Los autos “inteligentes” con piloto automático que se conducen solos se hacen cada día más comunes. De hecho, en mayo de 2016, en Florida, Joshua Brown falleció a bordo de un automóvil autónomo marca Tesla. Un par de años después, en 2018, Elaine Herzberg murió arrollada en Arizona por un coche autónomo de Uber.
Los automóviles con piloto automático comienzan a volverse comunes alrededor del mundo. Hace unos días se supo que el nuevo Lamborghini Huracán usará un novedoso sistema llamado What3Words con un código de geolocalización que incluye una división cuadriculada del planeta en 57 billones de espacios de tres por tres metros.
En 1983, el episodio número nueve de la segunda temporada de la serie Knight Rider (El Auto Fantástico) representa la ocasión en que Kitt pierde su carrocería y termina convertido en una computadora portátil que Michael debe llevar en el asiento del pasajero. El episodio, titulado “Soul Survivor” (en español llamado Vida interior), propone que la esencia de Kitt es su “alma” que lo hace único e irremplazable.
De acuerdo con el argumento del episodio, Kitt es más que su carrocería, que pertenecía al modelo Trans Am de Pontiac. La supuesta “alma” del auto fantástico lo humaniza hasta el punto en que desarrolla sentido de familiaridad y cultiva amistades con otros personajes.
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Cuarenta años después de su estreno, la serie ha dejado de ser ciencia ficción. Kitt ya existe, pero se llama Alexa, como la inteligencia artificial que Amazon ha puesto a disposición de Lamborghini para que acepte instrucciones e interactúe con los usuarios. Las aplicaciones de este tipo de tecnología son muchas, desde ambulancias inteligentes hasta sistemas de pesca y cultivo autónomos. La minería y la construcción pronto serán automatizadas, así como la entrega de alimentos y la recolección de basuras.
Por otra parte, ese mismo tipo de inteligencia artificial que le permitió a las redes sociales crecer de manera exponencial y, de alguna forma, llegar a controlar la vida de más de 4,000 millones de seres humanos, tiene un aspecto siniestro e inhumano.
Veamos. Más de 50,000 millones de fotografías se han publicado en Instagram y cada segundo se agregan 1,000 más. De acuerdo con cifras recientes, Facebook e Instagram emplean, o subemplean, a unos 40,000 moderadores humanos de contenido alrededor del mundo.
No obstante, ese número de “moderadores” no podría revisar ni siquiera el número de publicaciones en Instagram que sobrepasan las 60,000 imágenes y comentarios por hora. El resultado es la terrible realidad de una sociedad transnacional y globalizada en la que los delitos contra el buen nombre de las personas, en especial los jóvenes, tienen una impunidad casi absoluta.
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Es imposible para una persona común explicarle a Facebook o Instagram por qué un contenido atenta contra la verdad y pone en peligro su vida y estabilidad emocional. Los algoritmos de Facebook e Instagram no escuchan razones ni pueden comprender los sentimientos de desesperación que sufre una joven a la que alguien acusa o calumnia.
Por el contrario, la energía emocional y la preocupación que se genera alrededor de una imagen con un comentario difamador son rentables para las empresas de Mark Zuckerberg y sus accionistas. La víctima de las calumnias o ataques visita las redes tratando de verificar el alcance de los daños. Y el victimario hace lo propio para ufanarse en su crueldad. Cada visita trae la oportunidad de mezclar contenido con publicidad pagada.
Así, la ansiedad social, la frivolidad y el matoneo se convierten en capital de cambio en la economía de la atención.
¿Qué porcentaje de los más de 84,000 millones de dólares que facturó Facebook en 2020 se habrán recogido sobre el dolor de víctimas de matoneo virtual allí o en Instagram? ¿Cuántas vidas se han perdido porque los sistemas de moderación de contenido no pueden solidarizarse con la angustia legítima de una persona que pide se retire algo falso o inapropiado de las redes?
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Los llamados “moderadores” en las redes sociales cumplen una función simbólica y contradictoria. Solo pueden moderar lo “obvio”, pero no tienen tiempo ni capacidad para fijarse en detalles. Y mucho menos, pueden dialogar con un ser humano angustiado a quien la cultura de la cancelación o de la calumnia lleva al desespero.
En 2019, Facebook reconoció en un informe que solo pudo detectar menos del 15 por ciento de los casos de matoneo que se publicaron en sus redes. ¿Qué sucedió con el otro 85 por ciento?
En la época en que los automóviles inteligentes aparecen más y más en Instagram, el trato con un ser humano es un servicio de lujo al que no pueden acceder los 4,000 millones de personas atrapadas en las redes sociales. Allí existimos como cardúmenes de peces atrapados por un sistema de redes autónomas e inhumanas, quizá muy similares a What3Words y sin el “alma” que tenía KITT en los años 80. N
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Carlos Aguasaco es escritor, académico y profesor en The City College of New York. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.