Desde que era una niña, las dudas sobre mi apariencia, poco a poco , se apoderaron de mis pensamientos, me comparaba constantemente con otras niñas, y la verdad es que los comentarios de mi madre no ayudaban en lo más mínimo, aunque entonces no lo sabía y ahora con amor comprendo.
Durante la adolescencia me acostumbré a la idea de que estaba bien no estar dentro de lo esperado, aunque si me ocasionaba conflicto ver a otras mujeres y continuaban los comentarios de algunos miembros de la familia, me concentré en sentirme normal ante ser medianamente bonita, no tan gorda, no tan flaca, nada de excepcionalmente inteligente, brillante o especial, estaba bien estar en ese rango de promedio… o eso pensaba.
Sin embargo, la vida me tenía preparada una sorpresa: la maternidad.
Los miedos y las ansiedades para mi fueron algo constante durante el embarazo, pero, la sensación de tener una conexión única con mi hija antes de conocerla fue, en sí misma, una bendición inesperada, comencé a sentirla dentro de mi , y saber que, necesitaba estar y sentirme bien para y por ella cambió drásticamente mi manera de percibir mi cuerpo y mi apariencia, como si aquello que por años rechacé de pronto se convirtiera en un sistema maravilloso creador de vida.
De alguna manera, me empoderó de una forma que nunca imaginé. Experimentar la maternidad por primera vez me hizo sentir muchas cosas, lo cual, ya era esperado por las hormonas, pero de cualquier forma aquello de que hasta que no lo vives , realmente no lo sabes con certeza. Desde la felicidad abrumadora hasta la inseguridad constante. Fue en este entorno de cambio, donde aprendí a apreciar mi cuerpo y a reconocer su fortaleza.
Cuando finalmente sostuve a Vanessa en brazos, fue como si una cortina se hubiera abierto frente a mis ojos, y ahora, sólo veía los de ella, brillantes y curiosos, algo rasgados como los de su abuela, vivos y llenos de hambre por vivir.
Conforme pasaron los días y comenzamos a recibir visitas, escuchaba con atención las palabras de admiración hacia su belleza, que claro, como mamá gallina no podría decir lo contrario, pero lo que realmente me movió fue recordar a la niña que fui, y entender que debía convertirme en una madre completamente distinta a la que tuve en cuanto a la reafirmación física y los estándares impuestos, con esto no quiere decir que mágicamente desperté un día siendo más “woke”, sino que desde entonces prestó mucha más atención a lo que le digo, cómo se lo digo. Y empecé a aplicarlo de igual manera conmigo, es impresionante como podemos convertirnos en las peores juezas de nosotras mismas, las auditoras más estrictas en lo privado.
Su llegada no solo marcó el inicio de la maternidad, sino también de una transformación interior profunda, y poco a poco he podido abrazar mi propia autenticidad, ahora más con cariño que con reproche veo mis estrías como las marcas de una de las decisiones más complejas de mi vida, pero también puedo reconocerme en la sonrisa de mi hija y entonces sentirme radiante, capaz de todo y hermosa, a mi manera.
Cada patada en mi vientre fue un recordatorio de la resistencia y la capacidad asombrosa de mi cuerpo.
La conexión con mi hija se convirtió en un faro de amor propio. Juntas, hoy, exploramos las maravillas de la maternidad, compartiendo risas, lágrimas y sobre todo construyendo nuestros propios nuestro vínculo y autoconcepto basadas en la tremenda capacidad que tenemos de hacer posible todo lo que queramos. La responsabilidad de criar a otra persona me hizo enfrentar desafíos con determinación, revelando una valentía que desconocía, y hoy, mi misión es que, cuando ella crezca lo haga feliz, sana y con la determinación absoluta de que es digna de amor, de admiración y capaz de cumplir cualquier objetivo que se proponga.
Hoy, al observar a mi hija convertirse en una joven segura de sí misma, sé que hemos trascendido las expectativas externas. Nuestra conexión va más allá de lo físico; es un lazo de amor y apoyo mutuo. Descubrí que la verdadera belleza radica en cómo nos vemos a nosotras mismas y cómo compartimos ese amor con quienes nos rodean. La maternidad, esa bendición inesperada, no solo me dio una hija, sino que también me regaló un yo renovado, y hoy puedo abrazarme desde un lugar seguro y amoroso que seguimos construyendo cada día.