La realidad siempre ha sido escurridiza, pero nunca como ahora. Antes podía aferrarme a ciertas certezas: lo que mis ojos veían, lo que sentía en la piel. Sin embargo, hoy ni siquiera eso parece seguro. Las redes sociales, la inteligencia artificial y la hiperconexión han tejido un entramado de proyecciones y reflejos infinitos. Todo lo que experimentamos pasa por filtros, ediciones, algoritmos. Es una ilusión sobre otra ilusión. Un espejismo que, aunque sabemos irreal, se convierte en nuestra manera de existir.
A veces me pregunto si esto es algo nuevo o si siempre ha sido así. Después de todo, la física cuántica nos dice que la realidad no es más que un mar de probabilidades. Nada está “ahí” hasta que lo observamos. Pero ahora el acto de observar se ha distorsionado: no sabemos si lo que miramos es real, ficticio o una construcción diseñada para manipularnos. Y eso, lejos de ser algo abstracto, tiene consecuencias en nuestra salud mental, en nuestras relaciones y en la forma en que habitamos el mundo.
Los influencers son la encarnación más visible de esta paradoja. Muchos viven atrapados en la necesidad de aprobación constante: likes, comentarios, visualizaciones. Proyectan versiones ideales de sí mismos, cuidadosamente editadas, que rara vez coinciden con sus vidas reales. Pero el precio es alto. No es raro que colapsen emocionalmente, que lleguen a actuar de forma violenta o autodestructiva. No tienen herramientas emocionales que sostengan una vida donde la apariencia lo es todo, mientras la estabilidad interna se desmorona.
Y este fenómeno no se limita a lo personal. Lo vemos también en lo colectivo. Los discursos de odio y la violencia resurgen con fuerza, especialmente en contextos políticos polarizados. Basta ver lo que ocurre en Estados Unidos, donde el racismo y la exclusión son banderas que ciertos líderes ondean sin pudor. Las redes sociales amplifican estas narrativas, reduciendo ideas complejas a eslóganes vacíos, a mensajes que se viralizan y explotan nuestras emociones más primitivas: el miedo, la rabia, la frustración.
Todo esto nos desconecta, no solo de los demás, sino de nosotras mismas. Las pantallas nos ofrecen un refugio falso, donde la ilusión de control es adictiva. Pero ese refugio nos roba algo esencial: la capacidad de habitar el presente. Dormimos menos, atrapadas en la ansiedad de estar siempre “al día”. Nos relacionamos menos, porque el contacto humano sin filtros nos resulta incómodo, incluso aterrador. ¿Cuántas veces he preferido enviar un mensaje en lugar de hacer una llamada? ¿Cuándo fue la última vez que tuve una conversación profunda sin sentir la necesidad de documentarla?
Y entonces aparece la inteligencia artificial, llevándonos un paso más allá en este juego de espejos. Genera imágenes, textos, voces que parecen reales, pero no lo son. La simulación es tan perfecta que cuesta distinguir dónde termina la ficción. La pregunta se vuelve inevitable: si todo lo que percibimos puede ser manipulado, ¿qué queda de lo auténtico? ¿Qué queda de nosotras?
Lo más inquietante no es la tecnología en sí, sino lo que nos revela de nuestras propias fracturas. Los filtros, las versiones idealizadas de quienes somos, son solo un síntoma de algo más profundo: el miedo a ser vistas tal como somos. Nos fragmentamos porque tememos que nuestra verdad no sea suficiente, que no valga la pena ser mostrada. Nos ocultamos detrás de máscaras digitales que, en lugar de protegernos, nos aíslan más.
Esta desconexión nos debilita. Mientras proyectamos imágenes perfectas, los discursos de odio se fortalecen. Los que promueven estas divisiones entienden lo que muchas veces olvidamos: que el aislamiento nos vuelve vulnerables, más fáciles de manipular.
La salida de este laberinto no está en más tecnología ni en respuestas instantáneas. Tal vez esté en lo que siempre hemos temido: en la vulnerabilidad de ser humanos. Significa aprender a estar incómodas, a habitar el silencio, a sostener una conversación sin la mediación de una pantalla. Significa recordar que no necesitamos filtros para validar nuestra existencia. Que la verdadera conexión no se mide en cifras, sino en momentos que nos atraviesan, en miradas que no necesitan traducción.
Octavio Paz lo dijo con una lucidez brutal: “La realidad no es lo que vemos, sino lo que somos. Y somos lo que soñamos.”
Tal vez el primer paso sea volver a soñar. Pero esta vez, sin ilusiones. Soñar una realidad más humana, donde podamos encontrarnos sin miedo. Una realidad donde ser vistas, ser escuchadas, sea suficiente.