¿Qué motivó al analista militar Daniel Ellsberg a arriesgar pasar el resto de su vida en prisión al filtrar los Papeles del Pentágono [Pentagon Papers], una historia ultrasecreta del Departamento de Defensa que detallaba los embustes estadounidenses sobre Vietnam? En la cinta The Post —candidata a la mejor película en los Premios de la Academia—, el desencanto de Ellsberg con la guerra explota cuando, en 1966, regresa de Vietnam con el secretario de Defensa, Robert McNamara. Charlando con Ellsberg en el avión, McNamara coincidió, en privado, que la guerra había llegado a un impasse sangriento, aunque luego dijo a la prensa que EE. UU. estaba obteniendo logros. Transcurrieron otros tres años para que Ellsberg tomara una decisión trascendental; y no fue la mentira de McNamara lo que le atormentaba hasta volverse intolerable. Se trataba de algo completamente distinto. En 1969, una unidad de Boinas Verdes comenzó a sospechar que uno de sus agentes vietnamitas más importantes, un hombre llamado Thai Khac Chuyen, trabajaba en secreto para los comunistas. Tras intentos fallidos para lograr obtener una confesión, y pese a los varios días de interrogatorio drogándolo con el “suero de la verdad”, tres soldados lo metieron en un bote, lo amarraron con cadenas al rin de una llanta, le dispararon en la cabeza y lo tiraron al agua. A la larga, la denominada “termination with extreme prejudice” [asesinato de extrema hostilidad] se filtró cuando la esposa de Chuyen empezó a indagar sobre su paradero en la embajada de Estados Unidos. Siete Boinas Verdes —incluido su gallardo comandante, el coronel Robert Rheault— fueron arrestados bajo los cargos de homicidio y encubrimiento. Pronto se supo que los acusados iban a presentar pruebas de que la CIA había autorizado el asesinato. Y a medida de que el caso se encaminaba a un juicio, el asunto estalló en una controversia de escala nacional. Pero entonces, repentinamente, el Ejército desechó todos los cargos.
La resolución del caso perturbó a Ellsberg profundamente, pues percibió el incidente como una metáfora de todos los embustes y los encubrimientos de la Guerra de Vietnam. Este asunto no se menciona en The Post, pero en mi libro de 1992, A Murder in Wartime, describo lo que terminó por precipitar la decisión de Ellsberg aquel 30 de septiembre de 1969. Lo que se presenta a continuación es un extracto editado de dichos acontecimientos.
ESTADOUNIDENSE INDISCRETO
Daniel Ellsberg yacía en cama, leyendo un artículo sobre el caso de los Boinas Verdes en Los Angeles Times. Por su ventana podían verse las azules aguas del Pacífico volcándose en las arenas blancas de Malibú. Conforme leía, bebiendo el café de la mañana, empezó a pensar en lo difícil que sería renunciar a todo eso.
Un intelectual esbelto e intenso, con penetrantes ojos azules, Ellsberg era uno de los contados estadounidenses realmente expertos en el tema de Vietnam. A principios de la década de 1960, viajó a Saigón varias veces como funcionario del Departamento de Estado; y estudió contrainsurgencia bajo la tutela de Edward Lansdale, el legendario coronel de la Fuerza Aérea y operativo de la CIA convertido en personaje de ficción en la novela The Quiet American, de Graham Greene. Exinfante de Marina, Ellsberg solía incursionar por su cuenta en las aldeas para investigar. Y pese a sus dudas crecientes sobre la guerra, escribió la doctrina de pacificación para la embajada de Estados Unidos. La cual, para su horror, unos años después sirvió de fundamento al Programa Phoenix estadounidense, que perseguía a los presuntos agentes comunistas para asesinarlos.
En 1964, mientras trabajaba para el Departamento de Defensa, Ellsberg también se hizo experto en la dinámica de la fuerza y las negociaciones. Concluyó que las amenazas de escalar el conflicto nunca funcionaba con los norvietnamitas y, por el contrario, obligaban a Estados Unidos a adentrarse en un pantano cada vez más profundo para mantener su credibilidad.
El escepticismo de Ellsberg en cuanto a una solución para la guerra aumentaba con cada nueva brigada y cada nuevo escuadrón que se enviaba a Vietnam. En 1965, se encontraba por casualidad en Saigón cuando Henry Kissinger fue de visita, y solicitó que la embajada le proporcionara un informe no oficial de Vietnam a cargo de los expertos residentes. Ellsberg dijo al profesor de Harvard (y futuro gurú en política exterior de la presidencia de Nixon) que, en varias ocasiones, oficiales militares prominentes habían engañado a McNamara, quien era el secretario de Defensa de Lyndon Johnson. “Hable con los jóvenes del frente”, instó a Kissinger. “Vaya a la embajada sin escolta. Hable con los tenientes y los capitanes. Hable con algunos vietnamitas fuera del sistema”.
Kissinger regresó a Estados Unidos con un profundo pesimismo sobre las posibilidades de una victoria, y creyendo que el gobierno de Saigón no era digno de apoyo. Confió a sus amigos que la estrategia de negociación de Estados Unidos debía diseñarse para crear un “intervalo decente” entre una retirada estadounidense y la inevitable invasión comunista.
Se mostró agradecido con Ellsberg. “He aprendido mucho de Dan Ellsberg”, dijo durante una conferencia, “más que de nadie en Vietnam”. Unos años después, sin embargo, la invitación del presidente Richard Nixon para volverse su asesor en seguridad nacional llevó a Kissinger a revisar sus opiniones. Y en ese momento le pareció que más bombardeos podrían funcionar.
Entre tanto, Ellsberg había emprendido una misión inusual. El Pentágono había organizado un equipo de expertos en seguridad nacional para compilar la historia diplomática, militar y política de la Guerra de Vietnam, y fue invitado a participar.
Las bóvedas del Pentágono albergaban un expediente supersecreto que contradecía, diametralmente, las versiones oficiales de los acontecimientos. Mientras Ellsberg se sumergía en las cajas de cables clasificados, mensajes de canales secundarios, informes de la embajada y memorandos de la CIA acumulados durante 25 años, descubrió que Estados Unidos había apilado mentira sobre mentira a lo largo de su intervención en Indochina. Documentos de la era de la Segunda Guerra Mundial relataban que Ho Chi Minh —entonces, un simple líder de la guerrilla anticolonial— había solicitado una copia de la Declaración de Independencia, detallando sus planes para usarlo como modelo en Vietnam. Un expediente asentaba que el presidente Harry Truman se había desdicho de la promesa de guerra de su predecesor, Franklin Roosevelt, de impedir que los franceses reclamaran las colonias de Laos, Vietnam y Camboya al concluir la guerra. En fin: desde la elección falseada de Ngo Dinh Diem como presidente de Vietnam del Sur (y la complicidad de Estados Unidos en su asesinato, en 1963) hasta la guerra secreta de la CIA en Laos, las operaciones de sabotaje en Vietnam del Norte y la implementación del Programa Phoenix, las bóvedas del Pentágono arrojaron una historia de engaños oficiales en Vietnam que Ellsberg encontró espantosa e inquietante.
No obstante, lo que más sorprendió a Ellsberg fue el expediente de los acontecimientos en torno de un enfrentamiento en el Golfo de Tonkín, en 1964, el cual provocó que Estados Unidos bombardeara Vietnam del Norte y resultó en la introducción de las primeras unidades estadounidenses de combate terrestre en la guerra. Ellsberg descubrió que el presidente Johnson ofreció explicaciones completamente falsas sobre el incidente. Según la versión de la Casa Blanca, barcos patrulla comunistas dispararon contra destructores estadounidenses inocentes en aguas internacionales. Mas los archivos supersecretos revelaban que los buques de guerra habían invadido aguas norvietnamitas para apoyar misiones de sabotaje clasificadas de los Boinas Verdes. Hasta el tan cacareado “ataque” era cuestionable, pues el capitán de uno de los barcos malinterpretó unas “sombras” de radar como torpedos. Jamás existió alguna otra evidencia de ataque. Lo que hicieron Johnson y el Pentágono fue manipular el incidente para causar una estampida en el Congreso y lograr que aprobaran una resolución de guerra abierta.
Lo ocurrido a continuación fue una tragedia, en opinión de Ellsberg. No era ajeno a las mentiras, pues había servido en los niveles más altos del gobierno; pero ese engaño, en particular, lo escandalizó y lo deprimió. A su parecer, la mentira del Golfo de Tonkín había sido la causa de 16,000 muertes estadounidenses y de cientos de miles de bajas vietnamitas, hasta ese momento; con muchas más vidas que se perdían día con día (al concluir la guerra, habrían muerto más de 58,000 militares estadounidenses y 1 millón 300,000 vietnamitas). Si el Comité de Relaciones Exteriores del Senado hubiera estado al tanto del engaño, pensó Ellsberg, el Congreso nunca habría dado a Johnson aquella carta blanca para librar su guerra. Y el pueblo estadounidense habría sabido que las promesas de paz que Johnson hizo durante su campaña presidencial fueron un fraude. El demócrata de Texas siempre tuvo la intención de escalar el conflicto, igual que ahora hacían Nixon y Kissinger, como bien sabía Ellsberg gracias a sus contactos en la Casa Blanca. Pero el analista de defensa no pudo encontrar a un solo miembro del Congreso que estuviera dispuesto a creerle.
Para Ellsberg, los hilos de las Boinas Verdes estaban entretejidos en toda la historia secreta de la guerra, desde las primeras incursiones en Vietnam del Norte hasta la creación de “l’armée clandestine” (ejército clandestino) de Laos, su extraño papel en el asesinato de Diem y, ahora, el escándalo en torno de Rheault, el comandante de los Boinas Verdes en Vietnam. Mientras Ellsberg leía el relato del caso en Los Angeles Times, su ira crecía de punto. Concluyó que el encubrimiento había empezado en las bases y prosiguió hacia las cúpulas, desde los tres capitanes que cometieron el asesinato hacia el mayor que estaba por encima de ellos y luego hasta Rheault. Entonces, el coronel mintió sobre la desaparición de Chuyen al general Creighton Abrams, el comandante de las fuerzas estadounidenses en Vietnam, quien, a su vez, mintió sobre los motivos de la persecución. Y el gran final fue el engaño del secretario del Ejército, Stanley Resor, en cuanto a las razones por las que fueron desechados los cargos. Por supuesto, Ellsberg sabía que podían forzar el testimonio de los hombres de la CIA; solo hacía falta que el presidente diera la orden.
“Este es un sistema al que he servido durante 15 años”, pensó Ellsberg. “Es un sistema que miente en automático, de arriba abajo, para proteger el encubrimiento de un homicidio”. Su atención se desvió hacia la copia de su historia secreta de la guerra: miles de páginas encerradas en la caja fuerte de su oficina.
POR EL “BIEN DE LA NACIÓN”
Mientras Ellsberg se entregaba a sus sombrías cavilaciones, Nixon se encontraba sentado al escritorio de su Oficina Oval y garrapateaba una nota. Tras una demora misteriosa, la Cámara de Representantes al fin había aprobado la ley para fondos militares bajo la dirección de L. Mendel Rivers, el poderoso presidente del Comité para los Servicios Armados. Rivers también ayudó a mantener en secreto el asunto de los Boinas Verdes mientras se investigaba el caso. De modo que el mandatario estaba muy agradecido.
Querido Mendel,
No tengo que resaltar la importancia de estos asuntos para nuestro país. Los conoces tan bien como yo, y actuaste como siempre haces cuando está en juego el bien de la nación.
Gracias,
Richard M. Nixon
Nixon había manipulado el caso de los Boinas Verdes tal como Ellsberg sospechaba. Y con justificada razón, según el presidente: para proteger secretos nacionales, sobre todo, los relacionados con Camboya. Cada mandatario que tuvo que lidiar con la guerra creyó actuar de manera razonable. Igual que sus predecesores, Nixon ocupó el cargo decidido a dar la impresión de que era posible ganar la guerra sin grandes sacrificios nacionales. Cada presidente tuvo que descartar partes de su estrategia durante el mandato, al tiempo que intentaba preservar un aura de normalidad. Sin embargo, incapaz de proporcionar una explicación satisfactoria para la creciente intervención estadounidense, Nixon, igual que Johnson y John F. Kennedy, se vio obligado a recurrir, cada vez más, al secreto.
Nixon —como los demás— juró que no sería consumido por Vietnam, pues tenía intereses mucho más relevantes: acuerdos sobre control de armas con Moscú, el acercamiento con China, la unidad de Europa, la paz en Oriente Medio, una reestructuración del bienestar social, el crimen.
El mensaje de campaña de Nixon fue reconfortante para los liberales del establishment. Pondría fin a la guerra, terminaría con el sufrimiento de un largo conflicto. Habría paz en las calles. Los progenitores de la “generación más grandiosa” podrían hablar con sus hijos desilusionados. Los estudiantes volverían a clases. Los remisos del reclutamiento podrían regresar de Canadá. Todos volverían a una vida normal.
Mas la imagen de una tranquilidad inminente tendría una traducción distinta en Hanói. Ya que la guerra era el único elemento en la agenda de la presidencia, y con la opinión pública estadounidense bajo control, Nixon estaría en libertad de continuar la contienda bajo sus condiciones. Ese era el mensaje de los hombres de Nixon para Ho Chi Minh.
Entonces, surgió el caso de los Boinas Verdes. Era un asunto insignificante, comparado con la matanza en gran escala que Estados Unidos perpetraba en Vietnam del Sur. Sin embargo, no dejaban de llegar cartas amenazando con reactivar el debate sobre la moralidad de la guerra, la conducta de los soldados, los métodos de contrainsurgencia y la gran diversidad de actividades que apuntaban a la invasión estadounidense de Camboya. El caso amenazaba con apropiarse de la guerra. A fines de septiembre, Nixon había fingido desinterés en Vietnam. Pasó largos días en Camp David y navegando en el Sequoia. Jugó golf con Bob Hope en Burning Tree. Recibió a la primera ministra israelí Golda Meir, a quien obsequió una cena deslumbrante en la Casa Blanca. Pero, bajo la calma aparente, el mandatario estaba tan obsesionado con Vietnam como sus predecesores.
El 25 de septiembre de 1969, el presidente convocó a sus principales generales para una reunión durante el desayuno. El encuentro en el sótano se caracterizó, oficialmente, como un encuentro de rutina. No obstante, la lista de asuntos incluía planes ultrasecretos para invadir Camboya y Laos, reanudar el bombardeo en Vietnam del Norte, y minar su Bahía de Haiphong. Con todo, como empezaba a enterarse el mandatario, la defensa de los Boinas Verdes estaba llevando a cabo investigaciones relacionadas en Saigón; y todos los días, la Casa Blanca recibía copias de citatorios para escuchar el testimonio del director de la CIA, Richard Helms; el secretario de Defensa, Melvin Laird, y para Resor, el secretario del Ejército. También llegaban peticiones de la defensa rogando al presidente que interviniera y desechara los cargos. Y entonces, Nixon hizo la nada indirecta llamada al presidente Rivers, ordenándole que acabara con el caso.
Nixon prometió que haría algo al respecto pero, curiosamente, no lo hacía. ¿Acaso intentaba arruinar a Helms con la intervención de la CIA en el asunto Boinas Verdes? Bob Haldeman, jefe del gabinete de Nixon, sospechaba que esa era su intención. Pero, hacia el fin de semana, comprendió que tenía que forzar a su jefe para que prestara atención al asunto. Así que hizo una nota personal: “Boinas Verdes-Lun”. Era necesario deshacerse del problema.
El mandatario se mostraba menos interesado en los Boinas Verdes que los universitarios que acababan de regresar al campus para escalar sus protestas contra la guerra. En abril, más de 300 manifestantes antibélicos invadieron University Hall en Harvard, echaron fuera a los decanos y al personal, y ocuparon el edificio hasta que fueron expulsados en una sangrienta redada policial. Durante el año anterior, las manifestaciones antibélicas universitarias, cada vez más beligerantes, condujeron a que varios colegios y universidades cerraran alrededor de 40 programas ROTC (Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva). Cuando se iniciaba el juicio contra los manifestantes de la Convención Nacional Demócrata de 1968 —conocido como “Los siete de Chicago”—, Mark Rudd, líder del movimiento militante Weather Underground, juró que “la violencia apenas empieza”.
Una gran preocupación de Nixon era la marcha programada para el 15 de octubre en Washington. Charlie McWhorter, asistente de la Casa Blanca, fue enviado a reunirse en secreto con los organizadores, Sam Brown y David Hawke. McWhorter informó que las protestas serían muy grandes y previno a la Casa Blanca que no antagonizara al movimiento antibélico con más declaraciones provocadoras.
Nixon desoyó el consejo del asistente. “Es absolutamente esencial que respondamos de manera insuperable y poderosa a este ataque abierto”, ordenó a Haldeman en un extenso memorando. Nixon propuso que Pat Buchanan, autor de sus discursos, montara una campaña de cartas falseadas contra el senador de Massachusetts, Ted Kennedy, quien acababa de lanzar la acusación de que la lentitud de las negociaciones y en la retirada de los soldados servían de encubrimiento para un mayor escalamiento de la guerra.
Sin embargo, Nixon quería golpear con más severidad a las fuerzas antiguerra. El 28 de septiembre, mientras los abogados del Ejército y la CIA resolvían los últimos detalles de la acusación contra los Boinas Verdes, Nixon dijo a Haldeman que comisionara a Charles Colson, miembro del personal de la Casa Blanca encargado de lidiar con grupos de intereses especiales, para que ayudara a desacreditar a los liberales. “Es uno de los mejores para hacer el seguimiento”, escribió Haldeman en sus notas sobre la reunión. “Trucos sucios. Sácalo de su trabajo y ponlo al ataque. Es competitivo, inquieto, no un tipo gris de R. P. Necesitamos a un H. P.”.
Colson, quien compartía el odio visceral de Nixon contra los Kennedy, hizo que un exagente de la CIA, Howard Hunt, viajara a Martha’s Vineyard para desenterrar más basura sobre el accidente de Chappaquiddick, en el que Ted Kennedy conducía su auto por un puente y cayó, dejando que una asistente se ahogara en el vehículo. De vuelta en Washington, Hunt comenzó una investigación discreta sobre la participación de la presidencia Kennedy en el derrocamiento del presidente survietnamita Ngo Dinh Diem, y sugirió que inventaran cables diplomáticos vinculando a Kennedy, personalmente, con el asesinato de Diem.
Al fin, el 29 de septiembre, Nixon se vio obligado a trabajar en el asunto de los Boinas Verdes durante la reunión diaria del personal de las nueve de la mañana. Los programas noticiosos matutinos estaban repletos de abogados civiles y miembros de la prensa apiñados en Saigón para lo que se había proclamado como el “juicio más espectacular de la década”.
Era hora de deshacerse del caso, dijo Nixon, sentado al escritorio de la Oficina Oval. Helms ya había sufrido suficiente con las filtraciones que apuntaban a la implicación de la CIA en el caso de los Boinas Verdes. Haldeman y el asistente presidencial, John Ehrlichman, escuchaban. Hubo rumores de que el jefe de la CIA había recurrido al procurador general John Mitchell para presionar a Nixon y hacer que interviniera en el caso. Helms, presuntamente, dijo que, si el caso seguía adelante, la dependencia perdería toda su influencia en Vietnam. Mas no sería fácil hacerlo desaparecer, luego de todas las semanas de publicidad sensacionalista en torno a los asesinatos de la CIA.
El mandatario y su gabinete analizaron las opciones. Haldeman sugirió usar a Egil Krogh, un abogado del personal de Ehrlichman, responsable de Hunt; y a Gordon Liddy, un exagente del FBI que haría lo que fuera para ayudar a Nixon. Krogh era confiable; había ayudado a Colson en sus trucos sucios contra funcionarios sospechosos de deslealtad contra el presidente.
La gente de Kissinger también habría estado implicada, según garrapateó Haldeman en sus notas. “Conseguir una carta de la CIA diciendo que rehúsan proporcionar testigos para el juicio de los Boinas Verdes; privilegio ejecutivo”. Después resolverían los detalles con Larry Houston, asesor de la CIA. “Sin testigos de la CIA, se perjudicarán los derechos de los acusados”, sentenció Nixon, haciendo de abogado.
Sin testigos no habría juicio. ¿Creighton Abrams? Difícil. Podríamos hundir el barco porque el general aborrece a los Boinas Verdes. Dejemos que se desahogue de otra manera. ¿Resor? Hagamos que reciba los mensajes de la CIA. ¿Qué puede hacer? No tendrá más alternativa que aceptar.
Así terminaría todo, pensó Nixon. Y no habría huellas de la Casa Blanca.
LA MÁS GRANDE FILTRACIÓN
El 30 de septiembre, Ellsberg leyó la explicación de Resor para desechar los cargos. La CIA no proporcionaría testigos que respaldaran las afirmaciones de los Boinas Verdes acusados, en el sentido de que los agentes de la dependencia les habían aconsejado “librarse” de Chuyen, el agente vietnamita. Ante esa disyuntiva, añadió Resor, “los acusados no pueden recibir un juicio justo. En consecuencia, hoy he ordenado que se desechen todos los cargos, inmediatamente”.
Ellsberg apartó el periódico. Sus pensamientos volvieron a los documentos de su caja fuerte. Si los filtraba, sabía que toda su vida cambiaría. Iría a prisión durante muchos años. Ya no tendría su casa en Pacific Coast Highway. Después de eso, quién sabe. Nunca volvería a trabajar como consultor del gobierno. ¿Y a quién más le interesaban sus habilidades esotéricas?
Pero, entonces, llegó a su mente otra visión de devastación, mucho menos personal: miles de soldados estadounidenses, muertos y mutilados, durante muchos años más. Millones de cadáveres vietnamitas, laosianos y camboyanos. Aldeas en llamas, campesinos llorando. Era una senda de horror que se extendía y trasponía los horizontes de su imaginación.
Tenía que poner fin a la mentira. El asesinato de Chuyen era, meramente, una muerte más, pero era una muerte de más.
Los documentos de su caja fuerte eran la solución para un misterio de asesinatos en masa, pensó Ellsberg. Explicaban por qué dos millones de vietnamitas habían muerto en el tablero de ajedrez de la Guerra Fría de Estados Unidos. Explicaban cómo cuatro presidentes estadounidenses habían escalado su guerra —en secreto, infructuosamente— antes de la elección de Nixon. Y ahora, estaba a punto de comenzar un nuevo capítulo en la historia de ese crimen.
Cuando el Congreso y el pueblo estadounidense vieran, con sus propios ojos, los documentos secretos, solo entonces quedarían convencidos de lo que Ellsberg ya sabía: que Nixon y Kissinger estaban planeando otro escalamiento, mientras fingían profesar la paz. Que iban a bombardear Camboya, a pesar de que, seis meses antes, la Casa Blanca lo negó de manera firme y exitosa. Que Estados Unidos había estado entremetiéndose en Laos y Camboya durante mucho, muchísimo tiempo. Y que Estados Unidos había enviado escuadrones de muerte disimulados bajo un programa policiaco llamado Phoenix.
Si el Congreso entendía el pasado, concluyó Ellsberg, sería posible persuadirlo de reconsiderar el futuro sangriento. Así que llamó a Anthony Russo, un colega de Rand, el comité de expertos sito en Santa Mónica. Russo había trabajado en el proyecto de la historia secreta e, igual que Ellsberg, alguna vez fue consultor del Pentágono y creyente de la Guerra de Vietnam.
“¿Sabes en dónde puedo encontrar una buena fotocopiadora?”, preguntó Ellsberg. Russo respondió con una dirección, y dijo que estaba listo para acompañarlo. Él podría empezar a copiar los documentos aquella noche, añadió.
“Hagámoslo”, propuso Ellsberg.
Mientras colgaba el teléfono, Ellsberg reflexionó en la maravillosa ironía de que Nixon hubiera pensado que podía mantener todos los secretos ocultos para siempre. “Pero no esta vez”, juró Ellsberg. “No este asesinato”. Nixon acababa de provocar la filtración más grande de todas. Toda su sórdida historia secreta.
Los Papeles del Pentágono estaban en camino.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek