Charlie Watts supo labrarse, calladamente, un lugar entre las deidades
del Gran Ritmo. Enorme logro para un humilde baterista de jazz devenido en rockstar.
CUANDO estudiaba la secundaria, el hermano mayor de mi mejor amigo decía ser el Mick Jagger mexicano. Como mi amigo sabía un par de acordes en la guitarra (y además era rubio), él era Brian Jones. A mí me tocaba ser Charlie Watts.
Cuando, por fin, tras décadas de prohibiciones, represión, macanazos y gaseadas, los Rolling Stones se presentaron en México en enero de 1995, yo fui uno de quienes le dieron a Charlie una ovación más prolongada que al mismísimo Keith Richards. Así de querido era en México.
Este 24 de agosto, al enterarme de su muerte, no pude evitar acordarme de la cantidad de bancas nuevecitas que marqué con la leyenda “Aquí estuvo Charlie Watts” en aquella secundaria de mi barrio.
Aunque algunos críticos lo calificaban de mediocre, e incluso lo llamaban “el Stone más oscuro”, su trabajo en piezas como “Get off of my cloud” o “Paint it black” les imprimió un sello característico, incluso más que los riffs de Richards y Jones.
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Otra cosa que se le criticó en algún momento fue su ruquez. Aunque no era el más viejo de la banda (ese dudoso honor le pertenece a Bill Wyman), su aburrida conducta era más la de un discreto pequeñoburgués que la de un astro del rock. No salía con modelos como Jagger, no era reventado como Richards, y ni siquiera echaba desmadre como Ron Wood. Siempre estuvo casado con su amada Shirley y no se le conocen amantes ni hijos fuera del matrimonio. Sus únicos vicios eran el tabaco, que dejó en la década de 1980, y el coleccionismo de objetos de la Guerra Civil estadounidense. “Soy más bien flojo”, dijo en una de las pocas entrevistas que concedió en su carrera. “No hay nada más que quiera hacer fuera de los Rolling Stones”.
Pero lo hizo. Su amor por el jazz lo llevó a formar su propia banda con la que grabó discos e hizo giras en varios países. Asimismo, sus hábitos relativamente saludables comparados con los de los otros Stones no le impidieron sufrir (y vencer) un cáncer de garganta a principios de este siglo.
También participó en el diseño de producción de las monstruosas giras del grupo. Aquellos enormes escenarios como de pesadilla o de viaje de LSD fueron, en parte, obra suya, lo mismo que el vestuario de la banda.
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Aún no está claro qué sucederá con los Rolling Stones ahora que su líder, como lo llamó Jagger en una entrevista a principios de su carrera, ha dejado el taburete. ¿Sustituirlo con algún músico de estudio, como lo hicieron con Bill Wyman? Improbable: Watts, al igual que Jagger y Richards, es insustituible. Sin cualquiera de ellos, la banda dejaría de merecer el nombre que lleva. ¿Llamar a otro gran baterista como músico invitado? ¿A quién? ¿Starr, Copeland, Bruford? Aunque sería interesante ver, por ejemplo, a John Densmore, quien comparte con Charlie una formación jazzística, dudo mucho que suceda. Quizá hemos visto, ahora sí, el final de la banda de rock más grande del mundo.
Sin la maravillosa locura de Keith Moon, sin el desenfadado carisma de Ringo Starr y con menos recursos técnicos que Ginger Baker, Charlie supo labrarse, calladamente, un lugar entre las deidades del Gran Ritmo. Enorme logro para un humilde baterista de jazz devenido en rockstar.
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Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad del autor, fan irredento de los Stones.