“UNA JOVEN INMIGRANTE”
Fiel únicamente a sus propias letras —«siempre hay a quien amar»—, de las muchas virtudes de Julio Iglesias, la castidad no ha sido la más transitada. Con el tiempo se haría célebre un «listín rojo» que, siempre bajo custodia de Fraile, guardaba los contactos de las tres mil mujeres que habían pasado «por la vida, o al menos por la cama», según su mánager, del cantante. En realidad era una agenda color rojo Cartier con nombres de agentes, de músicos, de empresarios del sector, y sí, también amigas, pero que aquello no fuese verdad no significaba que hubiera que desmentirlo. Al contrario: la seducción llama a la seducción. Hoy podemos alabar la virilidad serena de un José Luis Perales, pero cuando los hombres bebían brandi y fumaban tabaco negro, venderse como un mandril macho no planteaba mayores conflictos a la moral social. Tampoco, si nos ponemos cínicos, a las no pocas beldades —otros las redujeron a cuatrocientas—1 que para algunas emociones preferían a Perales y para otras preferían a Julio. Es digno de atención que nadie haya venido a cancelar a Iglesias: ¿quizá por su radical obviedad? ¿Quizá porque nadie le ha juzgado artísticamente a la altura de merecer la cancelación? ¿O tal vez porque preferimos castigar a los hipócritas antes que a los —digamos— sinvergüenzas? A un Bill Clinton o a un Tiger Woods, por ejemplo, sus lujurias y patinazos les pueden descarrilar la carrera, pero Julio ha ido siempre con la verdad del patinazo por delante. Tal vez por eso sea más hermoso recordar que hubo un tiempo en que, antes de ser un truhan, antes de ser un seductor, fue sencillamente un hombre enamorado. En el año de los milagros de 1970, Julio Iglesias conoce a Isabel Preysler.
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Por aquel entonces ella ni siquiera sospechaba que iba a ser más famosa que el lince ibérico o el río Ebro, pero —por mucho que queramos reducir a Julio a «un hombre enamorado»— cuesta aceptar que, como dice un artículo académico americano, Isabel cupiese entera en la definición «una joven inmigrante». Sí, pero no. De buena progenie ibérica, Isabel era hija de una familia manileña que a los intereses en el campo —arroz y caña en Pampanga— añadía la vertiente empresarial de un padre bien asentado en el Banco Español de Crédito y las aerolíneas del Estado filipino. Pertenecía, en fin, al estamento aristocrático de un país que, como suele suceder, precisamente por carecer de una aristocracia formal, podía blasonar de un cogollo informal aún más selecto y exento.2 Baste pensar que, cuando Isabel se traslada a Madrid con su tía Tessy —búsquenme un nombre más pijo—, deja el colegio de sus monjas francesas para estudiar secretariado con las monjas irlandesas. Una crianza de buena niña. Y justo por esas mecánicas de la atracción de las buenas niñas por los chicos malos, más que trasladarse, Isabel fue trasladada a Madrid: en aquella época, era frecuente, entre las filipinas de alcurnia, darse a la fuga con su amante para así forzar el matrimonio. Este apocalipsis familiar se evitó, sin que pudiera evitarse una escena digna de Lope o Calderón: un bello sinvergüenza arrebató la virtud —¡la flor!— de la mocita allá en su país. Había que sacarla de Filipinas. Así pues, al instalarse en la Castellana con sus tíos, Isabel había sufrido, y también sabía una cosa de la vida o dos.
Isabel y Julio iban a seguir con observancia estricta el manual clásico del enamoramiento: rapto de él, indiferencia de ella; apasionamiento de él, curiosidad de ella; enganches y primeras citas, desenganches y semanas de silencio, un suma y sigue de dulzuras y ansiedades hasta concluir en el éxtasis feliz. Seguramente esto sea igual en todas partes, pero en aquel Madrid casi nos parece, al revivirlo, como un documento social de la época: estamos en el mes de mayo y la atmósfera es de baile en capitanía. El ejecutivo Juan Olmedilla, amigo de Julio, ha organizado una de esas fiestas —en honor a la bailaora Manuela Vargas— en las que podían coincidir el señor nuncio y Laura Valenzuela, el gobernador civil y varios novilleros. Julio la mira y se queda ahí, en la suspensión de esa mirada. La palabra es bonita: prendado. Ella tiene diecinueve, él tiene veintisiete. Él es un cantante que empieza a ganar fama, ella todavía desdeña la fama y desdeñará siempre la música. Julio se le acercó, sin consecuencias: de haber sido un avión, hablaríamos de aproximación fallida. Aun así, quizá en honor a la bailaora, terminada la fiesta, el cantante se quedó con la copla. Lo suficiente para preguntarle por Isabel a su amigo Julio Ayesa. Casi podemos oírlo: «oye, Julio, esa monada de niña, ¿quién es?».
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Destinado a fraguar matrimonios entre catastróficos y polémicos —Carmen Thyssen y el Barón, Ana Obregón y Alessandro Lecquio—, Ayesa ha sido uno de esos cobistas encantadores que pirran a la aristocracia española más pedorra, en esa línea de rara congruencia que va de Bertín Osborne al rey emérito o los plastas inevitables de los Bulgaria. En definitiva, alguien a quien uno solo puede imaginar en una becerrada. Pocas semanas después de la fiesta de Olmedilla, Ayesa llamó a Julio para advertirle de que la «horda del sur enriquecida y boba», que diría Foxá, iba a tomar la Casa de Campo para lo que hoy —no todo ha mejorado— llamaríamos un evento. Isabel había confirmado asistencia. Y Julio, que estaba entretenido con la Harrington en Londres, tomó un avión para plantarse allí.
A los pocos años, la Casa de Campo iba a ser conocida por las fiestas del PCE, pero entonces, a modo de desagravio preventivo, era escenario de la Feria del Campo. Estamos ante un momento de relieve en el calendario social del tardofranquismo. El agro español mostraba sus frutos dentro de los límites de un regionalismo aceptable: buenos salvajes llegados de provincias con sus quesucos pasiegos o sus chotas avileñas para que la sociedad madrileña, ya confiada en haber dejado atrás el pelo de la dehesa, pudiera, por un día, imitar las escenas pastoriles de las porcelanas que tenían en sus casas. Ahí se habían dado cita Lucía Bosé, Curro Romero, Lola Flores. La fiesta era de Tomás Terry, cuyos brandis todavía cargan de dinamita los carajillos de la España rural, pero que entonces, elevados por el arte publicitario de Leopoldo Pomés, eran una afirmación de modernidad y audacia. Faltaban seis meses para el Proceso de Burgos, dos años para el Caso Matesa, tres para la voladura de Carrero y que la época agonizase, en palabras de Gil de Biedma, «con su estilo demasiado rotundo». Aquella primavera del setenta —gran añada también para el Rioja— era ideal para que, fino va, manzanilla viene, surgiera el amor: en ese mundo, todo parecía aún ir para arriba. En esta ocasión Julio tuvo más cancha y no pudo mostrarse más charmeur. E Isabel acusó recibo dejándole abierta la puerta de la ambigüedad: le negó el teléfono, pero ya se verían cuando ella volviera en otoño. Si es que entonces él se acordaba todavía.
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Julio consiguió su teléfono por otros medios —Ayesa—, comenzaron a verse y al poco comenzaron a salir. Para la primera cita, el cantante había buscado una coartada plausible: quería ir a ver a Juan Pardo, al fin y al cabo era uno del gremio, ¿por qué no lo acompañaba? Julio la colocó mirando hacia él y no hacia el escenario: a saber si para que Pardo no la viese o para que ella no viese a Pardo, porque en el segundo concierto, de José Feliciano —ciego de nacimiento—, ella ya se puso de proa al artista. El romance fue así granando entre cenas en California 47 —pronto objetivo de los Grapo—, y tardes de cine y copas en Gitanillo’s, una boîte. Hombre ya algo conocido, Julio, que buscaba una cierta discreción, no dejaba sin embargo de mostrar un gusto manifiesto por huir de sus carabinas y hacer portalillo Castellana arriba, cuando iba a dejar a Isabel a casa de sus tíos. Era el amor: quien lo probó, lo sabe. En un cierto momento, a Fraile le dijo que Isabel era la mujer de su vida, ante el escepticismo de un Fraile que, según le respondió, ya le había conocido varias de esas. Tanto ardor no impediría que Julio dejara de frecuentar Londres —el Londres de la Harrington— aquel verano, mientras Isabel se refugiaba en Guadalmar, Málaga, donde había hecho nido una diáspora de la sociedad bienestante de Manila. Pero si aquellas palabras de Julio no eran todavía realidad, iban a serlo muy pronto. Llega el otoño y, de un día para otro, el cantante le pide a Fraile que le organice una boda rápida y secreta. No porque, a lo Jane Austen, un joven soltero con buena fortuna necesitara una esposa, sino porque —mientras estaba de conciertos por América— ella le había llamado para darle la noticia: Chábeli estaba en camino, e Isabel, boda mediante, iba a ser, en efecto, la mujer de su vida.
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1. El propio Iglesias, en un gesto poco característico de modestia, y con imparcialidad de contable, como si con él no fuese la cosa, declaró este número.
2. Ese Gotha hispanofilipino, muy infusionado de vasco, de los Zóbel de Ayala, Roxas, Araneta, Zulueta… Jaime Peñafiel escribe que la de Isabel era una de las familias «más antiguas y conocidas de Filipinas».