Hubo un tiempo, una época heroica, en la que la música
importaba, y en la que el solo hecho de
oír rock era un acto de rebeldía, de oposición al orden establecido. Los
Rolling Stones siempre fueron una parte importantísima de esa rebelión
adolescente. En la raquítica escena del rock nacional, nunca faltaban los
grupos que tocaban, como Dios les daba a entender, versiones tercermundistas de
Satisfaction y Brown Sugar. Todo roquero digno de ser tomado en serio tenía al
menos un disco de las Piedras en su colección, o sabía tocar alguna de sus
canciones en su guitarra de Paracho, entre boleros, rancheras y las infaltables
Mañanitas
Diez años después de su última visita, los Stones volvieron
a México como parte de su gira latinoamericana Olé. Muy lejos estaba 1995,
cuando la primera presentación de Jagger & Co. en un país latinoamericano
causó tal revuelo que hasta los noticiarios más retrógradas dieron cuenta del
hecho. Un día antes de que las entradas se pusieran a la venta, muchos de
nosotros fuimos a acampar afuera de los centros de venta para conseguir una de
esas codiciadas piezas, y una estación de radio programó toda la noche música
de los Stones para hacernos más llevadera la velada.
Hoy todo es distinto. Ahora puedes comprar tus boletos desde
la comodidad de tu computadora e incluso imprimirlos tú mismo, sin necesidad de
hacer filas ni pasar la noche a la intemperie. Hoy puedes ir acompañado de tu
familia y comerte una rebanada de pizza sin temor a que alguien organice el “portazo”
y trate del entrar por la fuerza al recinto, o a que se produzca una batalla
campal entre el público y la policía. Todo es más limpio, más ordenado, pero
también más aburrido. Y caro.
Por todo ello, por primera vez en mi vida tratándose de los
Stones, me planteé seriamente no ir. Aunque sé que es el procedimiento
habitual, la idea de ser conducido como una oveja a través de vallas y filtros
de seguridad hacia un minúsculo trozo de grada (no merece llamarse
“asiento”) ubicado a kilómetros de distancia del escenario me
producía urticaria. “Pero son los Stones”, me susurraba
insistentemente el diablillo adolescente que se resiste a morir en mi interior.
Finalmente, y gracias a que, a diferencia de un servidor, mi hermana es una ciudadana
tan sería y confiable que la Banca la juzga digna de otorgarle una tarjeta de
crédito, pude adquirir entradas para el segundo recital.
Jueves 17 de marzo, cerca de las 6 de la tarde. Si en un día
normal el Metro de la Ciudad de México es la encarnación del caos, en los días
de eventos masivos aquello se convierte en una sucursal del infierno. Tras
cruzar la ciudad en trenes más parecidos a los que llevaron a los judíos al
matadero que a un verdadero transporte público, llegamos por fin al recinto.
Con una amabilidad ensayada, el personal de seguridad realizó el cateo
reglamentario en nuestras personas, cosa bastante inútil como comprobamos
después, al ver cómo nuestros vecinos de la fila de atrás consumían alegremente
sendos porros de mariguana.
Tras una espera no excesivamente larga, aprovechada por los
vendedores para ofrecer rebanadas de pizza y vasos de cerveza a medio llenar
con un costo de 1.3 salarios mínimos, las luces se apagan y, en medio de una
explosión de fuegos artificiales, la guitarra de Keith Richards abre un agujero
en el espacio-tiempo y me transporta a mi adolescencia, cuando escuché por
primera vez Jumping Jack Flash en el viejo radio AM de mi padre. It’s only rock n’ roll. Tumblin’
dice. Out of control.Fieles a sus raíces blueseras, Jagger y Richards
se enfrascan en un duelo-diálogo entre armónica y guitarra. Más temas clásicos
que arrancan el aplauso del respetable. En esta ocasión, el espectáculo es más
bien austero en comparación con el puente mecánico y la escenografía de Aladino
y la Lámpara Maravillosa del Bridges to Babylon o los muñecos inflables del
Voodoo Lounge. Aquí, el show lo da la música y un Jagger que, a sus 72 años,
transmite una energía y una sensualidad que hacen que Beyoncé y Rihanna
parezcan tan sexys y ágiles como el Pato Donald.
Más blues, ahora con Richards y Ronnie Wood en plan acústico
y You got the silver. Keith anuncia que es el aniversario de su esposa y le
desea “feliz cumpleaños” en un español tan malo como su
interpretación de Happy, que hasta esa noche, era una de mis favoritas. Pero ¿a
quién le importa? Es un Rolling Stone y puede hacer lo que le venga en gana,
que igual le vamos a aplaudir. No obstante, ver cómo omitía compases y cómo
Wood, Charlie y los demás tenían que acudir al rescate para evitar que la pieza
naufragara me hizo pensar que Richards no es indestructible después de todo.
Miss you. Gimme shelter con una muy
digna Sasha Allen. Sympathy for The Devil y sus imágenes “satánicas”
como de película de serie B. Con Brown sugar, la banda se despide en falso,
para regresar poco después con You can’t always get what you want, con todo y
coro. Satisfaction marca, ahora sí, la despedida de la banda y nuestro regreso
a la triste realidad, con sus estaciones del Metro cerradas por nuestras
geniales autoridades, sus taxistas abusivos y su inseguridad, pan nuestro de
cada día. Pero qué diablos, vimos a los Stones, y eso es algo que siempre
podremos platicarle a nuestros nietos.
Los Rolling Stones concluirán su gira latinoamericana Olé el
próximo 25 de marzo con un concierto gratuito en La Habana, Cuba.