autónomo. Esta percepción, por parte del ciudadano más desprotegido en México —que representa a casi el cincuenta por ciento de su población total—, genera incertidumbre y sospecha sobre la delegación del pueblo en sus representantes políticos a la hora de votar. ¿Para qué elegir si no serán ellos (la gente), el poder que gobierna?
La pasión política. Tristemente tiende a diluirse en los juegos del interés económico y simbólico y arrasa con los criterios de la representación. La democracia es cada vez más enunciativa y formal, se sabe que solo regula unas pocas relaciones entre los ciudadanos.
Los políticos se vuelcan cada día más al interés personal, el valor de su representación parece girar hacia su profesionalización, los partidos se convierten en corporaciones de profesionales de la política. Nuevas relaciones de interés se anudan entre los políticos y las empresas económicas, la “tasa de ganancia”, en la mayoría de políticos de hoy, es personal, no solidaria y tiene un nombre: CORRUPCIÓN. Todos sentimos que el poder real en la sociedad no está en juego, aún cuando sean muchos los que aceptan la mentira como consuelo. Es precisamente en este punto, donde uno se pregunta: ¿Quién fija entonces los principios de la acción política? La nueva dinámica global en la materia se centra este año en la elecciones generales y las campañas —sin el ridículo prefijo ‘pre’—, en las cuales se trata de manipular símbolos e imágenes con poco apoyo discursivo y ausencia de argumentación, con frases cortas, consignas breves y ambiguas acompañadas de alguna imagen que trata de personalizar algún liderazgo, impuesto por algunos medios de comunicación, sin movilización ideológica, sin sujeto social visible y sin control de partido.
Recordemos que estos tres rasgos; programa, líder y partido, eran lo esencial de la política tradicional sustentada en la representación.
Ahora bien, en tiempos convulsos como los que vivimos, con unos vecinos del norte cuya cabeza de familia parece no dejar de atacarnos —con razón y sin razón la mayoría de las veces—, en el marco de un régimen democrático, la pasión por ‘la cosa pública’, de ninguna manera se expresa solo cumpliendo con el rito de las elecciones. La pasión por la política, en el ciudadano común, exige implicarse de lleno en la vida pública, no necesariamente a través de la acción partidaria, sino del compromiso activo con el funcionamiento adecuado del sistema democrático. Esto quiere decir que practicar la pasión por la política no significa recordar que ella existe solo en momentos críticos. Se trata, como bien lo sabían los griegos, de cumplir con las obligaciones de todo ciudadano: estar alertas, vigilar los movimientos de los representantes, informarse, pagar sus impuestos, exigir que se cumplan las leyes. En el ciudadano que cumpla funciones de dirigente, la pasión deberá ser entendida como servicio a la comunidad y su beneficio personal, será el placer que se desprenda del cumplimiento de su vocación política. La ambición, el enriquecimiento ilícito, la traición a los ideales, no son ni fueron nunca una característica de la pasión sino su oscuro aspecto patológico.
Es necesario insistir, a la manera aristotélica, en que la desviación no pasa solo por el exceso sino también por la carencia. En cualquier actividad de un ser humano, si detectáramos en él una actitud de abulia crónica, abandono melancólico o indiferencia suicida, no dudaríamos en afirmar que está pasando por una situación de perturbación psíquica. Sin embargo, en el ámbito de la política, nos parece normal que el ciudadano ‘de a pie’, no se ocupe del estado de su comunidad. Recién cuando los servicios son malos e inservibles, el sistema estalla, ahí sí y en el mejor de los casos, vemos que se despierta en algunos, el interés y la pasión por las cuestiones públicas.
Responsables del colapso del sistema serán no solo la venalidad e incapacidad de los dirigentes —que traicionaron su pasión política transformándola en una adicción al poder—, sino también la falta de pasión por defender sus intereses, del conjunto de la sociedad, porque si en tiempos de relativa calma se practica la ideología que “la política es cosas de políticos” y que “lo bueno es no meterse” para mantener las manos limpias, entonces, la consecuencia lógica será que, una vez más, un grupo reducido de personas se apropie del poder y resuelva a su antojo. Si lo que va diciendo la reacción de las personas no es el malestar o bienestar de toda la comunidad, sino solo el hecho de que sus intereses hayan sido afectados, entonces será que la preocupación por la cosa pública está mal entendida.