LA MAÑANA del 11 de enero, el capitán
general libio Khalifa Haftar subió por la escalerilla de un portaaviones que
flotaba en el puerto mediterráneo de Tobruk. Mientras una banda de la marina
tocaba y una guardia de honor presentaba armas, un almirante en un uniforme
blanco de gala recibió a Haftar, quien era un alto comandante de las fuerzas
rebeldes apoyadas por EE. UU. que derrocaron al dictador Muammar el-Qaddafi en
2011. Después de la ceremonia de bienvenida, Haftar, de 73 años y ciudadano
estadounidense quien ha vivido por muchos años en Estados Unidos, fue escoltado
bajo cubierta para una videoconferencia segura con el mediador extranjero más
activo de Oriente Medio. El tema oficial era la lucha contra el terrorismo.
Pero ambas partes sabían que la agenda no oficial era otra: cómo aumentar el
poder de Haftar mientras trata de derrotar a un gobierno en Trípoli débil y
apoyado por la ONU.
Haftar tiene lazos estrechos con
Washington, pero sus anfitriones en enero no eran estadounidenses. Más bien, él
estaba a bordo del Almirante Kuznetsov, el único portaaviones de Rusia, y su
interlocutor el ministro de defensa ruso Sergei Shoigu.
Como una cantidad creciente de líderes en
Oriente Medio, Haftar tiene un nuevo grupo de amigos en Moscú. Después de tres
décadas manteniéndose al margen, Rusia de nuevo es un actor importante en la
región. Solo en los últimos seis meses, el país ha alterado el curso de la
guerra civil rusa y se ha hecho con el control del proceso de paz, forjó una
relación estrecha con el hombre fuerte y presidente de Turquía, Recep Tayyip
Erdogan, y ha cortejado a aliados tradicionales de Estados Unidos, como Egipto,
Arabia Saudí e incluso Israel. Y en los últimos dos años, el presidente ruso
Vladimir Putin ha recibido a los líderes de estados de Oriente Medio 25 veces,
cinco veces más que el ex presidente de EE. UU., Barack Obama, según un
análisis de Newsweek de reuniones presidenciales.
Por décadas, Washington ha tratado de
plantar democracias en gran parte del mundo, incluido Oriente Medio. Pero ese
plan parece haberse marchitado con Obama y el actual presidente de EE. UU.,
Donald Trump. Con la excepción imperfecta de Túnez, la Primavera Árabe no trajo
la democracia a Oriente Medio. Más bien permitió que la inestabilidad y el
extremismo florecieran en países que incluyen a Egipto, Libia y Siria. La
acción militar occidental en Libia y Yemen ayudó a producir estados fallidos
que todavía están enredados en guerras civiles. El apoyo de Washington a los
rebeldes sirios y la insistencia en que el presidente autócrata Bashar al-Assad
no debería mantenerse en el poder permitió que la guerra civil de Siria se
prolongara, o incluso intensificara, propiciando el ascenso del grupo miliciano
Estado Islámico (EI). Y una solución de dos estados entre Israel y los
palestinos —desde hace mucho una meta de la política exterior de EE. UU.— ahora
parece más lejana que nunca antes. Después de los dos períodos de Obama, el
histórico acuerdo nuclear con Irán el año pasado, el cual detuvo el programa
nuclear de Teherán a cambio de retirar las sanciones, sigue siendo la única
historia exitosa en la región, e incluso esa parece tambalearse bajo la nueva
administración.
“Toda la política de Obama en Oriente
Medio ha fracasado”, dice Leonid Slutsky, presidente del comité de asuntos
exteriores en la cámara baja del parlamento ruso (la Duma). “La impotencia y la
falta de resultados son evidentes”.
Al ver los reveses de EE. UU., el Kremlin
percibió una oportunidad. Para Moscú, las ventajas de recuperar un poco de la
vieja influencia de la Unión Soviética en Oriente Medio son múltiples: Rusia
puede continuar construyendo su imperio y proyectando su creciente influencia
mundial y poderío militar; también puede juntar monedas diplomáticas de cambio
que intercambiar para suavizar las sanciones occidentales que le impusieron
después de la anexión de Crimea en 2014, o para usarlas en negociaciones
futuras con Occidente.
“Antes que nada, esta es una cuestión de
recuperar nuestra influencia estratégica”, dice el senador Oleg Morozov,
miembro del comité de asuntos internacionales del Consejo de la Federación
Rusa, a Newsweek. O como lo dice Dmitri Trenin, director del Centro Carnegie de
Moscú: “La meta de la política exterior [de Putin] es restaurar a Rusia como
una importante potencia mundial. Que él sea capaz de operar en Oriente Medio,
en competencia con EE. UU., es una señal de [ser] una potencia importante. Eso
es lo que Rusia hizo en Siria”.
Pero quizás más importante que cualquiera
de estas metas —y una motivación poco entendida en Occidente— es el deseo de
Moscú de proteger a Rusia del terrorismo del islamismo radical, el miedo a este
ayudó a Putin a ascender al poder durante las guerras brutales en el Cáucaso
septentrional en Rusia en la década de 1990. Las insurgencias locales de Rusia
moldearon su política de modo que el Kremlin —y muchos rusos— favoreciera el
orden sobre los derechos y libertades personales. Después de ver a EE. UU.
tratar de importar la democracia a Irak y Libia, solo para verlos derrumbarse
en conflictos civiles, Putin vio una oportunidad cruda: las potencias
extranjeras podían aliarse con regímenes fuertes, sin importar cuán despiadados
pudieran ser, o el mundo presenciaría lo que él llamaba “la destrucción de los
sistemas estatales y el ascenso del terrorismo”.
Conforme el Estado Islámico cobró más
influencia en Siria, también lo hizo la desconfianza de Putin en las acciones
occidentales para combatir al grupo miliciano. A mediados de septiembre de
2015, los servicios de seguridad rusos anunciaron que había por lo menos 2500
ciudadanos rusos combatiendo por el EI. A los ojos de Putin, esto fue
suficiente para hacer de la sobrevivencia y éxito del régimen de Assad una
cuestión de seguridad nacional para Rusia.
“Nuestra meta principal en Siria es
asegurarnos que nuestros ciudadanos quienes fueron allí [para luchar con [el
EI] nunca regresen”, dice Vyacheslav Nikonov, miembro de la Duma. “Para Rusia,
la intervención en Oriente Medio es una cuestión de defender nuestra propia
seguridad. Todo lo demás son detalles”.
Defensivo o no, el regreso de Rusia a
Oriente Medio ha demostrado ser un éxito asombroso y súbito, y un revés al
poderío y prestigio estadounidense. Hasta hace poco EE. UU. no tenía un
verdadero rival diplomático o militar en Oriente Medio. ahora, cuando Trump
comienza su presidencia con promesas de acabar con el EI, hay aviones rusos
volando y soldados de pie en Siria, acorazados cerca de la costa de Libia, y
los amigos de Moscú ocupan —o están listos para ocupar— palacios presidenciales
desde Trípoli hasta Damasco. En el momento en que Trump haga un movimiento en
Oriente Medio, él tendrá que preguntarse: ¿qué pensará Putin de esto? Ningún
otro presidente estadounidense tuvo este problema.
CHISMERÍO: El presidente ruso Vladimir
Putin, derecha, comparte una comida con el presidente iraní Hassan Rouhani,
izquierda, y el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, en Bakú, Azerbaiyán.
FOTO: ALEXEI NIKOLSKY/TASS/GETTY
PODER Y PARANOIA
En la mayor parte parte de la Guerra
Fría, Oriente Medio fue tanto un territorio de Moscú como lo fue de Washington.
La Unión Soviética era el defensor autoproclamado de la revolución proletaria
alrededor del mundo. El nacionalismo árabe antioccidental y fuertemente
socialista del presidente egipcio Gamal Nasser le dio a Moscú una apertura para
extender su influencia por el mundo árabe. Después de que Nasser derrotara a
los viejos amos coloniales de la región —Gran Bretaña y Francia— en la crisis
de Suez en 1956, armas y dinero rusos empezaron a entrar en la región.
Ingenieros soviéticos embalsaron el Nilo en Asuán, y ayudaron a construir
ciudades modernas en Siria e Irak, gobernados por el Partido Baath. Al mismo
tiempo, toda una generación de funcionarios árabes, médicos y otras profesiones
estudiaron en Moscú, incluidos el futuro presidente egipcio Hosni Mubarak y
Haftar, quien recibió entrenamiento en la Unión Soviética en la década de 1970
después de graduarse de la Academia Militar de Bengasi. Generales de la KGB
ayudaron a construir los servicios de seguridad de Libia, Argelia, Egipto, Irak
y Siria a la imagen de la policía secreta soviética.
Ansioso por detener el efecto dominó
comunista en Oriente Medio, Washington lanzó dinero al problema. Israel, Arabia
Saudí y Egipto —tras la caída de Nasser— se convirtieron en receptores importantes
de ayuda militar de EE. UU. Turquía, miembro de la OTAN desde 1952, acogió
aviones estadounidenses, buques de guerra y, más controversialmente, misiles
Jupiter de rango medio, un despliegue que forzó a los soviéticos a colocar
cohetes en Cuba, casi disparando una guerra nuclear en octubre de 1962.
Después del colapso de la Unión Soviética
en 1991, los amigos de Moscú en la región se aferraron al poder, manteniendo
una media luna rotundamente antioccidental desde Libia hasta Siria a pesar de
la falta de rublos rusos. Luego, uno por uno, los clientes de Moscú empezaron a
caer. El iraquí Saddam Hussein —quien en ocasiones recibió apoyo de EE. UU.—
fue el primero en irse, derrocado en 2003 en lo que Rusia describió como una
crasa agresión estadounidense. Una década después, la Primavera Árabe de 2011
cobró a Quaddafi, de Libia; Hosni Mubarak, de Egipto, y Zine el Abidine Ben
Ali. Durante este período, ondas paralelas de revueltas en la ex Unión
Soviética —las llamadas Revoluciones de Colores— también derrocaron a gobiernos
prorrusos en Serbia, Ucrania, Kirguistán y Georgia. En 2011, el anhelo de más
democracia incluso alcanzó a Moscú, donde 100 000 personas salieron a las
calles a protestar por el regreso de Putin por un tercer período presidencial.
Para los estadounidenses, las series de
protestas parecían marcar un triunfo de la democracia y del poder de la gente.
Pero para los rusos, la Primavera Árabe parecía ser parte de una campaña
encabezada por Washington para destruir a cualquier líder que se atreviera a
oponerse a EE. UU., incluido Putin. Su índice de aprobación cayó a un mínimo
histórico (63 por ciento) conforme los líderes de las protestas, quienes
hablaban de liberalismo europeo y reconciliación con EE. UU., parecían
contendientes auténticos al poder.
A los ojos de Putin, “la Plaza Tahrir [de
El Cairo] y la Maidan [de Kiev] son parte de la misma conspiración contra
Rusia”, dice un alto diplomático occidental en Moscú quien no estaba autorizado
para hablar oficialmente. “Descartamos eso como paranoia. Es paranoia. Pero
ellos lo creyeron”.
Durante este período, Rusia protestó con
regularidad —y fue ignorada con regularidad— en la ONU, en intentos fútiles de
evitar el bombardeo de Belgrado en 1999 y la invasión de Irak en 2003. EE. UU.
superó a Moscú en ambas ocasiones. Solo cuando intimó con Irán fue que Rusia
recibió la atención de Washington. A finales de la década de 1990, Moscú ayudó
a Teherán a desarrollar el misil balístico de rango intermedio Shahab-3 y luego
empezó a construir Bushehr, la primera planta nuclear de Irán. De 2008 en
adelante, conforme la Casa Blanca avanzó lentamente en un acuerdo para
persuadir a Teherán de renunciar a su programa de armas nucleares, Rusia
comenzó a actuar el papel de un mediador honesto.
“Los estadounidenses se percataron de que
necesitaban nuestra ayuda con Irán”, dice el ex primer ministro ruso Sergei
Kiriyenko, quien era el director de la corporación estatal de energía nuclear
Rosatom durante las negociaciones claves con Irán. “Los iraníes confiaban en
nosotros. Éramos su garantía de seguridad”.
Al mismo tiempo, Rusia también se
insertaba, incesante y calladamente, en el proceso de paz entre israelíes y
palestinos. El aliado clave de Moscú era el líder palestino Mahmoud Abbas,
quien obtuvo un doctorado en la Universidad de la Amistad de los Pueblos en
Moscú en la década de 1970. Investigadores israelíes citan documentos que
Vasili Mitrokhin, archivista de la KGB, sacó de Rusia en 1991, han afirmado que
Abbas fue reclutado por el servicio de seguridad soviético bajo el nombre clave
“Krotov”, aunque funcionarios palestinos descartaron las acusaciones como una
difamación israelí.
Agente o no, a Abbas “le gustan los
rusos, él quiere complacerlos”, dice Ziad Abu Zayyad, ex ministro y negociador
palestino. Cuando Putin visitó Belén durante un viaje en 2012 a la Franja
Occidental, Abbas le dio un terreno, ahora un centro cultural ruso; ese año, él
les dio a calles de Belén y Jericó los nombres de Putin y su predecesor, Dmitry
Medvedev.
En paralelo con estos gestos grandes y
públicos de amistad, se da una campaña diplomática más callada y constante en
la región. Quien encabeza esta divulgación de Moscú es un diplomático de
carrera con anteojos, 64 años de edad, quien habla árabe y llamado Mikhail
Bogdanov, quien ha sido el enviado especial de Putin en Oriente Medio desde
2012. Ex embajador ante Siria, Egipto e Israel, Bogdanov ha tenido un papel
clave en ganarse amigos e influir en la gente, desde el presidente y hombre
fuerte militar de Egipto, Abdel Fattah el-Sisi, hasta Haftar, de Libia.
El retiro constante de EE. UU. de Oriente
Medio con Obama ayudó a Bogdanov. La Casa Blanca tenía buenas razones para
retirarse de la región: el presidente quería disminuir las impopulares
intervenciones militares estadounidenses. Al mismo tiempo, Estados Unidos se
hacía menos dependiente del petróleo de Oriente Medio gracias a una revolución
local de gas de esquisto que ha transformado a EE. UU. en un país exportador de
energéticos. Pero una consecuencia accidental fue permitir que Bogdanov sellara
acuerdos desde Ramala hasta El Cairo y Bengasi, Libia.
“La naturaleza de la política exterior
del régimen ruso es el pragmatismo extremo, la ausencia de ideología y el
intento de negociar con todos los actores principales de la región”, dice
Nikolay Kozhanov, un ex agregado de la embajada de Rusia en Teherán, ahora con
el grupo británico de expertos Chatham House. “Entonces, esto debería
considerarse como el mayor principio de la estrategia de Rusia y su mayor
ventaja en Oriente Medio”.
Al contrario de sus similares
estadounidenses, Putin no sermoneó a Egipto y Siria sobre democracia y derechos
humanos. “Rusia vio una oportunidad en Egipto porque EE. UU. había presionado
por un ambiente reformista desde la Primavera Árabe”, dice Steve Seche, ex funcionario
del Departamento de Estado y embajador de EE. UU. ante Yemen. El presidente
ruso también estaba listo para vender armas baratas a potencias regionales.
Moscú ha vendido 4000 millones de dólares en armas a Egipto desde 2012, y
comenzó conversaciones con Irán para un acuerdo de 10 000 millones de dólares
en noviembre de 2016.
Pero dos crisis pusieron a Oriente Medio
de estar al margen de la política exterior rusa a estar al frente y al centro:
la anexión de Crimea por Rusia en 2014, lo cual puso a Moscú en un conflicto
directo con Occidente, y, al año siguiente, la guerra en Siria, la cual le dio
a Putin una oportunidad de asegurarse que Rusia se convertiría en uno de los
negociadores primarios de Oriente Medio.
PACIFICADORES: Putin escucha a Recep
Tayyip Erdogan en Estambul en octubre. Los presidentes ruso y turco
copatrocinan conversaciones en un intento de terminar la guerra siria. FOTO: MIKHAIL
SVETLOV/GETTY
EL GAMBITO DE DAMASCO
El 30 de septiembre de 2015, Putin ordenó
que se desplegara un escuadrón de jets rusos a la base aérea de Hmeymim cerca
de Latakia, un bastión de los leales a Assad. Fue el primer despliegue militar
de Rusia fuera de las fronteras antiguas de la Unión Soviética desde la desastrosa
invasión de Moscú en 1979 a Afganistán. A los pocos días, alrededor de 30
aviones de combate rusos ya habían empezado a poner la guerra a favor de Assad.
Aun cuando el despliegue era diminuto,
fue un momento crucial para la política exterior de Moscú. De repente, aviones
rusos volaban en el mismo espacio aéreo que los de EE. UU. y sus aliados,
quienes combatían al EI. En casa, la radio Kommersant afirmó que el pueblo
sirio aclamaba a Putin como “César”, mientras que los reportes diarios del
clima en las noticias rusas empezaron a presentar las condiciones de bombardeo
en Siria. Para finales de 2016, el ministerio de defensa ruso presumía que sus
jets habían llevado a cabo 30 000 incursiones y atacado 62 000 objetivos. En
contraste, la coalición encabezada por EE. UU. voló 135 000 misiones contra el
EI en Siria e Irak entre 2014 y finales de enero de 2017 pero dañó menos de 32
000 objetivos. La razón principal: lo que la coalición dice que son normas
estrictas para limitar las bajas civiles. En enero, Ashton Carter, secretario
de defensa de EE. UU., se quejó de que la guerra aérea de Rusia no había hecho
“nada” para degradar al EI. Sea cual sea el impacto de la campaña aérea rusa,
la mayoría está de acuerdo en que ha ayudado a agotar a las fuerzas rebeldes
apoyadas por EE. UU. y permitió que Assad recuperara el control de la ciudad
estratégicamente vital de Alepo.
El senador Oleg Morozov, miembro del
comité de asuntos internacionales del Consejo de la Federación Rusa, dice que
Putin “no tenía más opción que meterse. No es tanto que necesitemos a Assad
allí, pero necesitamos algún tipo de estabilidad en Siria. Si hubiéramos
permitido que Assad cayera, ello habría sido el final de nuestra influencia en
Oriente Medio”. De cualquier mañana, la campaña de Siria rápidamente se
convirtió en la increpación simbólica de Putin, dice Trenin, a las afirmaciones
de Obama un año antes de que Rusia era solo una “potencia regional” y una que
estaba “desesperada”.
El pico simbólico del papel
autoproclamado de Rusia como “salvador” de Siria se dio el 5 de mayo de 2016,
pocos días después de que las tropas de Assad apoyadas por fuerzas especiales
rusas y apoyo aéreo estrecho le quitaron la antigua ciudad de Palmira al EI,
aun cuando la mayoría de los ataques aéreos rusos fueron contra grupos rebeldes
apoyados por EE. UU. en el centro del país. Moscú envió a su mejor director de
orquesta, Valery Gergiev, y su Orquesta Sinfónica Mariinsky para tocar frente a
un público de periodistas internacionales en el teatro antiguo de Palmira, el
cual el Estado Islámico previamente había usado como un local para ejecuciones
públicas. Un ardid publicitario, claro, pero uno tremendamente efectivo.
El éxito de Rusia en Palmira no duró
mucho, pero eso no parece importar. En diciembre, las tropas se fueron y el
Estado Islámico recuperó la ciudad. El Kremlin culpó a la falta de cooperación
de EE. UU. por la derrota y Moscú pocas veces ha mencionado a Palmira desde
entonces.
Pero ahora con Alepo en manos del régimen
y el proceso de paz dirigido por Moscú, la nueva administración de EE. UU.
tiene poca influencia en el desenlace sirio ya sea diplomáticamente o en el
terreno.
“¿Qué podemos hacer para
contrarrestarlo?”, dice un funcionario del Departamento de Estado, hablando
bajo la condición del anonimato, a Newsweek. “[Rusia se ha] vuelto muy
influyente en Siria porque ellos eligieron tener un comportamiento que, en
cualquier otra parte del mundo, sería condenado como crímenes de guerra”.
ASAMBLEA GENERAL: El líder libio, capitán
general Khalifa Haftar, regresa a casa después de un viaje a Moscú en
diciembre. El líder miliciano, un ciudadano estadounidense, ha cultivado lazos
estrechos con el Kremlin. FOTO: ABDULLAH DOMA/AFP/GETTY
ENEMIGOS CON BENEFICIOS
En los últimos 18 meses, la intervención exitosa
de Rusia en Siria sobrecargó la posición de Moscú en la región. El nuevo mejor
amigo más improbable del Kremlin es Turquía, miembro de la OTAN y por siglos un
enemigo de Rusia. Hace apenas un año, cuando Turquía derribó un avión ruso
después de una incursión de 17 segundos en el espacio aéreo turco, Putin estaba
furioso; en represalia, ordenó la suspensión de los vuelos chárteres de
turistas rusos a Turquía e impuso sanciones a los productos turcos.
Desde entonces, dos cosas han
transformado la relación entre Moscú y Ankara: la victoria de Assad en Alepo, y
el fallido golpe de estado en julio que forzó a Erdogan a empezar una purga de
sus opositores, ganándose las críticas de EE. UU. y Europa por igual. En
respuesta a las reprimendas agudas de sus otrora aliados en Bruselas y
Washington, Erdogan ha optado por su “amigo Vladimir” en Rusia.
“Sin Rusia es imposible hallar una
solución a los problemas en Siria”, dijo Erdogan en una entrevista para la TV
rusa en agosto antes de visitar a Putin en San Petersburgo. “El eje de amistad
entre Moscú y Ankara se restaurará”.
Al mismo tiempo, Erdogan reconoció que su
relación con Obama era “decepcionante”. La administración de Obama se negó a
cesar su apoyo a los combatientes kurdos contra el EI en el norte de Siria y se
ha negado a extraditar a Fethullah Gülen, un clérigo domiciliado en EE. UU.
quien es enemigo de Erdogan, a Turquía. Como resultado, funcionarios turcos han
cuestionado abiertamente el uso estadounidense de la base estratégica Incirlik
en Adana, cerca de la frontera con Siria. Erdogan ha instado a políticos turcos
a reevaluar su “fijación” con la UE y más bien considerar unirse a la
Organización de Cooperación de Shanghái, encabezada por los chinos, la cual
Moscú también favorece. En enero, por primera vez, aviones de guerra rusos y
turcos participaron en ataques aéreos conjuntos contra el Estado Islámico.
La nueva amistad podría ser
“transaccional”, dice Fadi Hakura, director del Proyecto Turquía en el grupo de
expertos Chatham House domiciliado en Londres, pero les sienta bien a ambos
países. Erdogan quiere “aumentar la distancia entre Washington y Ankara”, algo
que Rusia estaría encantada de fomentar en el principio tradicional de que el
enemigo de mi enemigo es mi amigo.
CAÍDO DEL CIELO: Rescatistas sirios en la
ciudad de Maaret al-Numan, controlada por los rebeldes, reaccionan a lo que
activistas dijeron que eran ataques aéreos de la fuerza aérea rusa. FOTO: KHALIL
ASHAWI/REUTERS
La amistad de Rusia con otra de las
potencias importantes de la región, Irán, podrá haber empezado como una alianza
de marginados, pero ahora parece formidable. Teherán se ha unido a Moscú en
hacerse con el control del proceso de paz sirio, convirtiéndose en árbitros
conjuntos de las conversaciones en Astana, Kazajstán, en enero que delinearon
un mapa de ruta para la paz y una nueva constitución para Siria que
inevitablemente reflejará las victorias militares de Assad en el terreno. Los
abastecimientos de armas rusas —incluido un sistema S-300 de misiles antiaéreos
entregado el año pasado— han ayudado a Teherán a seguirle el paso en su enorme
gasto militar a sus rivales regionales Israel y Arabia Saudí. A cambio, Irán le
dio a Rusia un acceso temporal a su base aérea de Hamadan para incursiones en
Siria y le permitió a Moscú disparar misiles crucero desde buques de guerra en
el mar Caspio sobre su territorio en ruta a Alepo. Y crucialmente, dice Sir
Richard Dalton, ex embajador británico ante Irán, al conservar a Assad en el
poder, Rusia ayudó a Teherán a mantener “un eje de resistencia contra Israel y
EE. UU.”
Mientras que Irán no ha sido un aliado de
EE. UU. por décadas, El Cairo desde hace mucho ha sido un socio clave militar,
de inteligencia y diplomático de Washington. Como receptor de la segunda mayor
cantidad de ayuda militar de EE. UU., Egipto continuó esta sociedad incluso
cuando la relación con Obama después de que Sisi tomara el poder en 2013. Aun
cuando Egipto ha conservado lazos estrechos con Washington desde entonces, Sisi
también ha reconocido el estatus reciente de Moscú al celebrar un ejercicio
aéreo para Rusia el año pasado, el primero de tales ejercicios del Kremlin en
África. En noviembre pasado, Egipto también insinuó su apoyo a Putin al
convertirse en uno de cuatro países que apoyaron la resolución de Rusia para
Siria en Naciones Unidas. A cambio, Moscú ha presionado para retirar las
sanciones de la ONU a Libia, donde Haftar, aliado de Sisi, todavía compite por
convertirse en el hombre fuerte militar del país. “Putin se comprometerá a
revocar [las sanciones]”, dijo Haftar a los reporteros después de su
videoconferencia en enero con Shoigu en el portaaviones ruso.
Putin incluso ha conseguido nuevos grados
de amistad con Israel, el aliado más cercano e importante de Washington en
Oriente Medio. Jets rusos ahora operan al alcance de los Altos del Golán, un
territorio en disputa que Israel capturó de Siria en la Guerra de 1967 y ahora
divide a los dos países. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha
visitado a Putin en Moscú tres veces desde septiembre de 2015, más de las que
visitó a Obama, con quien tuvo una relación notoriamente rencorosa. Medvedev
viajó a Israel en noviembre del año pasado para celebrar 25 años de lazos
diplomáticos entre los dos países e impulsar el comercio. Netanyahu está
obviamente preocupado por la cooperación de Rusia con dos de los principales
enemigos de Israel, Irán y Hezbolá, la milicia chiita asentada en Líbano. Él
espera usar la influencia de Rusia con los enemigos de Israel para su beneficio,
y, hasta ahora, Moscú no ha objetado cuando Israel ha llevado a cabo ataques
contra Hezbolá en Siria. Pero Netanyahu también tenía preocupaciones sobre EE.
UU.: Obama rechazó las objeciones de Israel a un acuerdo nuclear con Irán y
presionó al líder israelí a detener la construcción de asentamientos en la
Franja Occidental, uno de los principales obstáculos para llegar a un acuerdo
de paz con los palestinos. El 2 de febrero, Sean Spicer, secretario de prensa
de la Casa Blanca, repitió la política de Obama, diciendo que “la construcción
de nuevos asentamientos o la expansión de asentamientos existentes más allá de
sus fronteras actuales tal vez no ayude a lograr” la paz.
Por otra parte, Rusia no hace tales
demandas tediosas a Israel. Después de que Washington impusiera sanciones a
Rusia después de la anexión de Crimea, Putin ha presionado para hacer todos los
amigos que pueda en la región con el fin de “desarrollar un segundo frente”,
dice Zvi Magen, ex embajador israelí ante Rusia. Putin “necesita más influencia
con Occidente… Una [de tales influencias], la nueva, es el proceso
israelí-palestino”. Después de la tercera reunión de Putin con Netanyahu en Moscú en junio —en la cual el líder
ruso llamó a Israel un aliado “incondicional” —, Rusia ofreció celebrar
negociaciones de paz en Moscú entre Netanyahu y Abbas. En esta relación
floreciente, basada en el pragmatismo, ambos líderes vieron una oportunidad:
para Netanyahu, un alejamiento de la administración de Obama; para Putin, un
desafío al liderazgo de Washington. Hay muchas situaciones donde todos ganan
desarrollándose en Oriente Medio al momento. Desgraciadamente, ninguna de ellas
se aplica a EE. UU.
MODELOS DE AFICHE: Peatones en
Danilovgrado, Montenegro, flanquean un cartel con las imágenes de Putin y el
presidente de Estados Unidos, Donald Trump. FOTO: STEVO VASILJEVIC/REUTERS
¿SOCIO O SAQUEADOR?
Obama tal vez se haya abstenido de usar
la fuerza estadounidense al estilo de Bush en Oriente Medio —y donde fuera—
pero parece que Trump tiene la intención de abandonar por completo el
compromiso bipartidista y de 70 años de antigüedad de EE. UU. con ser el
promotor más resuelto de la democracia en el mundo. La política estadounidense
de “intervención y caos” debe terminar, dijo Trump en diciembre.
Ese cambio, en opinión del Kremlin,
amenaza con crear un peligroso vacío de poder que podría ser llenado con
simpatizantes islamistas, desde Libia hasta Irak y Siria. Aun cuando muchos en Occidente
ven el resurgimiento de Moscú en términos de construir un imperio perdido de
prestigio e influencia, muchos altos funcionarios rusos ven su despliegue en
Oriente Medio como una cuestión de autodefensa de Rusia.
“Recordamos cómo muchos radicales vinieron
a combatir en Chechenia desde Oriente Medio”, dice Leonid Kalashnikov,
presidente del Comité de la Duma sobre la Ex Unión Soviética, a Newsweek,
refiriéndose a yihadistas extranjeros quienes pelearon junto a los rebeldes en
las guerras separatistas del Cáucaso septentrional en la década de 1990. “La
región está junto a Asia Central. Ese es nuestro punto débil. Tenemos que estar
en [Siria] con el fin de evitar el contagio del terrorismo y su propagación”.
O como lo dice Nikolai Kovalev, ex
director del servicio ruso de seguridad local (FSB) y ahora miembro del comité
de seguridad de la Duma: “Hay miles de nuestros ciudadanos peleando allí. Son
personas inadecuadas de todo el mundo [que] se han reunido en Siria. El aspecto
islámico es solo una excusa. Estas son personas que gustan de poner a otros de
rodillas, literal y metafóricamente, quienes gozan con convertir a las mujeres
en esclavas sexuales. Es una cuestión de seguridad nacional asegurarnos que no
traigan esa ideología de vuelta a Rusia”.
Rusia está determinada a aferrarse a su
nuevo dominio en Oriente Medio, lo cual significa que los líderes regionales
tendrán que hallar una manera de cooperar tanto con EE. UU. como con Rusia.
Trump se ha acercado a Netanyahu mediante invitarlo a reunirse con él en
Washington el próximo mes, prometiendo mudar la embajada de EE. UU. a
Jerusalén, y nombrando un embajador ante Israel quien apoya los asentamientos,
todo lo cual podría enfriar el lazo entre Netanyahu y Putin. (Sin embargo, los
palestinos necesitarán a Moscú más que antes. “No tenemos esperanza con Trump”,
dice Abu Zayyad, quien fue un negociador palestino en los Acuerdos de Paz de
Oslo en 1994.)
Así como Israel podría buscar un
compromiso para tratar tanto con Estados Unidos como con Rusia, también podría
hacerlo Egipto. Junto con sus lazos más estrechos con Putin, Sisi también ha
sido amigable con Trump. En una llamada telefónica, él fue el primer líder
mundial en felicitar al multimillonario por su victoria electoral en noviembre
sobre Hillary Clinton, siendo ya el primer líder árabe que se reunió con él
durante la campaña. Su relación estrecha se ha cultivado todavía más desde que
Trump entró a la Casa Blanca. Después de su investidura, el primer gesto de
Trump hacia el mundo árabe fue llamar a Sisi; también recibió al Rey Abdulá II
De Jordania en Washington y llamó a varios líderes árabes para asegurarles la
continuidad en el apoyo de EE. UU.
“Uno puede asumir ampliamente que [Trump
y Sisi] ven el mundo de la misma manera”, dice Hugh Lovatt, investigador de
política para Oriente Medio y el norte de África en el Consejo Europeo de
Relaciones Exteriores. “No está fuera del rango de la imaginación ver una
especie de acción conjunta rusa-egipcia-estadounidense” en problemas de Oriente
Medio como el proceso de paz israelí-palestino. Semejante tríada podría ser
atractiva para Israel, que ha desarrollado lazos secretos de diplomacia y
seguridad con Egipto, más que con otros estados árabes.
Para Estados Unidos, ello sería en gran
medida una manera nueva de hacer negocios. En todas las conversaciones de paz
previas en Oriente Medio, ha sido el principal intermediario. Trump ahora debe
enfrentar una realidad incómoda: para sellar acuerdos de paz, aplastar el
terrorismo y proteger los intereses económicos de EE. UU. en la región, tal vez
no tenga más opción que continuar expresando admiración por el hombre quien
hizo tan difíciles los ocho años del último presidente estadounidense.
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Publicado en
cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek