Decían que tenía el carácter difícil.
Y sí, no se equivocaban.
Se llamaba Lucía —aunque muchos preferían llamarla “licenciada”, como si fuera su verdadero nombre— y llevaba años cruzando la puerta de la oficina como quien entra a una batalla. Sus tacones marcaban el ritmo con la misma precisión con la que corregía documentos mal escritos o esquivaba cualquier intento de conversación personal levantando una ceja.
No soportaba los retrasos, las faltas de ortografía ni los relatos sentimentales.
“Yo no vengo a socializar”, soltaba, casi como un escudo.
Aunque, en realidad, parecía decirlo más para convencerse que para poner límites.
Lucía era precisión disfrazada de malhumor.
Jamás almorzaba con los demás.
Su ropa siempre impecable, su peinado sin un cabello fuera de lugar, los labios firmemente delineados. Como si el desorden no tuviera permiso ni adentro ni afuera.
Y entonces llegó Rafael.
Era nuevo en la oficina, aunque sus canas y su andar tranquilo decían otra cosa.
Había sido bibliotecario, editor, y ahora era consultor en accesibilidad.
Ciego desde los veinticuatro, con un bastón blanco en una mano y una trayectoria que hablaba por él.
Su voz era suave, pero no débil. Más bien, era de esas que no necesitan subir el tono para ser escuchadas.
Lucía no se acercó los primeros días.
“No por grosera”, decía, “sino porque no me daba la vida”.
Pero la verdad era otra: no sabía cómo dirigirse a él sin sentirse incómoda.
Cuando le avisaron que compartirían un proyecto, casi se le va el café por el otro lado.
“No es por mala onda”, murmuró.
Pero todos sabemos lo que significa esa frase: exactamente eso.
La primera junta fue un choque.
Lucía hablaba con premura, casi atropellando las ideas.
Rafael, en cambio, preguntaba con calma. Forzaba a pensar. A detenerse.
Ella corría.
Él esperaba.
La segunda fue peor.
Él corrigió un dato.
Ella frunció los labios, en señal de guerra fría.
Pero en la tercera… pasó algo.
Con la misma serenidad de siempre, Rafael le pidió que le describiera una infografía.
“No la puedo ver”, dijo, con una sencillez que desarmaba.
Y Lucía, por primera vez en mucho tiempo, se detuvo.
Miró.
Buscó las palabras.
Intentó convertir colores, formas y gráficos en frases que él pudiera imaginar.
Y en ese ejercicio, algo dentro de ella se aflojó.
No se rompió, simplemente se desprendió.
Como una costra vieja que ya no tenía razón de ser.
A partir de ahí, algo cambió.
No de golpe, pero sí con constancia.
Lucía se volvió más receptiva.
No porque alguien lo exigiera, sino porque ya no podía ignorar lo que había descubierto:
que había confundido dureza con eficacia, y que esconder las emociones no era sinónimo de fortaleza, sino de miedo.
Empezó a soltar pequeñas risas.
A preguntar sin apuro.
A estar, de verdad.
Y entendió que Rafael no era vulnerable.
Era libre.
Y que a veces lo más rígido en una persona no es su carácter, sino la costumbre de no sentir.
Una vez lo escuchó decir que lo que más le pesaba no era la ceguera, sino que la gente a veces actuara como si no estuviera ahí.
Y en ese momento, Lucía empezó a ver —ver de verdad— a quienes tenía alrededor.
Ya no evitaba las historias tristes.
Las leía con atención.
Las anotaba en los márgenes de su día.
Pegaba post-its en los escritorios con frases simples pero sinceras:
“Gracias por tu tiempo”,
“Me gustó esto que hiciste”,
“¿Todo bien hoy?”
Nadie supo cuándo, exactamente, se ablandó la coraza.
Pero era evidente que algo distinto pasaba.
Lucía ya no caminaba apurada todo el tiempo.
A veces se detenía.
Y lo más sorprendente: saludaba por su nombre.
Porque hay formas de cariño que no se envuelven en flores.
Vienen en forma de respeto.
De presencia.
De alguien que te presta atención como si fueras lo único que importa.
Y aunque jamás lo admitió en voz alta, ella supo —como se saben las cosas importantes, sin necesidad de decirlas—
que Rafael no solo le enseñó a esperar.
Le mostró cómo mirar sin necesidad de ver.
Y cómo hacerle lugar a los demás, sin desplazarlos.