No torturar, no discriminar, no aplicar tratos denigrantes o inhumanos, ofrecer instalaciones adecuadas y suficientes, las Reglas Nelson Mandela para el tratamiento de los reclusos emitidas por Naciones Unidas se avistan como la panacea para una readaptación real y, desde 2016, México está obligado a cumplirlas. Sin embargo, los tratos crueles, la corrupción, no han cambiado en el interior de las prisiones.
A MÍ ME DETUVIERON por el robo de un auto. Ya sabes, la tira siempre agarra pagador, yo no lo fui, pero por andar con los brothers locos, me apañaron. Fue en diciembre, hacía un chingo de frío y la neta lo que más temía ese día de llegar a cana, era el pinche frío.
Ya conocía a varios encanados. En la cárcel había gente del barrio que tenían ya tiempo encerrados, así que a donde me mandaran —al Norte, al Oriente o al Sur— había banda y la banda siempre va adelante, uno ya se la sabe. Cuando mi licenciado me dijo que me trasladarían al Norte, la neta ni me preocupé, acá estaban varios conocidos y seguramente no habría pedo. Pero uno nunca imagina de qué se va a tratar.
Me trajeron en la noche, dos custodios vestidos de negro abrieron el portón del infierno. Al ver a esos monos, y estando todo en silencio, era como si me fueran a meter en una tumba, y sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar, como que me asfixiaba. Yo nunca he sido collón, pero la neta sí sentí mucho miedo, porque me di cuenta de que ya estaba en la grande, y aunque suene fácil, uno nunca se lo piensa hasta que lo vives en carne propia.
Cuando los judiciales que me entregaron a los monos se dieron vuelta y yo pasé la línea de la entrada, los monos se me dejaron venir con patadones y madrazos por delante, serían unos minutos, pero en la putiza se me hizo eternidad; después de madrearme me robaron mis tenis, me bolsearon todo para sacarme algunos billetes, la playera y por poco los calzones, pero creo no les gustaron; luego otros dos monos me levantaron y me arrastraron hasta que pude levantarme yo solo.
Esos custodios más parecían gerentes de un hotel de Polanco porque, mientras caminábamos por el pasillo que conocemos como el Kilómetro, que es largo y todo oscuro, en lugar de leerme la cartilla, me ofrecieron distintos paquetes para una cana más relax; claro, todo con su costo, porque aquí todo tiene tarifa. Cuando me decían las tarifas yo solo pensaba en que no tendría varo para poder tener mi visita, un lugar para dormir, un plato para comer o entrar y salir al patio, ya que todo aquí tiene precio.
No sé si usted conozca esas cantinas culeras donde huele a miados; o los baños públicos que hieden desde metros antes de llegar; pues así, más o menos, huele el área de ingreso: a mierda y vómito. Al ir caminando, creo que los monos se dieron cuenta de los gestos que hacía por el olor y empezaron a decirme que adentro estaba peor y que de mí y del varo que tuviera dependía que no la pasara tan mal, y me preguntaban que si tenía familia y quién respondía por mí.
Tristemente descubrí que no me habían mentido, hasta se habían quedado cortos, adentro estaba peor. Ve, manita, aquí todo es porquería, aquí vivimos y nos tratan como animales, por eso la banda se enchocha, yo no, pero yo entiendo que prefieran vivir pasados.
Acá cada zona tiene un precio, ninguna se escapa. Si vienes por poco tiempo te venden el colocarte en una estancia. Si vienes por varios años te venden la estancia completa. El precio de la celda es según el tiempo que vivirás en ella, entre menos tiempo más caro, pero también según quién eres, por qué delito estás y, sobre todo, quién te apadrina. Las áreas más caras son Ingreso: es como el lobby del infierno, donde hasta moverte en esa hediondez cuesta.
De entrada debes entender las reglas para mantenerte en cana, tomar algunos consejos como sagrados y nunca olvidarlos, como pasar la lista y dar la llave (dinero) para abrir y cerrar puertas, patios, dormitorios. Diario, cuando pasan lista con tu nombre, entregas tus cinco pesos, es de rigor: aquí no puedes vivir sin tener por lo menos lo de la lista —es un acto sagrado que si no cumples te puede costar o madriza o días de castigo en el apando o el Castillo de Greiscol.
En las celdas en Ingreso, según el sapo es la pedrada. Depende el tipo de delito significa también si eres pobre, aquí decimos erizo; o eres un pudiente, o depende de los padrinos que tengas.
Una celda en Ingreso puede costar entre 5,000 y 100,000 pesos, según los días que la ocupas y es por los primeros tres meses del proceso. La tarifa más alta te incluye seguridad o protección para que nadie te extorsione —aquí decimos te cobre renta— y baño privado, visita a tu estancia, acceso y crédito en la tienda; paseo por el patio y por otras áreas, como el COC (Centro de Observación y Clasificación), dormitorios, módulos, comedores y servicio médico… Piense, ¿quién la puede pagar?
Esos son los costos de los payos, los pudientes que pueden, pero los pobres no nos salvamos, porque debemos pagar la lista, también para salir de la celda a recibir a la visita, de 10 a 100 pesos, pasar la comida, otros 50; ir a locutorios para hablar con los abogados, de 20 a 50 pesos. Pueden parecer precios baratos, pero imagínelos diario y si lo multiplicamos por todos los que somos acá, entonces uno se da cuenta del negocio.
En el COC los precios son más caros porque también es zona muy conflictiva: las celdas son más chiquitas que en Ingreso —pero allí también se venden las estancias y también pueden costar hasta 100,000 pesos porque es un lugar intermedio antes de llegar a Dormitorios.
Ya en Dormitorios cambian los precios, son más variados porque estás más expuesto a todo, por eso algunos pagan vigilancia personal. Y es aquí donde los más duros corregendos (reincidentes) tienen empleo porque se les paga entre 2,000 y 6,000 pesos mensuales por dar la vida por su patrón; aparte de su paga está la comida diaria y el costo de la sagrada lista.
Acá vivimos todos apretados porque somos muchos y a veces te toca dormir de 10, 20, 30 hasta 40 en celda; a unos les toca piso, otros sentados, otros amarrados de a gallo (colgado de los barrotes como gallo).
Pienso que los monos quieren que haya todos los días más gente para poder ganar más porque de todo lo que se paga una parte va para ellos. Creo que es algo que deja muchos papeles (dinero). Acá muchos ganan y solo nos ven como dinero.
Ir al servicio médico también cuesta, si pides que te lleven porque te sientes mal debes darles una propina que no baja de los 20 pesos.
La lista es sagrada, y si no se tiene se paga con las nalgas o con la cara: los custodios, cuando uno no paga, por cada pase de lista te dan garrotazos en las nalgas o golpes en la cara, que le decimos bombones: inflamos el cachete con aire y el custodio te suelta un golpe hasta que, de la boca, sale un eco como de cuete tronado.
El otro castigo es enviarte al llamado Castillo de Greiscol, celdas donde meten hasta 60 (internos) de todos los dormitorios que no pagan lista. A esa van a dar todos los que no tienen ni siquiera esos 5 pesos para que no te castiguen. Imagínese quiénes son: indigentes, los muy adictos, los violadores, a quienes nadie quiera acá adentro ni afuera por eso nadie les trae dinero.
¿Reglas Nelson Mandela? Ni idea, aquí la regla es la de Reno, la de siempre. Ya te la sabes.
EL MODELO PENITENCIARIO
El hombre que habla en las líneas previas se llama Víctor Hugo y está preso en el “Reno”: el Reclusorio Norte de la Ciudad de México. Lo visitamos el pasado 28 de abril, un día de visita familiar, cuando los patios y pasillos están repletos de puestos: mesitas, huacales o tarimas instalados por los presos para vender pan, dulces, refrescos, hamburguesas o algunos objetos de aseo.
El sábado transcurre entre sonido de música, muchos presos se autoemplean como estafetas (corren entre pasillos y dormitorios gritando el nombre del interno que recibe visita); niñeros (cuidan a los hijos de los padres que buscan un encuentro conyugal u optan por bailar al son de ritmos pegajosos); meseros (en las cafeterías del penal) y animadores (cantan con instrumentos improvisados o pintados de payasos).
También hay altares llenos de flores y veladoras encendidas donde los presos honran a San Judas Tadeo; lo mismo internos que familiares organizan rezos y recolectan la cooperación para la misa. Como cada 28 de mes, aprovechan para pedir a su santo que materialice lo imposible.
Víctor Hugo se pondrá muy contento porque este sábado su hermana lo sorprenderá con su comida favorita: pechugas de pollo empanizadas y ensalada rusa. Es con ella con quien ingresaremos al penal, tras hacer el pago correspondiente.
Se requiere paciencia para entrar al Reno. Nosotras tuvimos que esperar tres horas. Y es que, a diferencia de las cárceles para mujeres, las de varones reciben siempre enorme afluencia de visitas. Tras el registro y la revisión de alimentos, se debe pasar de una aduana a otra; sujetarse al escrutinio visual y dactilar de custodios y custodias: auscultan ropa, calzado y el más mínimo artículo que uno porta.
En los reclusorios, los martes, jueves, sábados y domingos los patios y comedores son un ir y venir de varones que van enfundados en ropa beige o blanca, mientras que los custodios visten de color negro y las visitas portan ropa colorida. Entre es vasto mar de gente, se hace obligado contratar los servicios de un estafeta que, a cambio de esos 5 pesos, dará garantía de ubicar al preso que visitas.
Víctor Hugo me cuenta parte de su historia sentado frente a una mesa cuadrada por la que pagamos 20 pesos de alquiler. Bebe una coca cola que se comprada dentro del Reno —este es un producto de ingreso prohibido pero acá dentro todo se consigue bajo el precio correspondiente. Se venden platos, vasos, cucharas; se alquilan mesas y sillas; se cobra el ingreso de comida, frutas fermentadas para que los internos elaboren licores; se comercia abiertamente con productos legales e ilegales: dulces, frituras, micheladas, alcohol, churro, mona, perico, piedra.
Aunque Víctor Hugo fue imputado por robo de auto, aún no recibe una sentencia definitiva. Su tiempo en prisión es incierto y, al respecto, él parece estar resignado.
En prisión no trabaja ni está inscrito en taller alguno. Depende del dinero que le pasa su familia. Víctor Hugo forma parte de la población de 208,000 internos que se distribuyen en las 338 prisiones que —de acuerdo con su jurisdicción federal, estatal y municipal— conforman el sistema penitenciario mexicano.
De estas prisiones, con excepción de los Centros Federales de Readaptación Social (los llamados Ceferesos, que tienen capacidad para 35,000 internos y actualmente ya albergan a 19,000), muchas aún enfrentan problemas graves de hacinamiento. Y más aún la situación de vida y las actividades de los internos no las determina un programa de readaptación sino la cantidad de dinero que sus familias consiguen pagar.
Desde el año 2016, la realidad de las prisiones mexicanas debería ser otra.
En cada cárcel de México deberían estarse aplicando las Reglas Mínimas Nelson Mandela para el Tratamiento de los Reclusos. Las mismas fueron decretadas como “estándares mínimos” por la Organización de las Naciones Unidas y el Estado mexicano que, al igual que el resto de los países miembros de este convenio, se comprometió a cumplirlos.
Se trata del modelo considerado integral para el tratamiento de personas privadas de la libertad con miras a su readaptación social real que, en un conjunto de 122 reglas, con su nombre honran a Nelson Mandela, Madiba, el prisionero más famoso del mundo en el siglo XX, quien se sobrepuso el maltrato que recibió durante 27 años entre paredes y rejas de las celdas de máxima seguridad de Roben Island y Pollsmoor en Sudáfrica e ideológicamente derrumbó el apartheid al dedicar su vida a la defensa de los derechos humanos. A partir de que fueron aprobados por la Asamblea General de Naciones Unidas, cada país miembro tiene la obligación de cumplir esos estándares.
Cada país tiene realidades diversas. Las prisiones de Finlandia, por ejemplo, carecen de rejas y guardias armados; Estados Unidos encabeza la mayor población penitenciaria del mundo con sus 2 millones de prisioneros; México se ubica en el lugar diez por su número de presos, esto según cifras del World Prision Brief (WPB) que elabora el Instituto de Investigación de Política Criminal (ICPR, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Londres.
No obstante las diferencias, cada país se ha comprometido a adoptar las reglas Mandela. En palabras de Anton Camen, jefe Adjunto de la Delegación Regional del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para México, América Central y Cuba, “los centros de reclusión no pueden ser los mismos desde Johannesburgo hasta Finlandia, pasando por Cuernavaca. Deben tomar en cuenta el entorno local, cultural y la realidad técnica de cada uno de sus países para cumplir con los objetivos de rehabilitación de las personas privadas de la libertad”.
Con su larga tradición de defensa de los derechos humanos en todo el mundo, el CICR conciencia a los gobiernos sobre la importancia de que los países apliquen correctamente tales estándares, considerados el modelo penitenciario del siglo XXI.
Amnistía Internacional considera que si las reglas Mandela se aplican plenamente, “contribuirán a que el encarcelamiento deje de ser un tiempo desperdiciado de sufrimiento y humillación para convertirse en una etapa de desarrollo personal que conduzca a la puesta en libertad, en beneficio de la sociedad en su conjunto”.
Pero la realidad de las cárceles mexicanas está muy alejada aún del modelo a seguir. “La vida en las prisiones aún es infrahumana. El primer obstáculo es que no se tienen ni siquiera las condiciones mínimas para respetar la dignidad de los internos ni en cuestiones básicas como alimentos, medicinas, infraestructura, en nada. Así que tenemos en las cárceles condiciones de vida degradantes, infrahumanas, despersonalizantes, condiciones verdaderamente graves que nada tienen que ver con las Reglas Mandela”, dice a Newsweek en Español la antropóloga y psicoanalista Elena Azaola Garrido, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas).
La aplicación de las Reglas Mandela es el principal reto que enfrenta el sistema penitenciario mexicano en todos sus niveles, considera, por su parte, Rogelio Miguel Figueroa. El comisionado del Órgano Administrativo Desconcentrado Prevención y Readaptación Social (OADPRS) explica: “La preocupación es que nosotros podamos homologar todo ese trabajo del sistema penitenciario incluyendo las Reglas Nelson Mandela que son muy importantes. Ese proceso necesario de la adaptación de las nuevas reglas implica un gran reto desde el ámbito federal y también desde los ámbitos locales, municipales, para que todo pueda ser un sistema adecuado penitenciario”.
Se trata sin duda de una tarea titánica, porque las 122 Reglas Mínimas Nelson Mandela obligan a los Estados a un contar con un sistema penitenciario que trate con dignidad a los reclusos evitando prácticas de tortura, tratos crueles, inhumanos o degradantes, que no discrimine y que, en particular, ofrezca espacios adecuados para que su tiempo de reclusión se traduzca en una reinserción futura —el talón de Aquiles de las cárceles mexicanas.
Al respecto, el funcionario adscrito a la Comisión Nacional de Seguridad (CNS) reconoce que, mientras no se trabaje la reinserción social, el sistema está incompleto. “Hay una parte crucial que ha sido un parte aguas en el sistema penitenciario mexicano: las reformas en el nuevo sistema penal nos abrieron toda la posibilidad para que nuestro sistema penitenciario pueda conectarse necesariamente en ese sistema. El nuevo sistema de justicia penal debe tener necesariamente una nueva conexión que cierre, porque la prevención del delito está precisamente en el cierre último que es la reinserción social; si nosotros no trabajamos en un tema de reinserción social efectivo, estamos dejando un cabo suelto”.
La reinserción, dice, no atañe solo al sistema penitenciario, sino a otros ámbitos como el educativo, el de salud, el laboral, y “precisamente otras instancias de gobierno son corresponsables también de ese trabajo de reinserción social. La preocupación es que nosotros podamos homologar todo el sistema penitenciario en todos los niveles, incluyendo las Reglas Nelson Mandela”.
INFRAESTRUCTURA, DETERMINANTE
Las Reglas Mandela establecen como criterios mínimos que, cuando los dormitorios sean celdas o cuartos individuales, las ocupe un solo recluso, y cuando se utilicen dormitorios colectivos, estos los habiten reclusos que hayan sido cuidadosamente seleccionados y reconocidos como aptos para relacionarse entre sí. También, que cada área, especialmente los dormitorios, cuenten con todas las normas de higiene.
En las cárceles mexicanas, según cifras oficiales registradas por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en su Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (Enpol), solo 3.2 por ciento yace en celdas individuales, lo que significa que solo ese porcentaje estaría en los espacios apropiados. En tanto que el 50.5 por ciento comparte su celda con una y hasta cinco personas; el 21.4 por ciento, con seis a diez; el 11.3 por ciento, con 11 y hasta 15 personas, y el 12.9 por ciento, con más de 15, y ese más puede incrementarse hasta 40, en un espacio diseñado para dos.
En el caso de celdas de castigo, se ingresa a decenas de internos de todo perfil, lo cual ha sido observado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) a autoridades de reclusorios de distinta jurisdicción.
En cuanto a la infraestructura y condiciones físicas —que los expertos consideran básicas para el cumplimiento de las Reglas Mandela—, el país tiene grandes desafíos. Según cifras de la CNS, 157 de los penales tienen sobrepoblación. En algunos la situación es muy crítica, por ejemplo, el INEGI cifra la sobrepoblación de las cárceles de Michoacán, Nayarit y el Estado de México en 313, 240 y 188 por ciento, respectivamente.
Sin las condiciones físicas apropiadas, las reglas son letra muerta. Alexander Londoño, experto en infraestructura penitenciaria del CICR, explica que esta es determinante para el tratamiento del interno y que en ella se debe ponderar el respeto a la dignidad humana porque, además, “una buena planificación, un buen diseño de infraestructura penitenciaria va a permitir que los gobiernos optimicen sus recursos”.
A las prisiones se les destina un gasto público que, según cifras del Congreso, es de 4.6 millones de pesos por día a los centros federales, y de 32.4 millones a los estatales. No obstante, en la vida real de los presos ni la sobrevivencia alimentaria está garantizada. Por ejemplo, los alimentos a muchos se los ingresan familiares, al igual que objetos personales que supuestamente debería proveerles la institución. En tanto, su día transcurre en buscar el dinero para pagar las cuotas impuestas o para comprarse privilegios, lo que genera un círculo vicioso.
Aplicarlas las reglas no es solo cuestión de presupuesto, “se requiere la voluntad de todo el gobierno, que las distintas áreas trabajen de manera coordinada y, muy importante, que se combata la corrupción”, dice a Newsweek en Español Marlene Chinchilla, funcionaria del área penitenciaria del Ministerio de Justicia y Paz de Costa Rica, país que en la región presenta los mayores avances en el uso de las Reglas Mandela.
REINSERCIÓN vs. REALIDAD
Un punto medular de las Reglas Mandela se refiere al modelo de atención ocupacional para la readaptación y reducir la reincidencia. En México, las cifras de la Enpol registran que 25.9 por ciento de los internos enfrentó algún proceso penal anterior al que determinó su reclusión; es decir, fueron reincidentes, y de estos, 44.7 por ciento pasó mas de dos años en libertad para volver a ser recluida.
El comisionado Rogelio Figueroa opina que este es un punto en el que el sistema penitenciario debe trabajar conjuntamente y con mayor énfasis: “Debemos necesariamente cerrar ese círculo, que se inicia en el trabajo de la prevención”.
Las Reglas Mandela ponderan las ocupaciones como parte del tratamiento de los internos para su reinserción. Figueroa cita el caso del penal Islas Marías como un centro donde los internos tienen posibilidades de empleo, y dice que en otros Ceferesos se están abriendo mas opciones. Sin embargo, en el universo del sistema penitenciario mexicano esto aún resulta insuficiente.
En muchos reclusorios el único “trabajo” obligado es la fajina: limpieza de baños, pasillos y espacios comunes. Evitarlo en sitios como el Reno tiene un costo de 2,000 pesos mensuales. Si no se paga, se cumple mínimo los primeros tres meses de encierro. La fajina comienza a las siete de la mañana y termina a las diez, tiempo durante el cual los internos son blanco de golpes, insultos, amenazas y acoso con que se les presiona para que accedan a pagar para librar tal labor.
Para obtener ingresos, algunos reclusos se emplean como cocineros, afanadores, mandaderos e incluso golpeadores. A quienes tienen ese tipo de “empleos”, los custodios les incrementan el pase de “lista” (10 y hasta 20 pesos); ello porque saben que hay un patrón que les paga, y la tarifa depende del dormitorio en el que trabajen, si es de “narcos” o algunos otros “pudientes”, pagan más.
La vendimia de comida y otros productos es otra forma de autoempleo, pero no todos pueden hacerlo, requieren muchas autorizaciones y son cotos de negocio. Por ejemplo, el alquiler de “cabañas” los días de visita —cobijas amarradas con palos y lazos que recubren un colchón que funcionan como espacio íntimo para los internos y su pareja— tiene un costo de entre 30 y 100 pesos, según su tamaño y ubicación.
Frente a esa circunstancia, el reclutamiento en tareas criminales que se desarrollan abiertamente en el interior de los penales son actividades económicamente más redituables para los internos.
Al igual que el hacinamiento, las carencias, necesidades, el buscar suplir lo que oficialmente el sistema penitenciario debía ofrecer legalmente, genera una economía ilegal que muchos resuelven involucrándose en actividades criminales.
“El enorme potencial económico que tienen las organizaciones criminales es otro gran desafío y es algo que tenemos que combatir desde todos los sectores, sobre todo porque la criminalidad ha tomado una nueva dinámica”, explica Alejandro Marambio, experto en gestión y sistemas penitenciarios del CICR, tanto en Argentina, (donde dirigió el Servicio Penitenciario Federal) como en España, Colombia y, actualmente, México.
En la nueva dinámica que la criminalidad ha adquirido en prisiones, los expertos señalan que el caso mexicano rompe paradigmas. En el estudio ¿Quién controla las prisiones mexicanas?, elaborado para el Colectivo de Análisis para la Seguridad con Democracia (Casede), las investigadoras Elena Azaola y Maïsa Hubert señalan que 65 por ciento de las cárceles están en poder de los grupos delictivos.
Es por ello que desde las prisiones se concreten y diversifican múltiples actos criminales. En enero pasado Newsweek en Español publicó un reportaje sobre el robo de identidad, un delito creciente en México. Miguel Reyes, perito en identificación acústica del área de servicios periciales de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, reveló que muchas de las llamadas mediante las cuales los criminales sustraen información a tarjetahabientes y usuarios de servicios financieros para el robo de identidad, así como la extorsión, las realizan desde los reclusorios y quienes comentes estos delitos forman parte de las organizaciones criminales que operan coordinadamente dentro y fuera de las cárceles.
CORRUPCIÓN, LASTRE ETERNO
El factor corrupción es incompatible en la aplicación de las Reglas Mandela. En entrevista con Newsweek en Español, Alejandro Marambio explica:
“La corrupción es uno de los grandes problemas, porque al sistema penitenciario se le deja aislado, es decir, no se le dan los recursos suficientes y empiezan las inventivas y esas inventivas a veces son realmente funcionarios penitenciaros con muy buena predisposición, tratando de encontrar una buena solución, pero que empiezan a utilizar el espacio para generar un beneficio personal. Por eso estas Reglas Mandela también se refieren a que el trabajo penitenciario es un trabajo muy difícil, que demanda mucho sacrificio y que demanda personal muy preparado en seguridad y reinserción social, y que ese personal debe ser bien pagado, con una formación sólida en la que se trabaje sobre valores, porque eso va reduciendo los nichos de corrupción”.
En las cárceles mexicanas las extorsiones a los internos las cobran custodios y personal penitenciario. Los datos oficiales del INEGI exponen ello como una práctica cotidiana: la Enpol registra que 39.3 por ciento de los encuestados se dijeron víctimas de actos de corrupción en las etapas relacionadas con el arresto, proceso penal y reclusión. Por cada 1,000 internos, 108 fueron víctimas de corrupción en el interior de los centros penitenciarios, en promedio. En los centros estatales y municipales la proporción se eleva a 119.
La corrupción se genera en dos vías: por la imposición de cuotas a internos por parte de custodios y personal penitenciario, y por parte de los propios internos para buscar privilegios, como exentar el pase de lista, acto al que recurrió 66.4 por ciento de los reclusos. O hasta para contar con aparatos eléctricos que se supone están prohibidos (50.2); tener acceso a un teléfono (30.4); tener dispositivos electrónicos de comunicación (26 por ciento). Pero también para obtener servicios básicos que se supone debería brindar un penal: 35.1, por ciento, para tener agua potable; 28.7, recibir comida; 26.4, tener una cama, colchoneta o cobijas; 28.9, para acceder a servicios médicos, psicológicos o escolares; 22.8, para usar baño, mingitorios o regaderas; 37.3 por ciento de los internos paga por salir al patio de visitas; 26, para ir a juzgados; 23.2, para acceder a la visita conyugal; 22.9, para ir a locutorios; 17, para recibir protección; 14.8, para participar en algún taller.
El 87.4 por ciento de los pagos ilegales para obtener un servicio, bien, beneficio o permiso en el interior del reclusorio se pagó a los custodios; 36.1, a otros internos; 7.8, a personal técnico penitenciario; el 6.4, a médicos; 6.3, a personal administrativo.
La mayoría (94.2 por ciento) no denuncia estos actos de corrupción por temor a represalias, por considerar que la corrupción es una práctica común, o por considerar inútil la denuncia.
LOS EFECTOS TRAS PRISIÓN
La no implementación de las Reglas Mandela afecta no solamente a la población penitenciaria, sino a la sociedad en su conjunto. Así lo destaca la antropóloga Elena Azaola: “La mayoría de la población está en contra de los derechos de las personas privadas de la libertad y eso también es un obstáculo para que no se comprenda qué tan necesaria es la aplicación de las Reglas Mandela, porque tampoco se hace conciencia de que esa población que es maltratada, sometida a vivir en condiciones infrahumanas, cuando está fuera repite los abusos de los que fue objeto, y eso impacta directamente a los ciudadanos”.
Azaola dice que la aplicación depende también del compromiso real de las autoridades que “por un lado, aplaudieron las Reglas, pero no las llevaron a la práctica”.
El primer paso, apunta, “es hacer conciencia de la importancia que tiene respetar los derechos de los internos e invertir en las prisiones. A veces discurso y realidad corren por dos vías paralelas: y aquí en el discurso se dice mucho, pero la ley queda en papel y la realidad va por un lado absolutamente distinto. Se debe llevar (a las prisiones) alimentación, salud, educación, actividades, un buen personal profesionalizado y bien tratado, porque la importancia de estas reglas es que ponderan un modelo integral, y si se aplica tendrá un efecto positivo para la sociedad, para que cuando salgan (los presos) no reviertan todo ese maltrato”.
Alejandro Marambio del CICR coincide con tal planteamiento: “Lo que plantean las Reglas Mandela son infraestructuras humanas. Porque mantener esa condición de humanidad es la que nos va a permitir tener cierta oportunidad de reinserción social. En una estructura deshumanizante que daña a la persona privada de la libertad, lo más probable es que una vez puesta en libertad a su vez provoque mas daño a la sociedad”.
ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Para algunos países de la región, con la aplicación de esos estándares se busca dar un giro a las condiciones mortíferas de sus prisiones. En Honduras, por ejemplo, se intenta evitar tragedias como las de El Porvenir y San Pedro Sula.
Aún se recuerda el escenario de zapatos botados, cobijas ensangrentadas, cuerpos desperdigados, celdas incendiadas, disparos cruzados, un saldo de 69 muertos: algunos decapitados, otros desangrados por arma de fuego y la mayoría carbonizados por las llamas que abrasaron las celdas; más otros 30 heridos. En esto acabó el amotinamiento y batalla campal entre la Mara Salvatrucha MS y Barrio 18, pandillas antagónicas que, en el penal El Porvenir, en la costa Atlántica de Honduras, cohabitaban sobrehacinadas.
La de aquella primavera de 2003 fue solo una de las tragedias que la sobrepoblación y ausencia de protocolos apropiados dejó en un penal de Honduras. En mayo siguiente, en el penal de San Pedro Sula, también sobrepoblado, un corto circuito provocó un incendio que dejó 104 reos muertos, atrapados entre las celdas llameantes que no se abrieron sino hasta tres horas después de que comenzó el incendio.
Hoy las autoridades se están apoyando en las Reglas Mandela para dar un giro a su sistema penitenciario, asegura a Newsweek en Español la directora del instituto Nacional Penitenciario de Honduras, Rosa Gudiel Ardón.
—¿Qué tan importante es para un país aplicar las Reglas Mandela? —se le pregunta a la costarricense Marlen Chinchilla.
Para responder, parafrasea a Nelson Mandela: “Se dice que no se conoce un país realmente hasta que se está en sus cárceles. No se debe juzgar a una nación por cómo trata a sus ciudadanos más destacados, sino a sus presos”.