Hoy, más que nunca, parece que vivimos en la urgencia de tener una opinión sobre todo. No hablo de un pensamiento reflexivo, construido desde la duda, sino de la compulsión por tomar partido.
Nuestra identidad, al parecer, se define en oposición: o estás conmigo o estás contra mí. Lo que antes era un espacio para el intercambio de ideas se ha transformado en un campo de batalla, donde las palabras se arrojan como armas y las conversaciones se convierten en monólogos enfrentados.
Pienso en esto desde un rincón del mundo donde la polarización no es abstracta, donde las grietas sociales son profundas y visibles, y la desigualdad sigue siendo un terreno fértil para el odio. En este México tan mío, tan herido, veo cómo las mismas fuerzas que nos deberían unir como pueblo terminan por dividirnos, alimentando una narrativa de bandos que nos fragmenta cada vez más.
A veces me pregunto si esto es lo que nos trajo la modernidad: más plataformas para hablar, pero menos disposición para escuchar. En redes sociales, las ideas se reducen a consignas diseñadas para viralizarse, listas para afirmar que yo tengo razón y tú no. Pero, ¿dónde quedaron las preguntas? ¿Las dudas que nos invitan a reflexionar, ese espacio incómodo donde nadie tiene certezas absolutas, pero todos tienen algo que aprender? Pareciera que al abandonar ese terreno, también perdimos una parte esencial de lo que significa construirnos como sociedad.
Esta desconexión resulta aún más peligrosa en un mundo donde la polarización es terreno fértil para el avance de ideologías extremas. En especial, la derecha radical, que se nutre de nuestras divisiones, amplificando discursos de odio y exclusión que prosperan cuando nos vemos como enemigos irreconciliables. Las certezas rígidas, incluso aquellas bien intencionadas, terminan fragmentándonos más, mientras fuerzas oportunistas aprovechan este caos para dividirnos y deshumanizar a quienes piensan distinto.
¿Cuántas veces hemos cortado vínculos porque una idea nos resultó intolerable? ¿Cuántas conversaciones dejamos morir porque no soportamos la incomodidad de escuchar algo que desafía nuestras creencias? No se trata de excusar lo injustificable ni de ceder ante lo inaceptable. Se trata de entender que la radicalización no surge de la nada: crece en el aislamiento, en nuestra incapacidad de mirar al otro más allá del prejuicio. Si no somos capaces de reconocernos como seres humanos, con nuestras contradicciones y complejidades, ¿cómo esperamos construir algo diferente?
Aquí entra la empatía, pero no esa versión superficial que se repite como consigna vacía: “ponte en los zapatos del otro”. La empatía real no valida todo ni justifica lo imperdonable. Busca comprender, no excusar. No significa aceptar discursos que dañan, sino atrevernos a preguntar qué llevó a alguien a pensar de ese modo. Significa abandonar la tentación de reducir a las personas a una etiqueta y reconocerlas como lo que son: seres humanos, con historias, miedos y vivencias que, aunque nos resulten ajenas, merecen ser escuchadas.
Escuchar no es fácil. Es incómodo, incluso doloroso. Reconocer al otro como un ser humano, aun cuando no estemos de acuerdo, exige soltar nuestras certezas y dejar espacio para el encuentro. Pero es urgente hacerlo. Porque el aislamiento ideológico que vivimos no solo nos separa: nos debilita. Mientras seguimos atrapados en la necesidad de tener razón, las fuerzas que promueven el odio y la división crecen.
El verdadero progreso no está en eliminar nuestras diferencias, sino en entender que desde ellas podemos construir algo más fuerte. Algo que nos una sin renunciar a lo que somos. Esto no significa abrirle paso a lo inaceptable, ni dar cabida a discursos de odio. Pero sí implica recuperar la capacidad de dialogar. De preguntar antes de atacar. De escuchar antes de juzgar. De transformar las trincheras en espacios para el entendimiento.
La empatía no busca ganar, porque no se trata de imponerse. Se trata de vernos como lo que somos: más que posturas enfrentadas. Personas. En un mundo donde la polarización nos ha enseñado a alzar la voz sin escuchar, la verdadera revolución puede ser aprender a dialogar. Construir puentes donde otros levantan muros. Y recordar que, incluso en nuestras diferencias, seguimos compartiendo algo esencial: somos seres humanos. Tal vez ahí, en ese terreno incómodo y honesto, podamos volver a encontrarnos.
Y como escribió Pessoa en El libro del desasosiego:
“Tengo, en lo más profundo de mi alma, un cajón lleno de ropa blanca de emoción por estrenar. Hay en mí una nostalgia por todo, incluso por aquello que nunca sucedió.”
Esa nostalgia por lo que aún podemos ser juntos —más que individuos aislados— es la que me mueve a escribir estas palabras. Tal vez el reencuentro no esté tan lejos.