Debido a la relación tan abrumadora que México tiene con su vecino del norte, por su dimensión, intensidad, historia y su dinámica, entre muchas otras variables, le es difícil dirigir la mirada e interactuar con otros actores internacionales, incluyendo sus vecinos del sur. Esta premisa describe uno de los eternos retos que ha tenido la política exterior del Estado mexicano: la diversificación de sus relaciones internacionales y el intento de moderar su dependencia de la aún potencia global.
También ha sido difícil salir de la dicotomía en la que México se sitúa, como parte de América Latina en un nivel histórico, cultural e idiomático, y como parte de América del Norte a nivel geográfico y económico-aspiracional. El debate regresa cada vez que Estados Unidos incide de manera negativa o intrusiva en el Estado mexicano, ya sea por diferencias comerciales, políticas, migratorias y, sobre todo, de seguridad. México participa activamente en el multilateralismo, firma tratados comerciales y su sólido cuerpo diplomático lo mantiene en las grandes discusiones globales, pero no ha consolidado en su “zona de influencia”, porque casi todo el tiempo, pensamos equivocadamente que carecemos de una.
Si bien se reconocen las aportaciones que México ha tenido a la dinámica internacional, como la Zona Económica Exclusiva, la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, o el Tratado de Tlatelolco (que cumple 57 años este mes), entre muchas otras aportaciones al Derecho Internacional y al multilateralismo, el mundo no deja de ver a México como el vecino de Estados Unidos, o peor aún, muchas veces México no deja de verse a sí mismo solo como el vecino de Estados Unidos.
Existen distintas heridas que tiene el subconsciente mexicano y parte de su identidad es padecer la relación con su vecino del norte e ignorar su relación con sus vecinos del sur. México fue parido por un sistema colonial para después ser despojado de su tierra e intervenido por otra potencia europea. Octavio Paz describe esta actitud subconsciente como “la hija de la chingada” al ver la memoria de un México tan afectada por la historia, pero no es el único. Gran parte del distanciamiento que se tiene con Guatemala y Belice también tiene un antecedente de conflictos por las delimitaciones fronterizas.
Los mexicanos tenemos clavada en la memoria la pérdida del territorio del norte, pero poco sabemos sobre cómo se formaron las fronteras que tenemos en el sur. El imperio de Iturbide, aquel México recién nacido de 1821 iba de Oregón a Panamá, y las Repúblicas Centroamericanas se independizaron prácticamente en los dos siguientes años. Centroamérica formó parte del territorio mexicano por tan poco tiempo, que no se tiene arraigo de ello en la memoria colectiva.
Distintos autores de Política Exterior mexicana, como Rafael Velázquez, cuentan cómo las intenciones de Guatemala por recuperar la región del Soconusco en el Estado de Chiapas se vieron minadas en 1882 ante el amago de Porfirio Díaz por ampliar la frontera mexicana en aquella región. Al otro lado de esa pequeña franja del continente, quince años después México cede la soberanía de una buena parte del territorio beliceño a Gran Bretaña, evitando así la separación de una fracción de la península de Yucatán alejada del gobierno centralista y que los ingleses financiaban con armas y ánimos de independencia. Así nació la frontera con nuestro vecino del sureste, al cual, en su nacimiento se le conocía como “Honduras Británicas”.
Muchos autores también dicen que la geografía es destino, y las pugnas por la definición territorial de un Estado, y la formación y consolidación de un Estado como tal, están directamente relacionadas con la identidad nacional. Si bien Estados Unidos absorbe la atención, el comercio y la política exterior de México, la identidad nacional, la cultura y hasta los rasgos fisonómicos están más ligados con América Latina, particularmente con Guatemala y los países de Centroamérica, que con cualquier otra nación del mundo.
En este sentido, aunque México ha tenido distintos momentos de liderazgo en América Latina, y aunque Estados Unidos también esté presente en la región, Centroamérica es o debería ser, por similitud, idioma, historia, dimensión, economía, cultura y antonomasia, la “zona de influencia” de México. Por lo tanto, es evidente lo mucho que hace falta dirigir la mirada a esa región. N
José Eduardo Rojo Oropeza
Dr. en Administración Publica, consultor y catedrático.