Aunque no nos habíamos visto en muchos años, el oficial talibán me recordó cuando llamé. Había oído que él vivía en el emirato de Catar, en el Golfo Pérsico, y yo planeaba viajar allí pronto. Bien, dijo, reunámonos para almorzar o cenar. Cuando volé recientemente a Doha, la capital de la monarquía, esperaba ansiosamente verlo. Pero cuando aterricé en esta ciudad futurista al lado del mar, él no se mostró tan acogedor. Llegó a mi habitación de hotel luciendo tenso e incómodo. “No use mi nombre”, dijo inmediatamente. “No le diga a nadie que me ha visto. Nada de fotos. Nada de cámara. Nada de nada.”
En todos los años en que he informado sobre el Talibán, nunca había sido tan obstaculizado por los funcionarios que colaboraban en la “oficina política” de la insurgencia afgana en Catar. No hacen ningún esfuerzo por disfrazarse. Incluso en las calles de Doha, una ciudad llena de innumerables expatriados, destacan las barbas largas, los turbantes y la ropa afgana tradicional del Talibán. No esperes conseguir respuestas de estos tipos. No les gustan los desconocidos entrometidos.
“Como un hotel de cinco estrellas”
Como uno de los países con una mayor riqueza per cápita del mundo, Catar ha atraído desde hace mucho tiempo a hombres afganos ambiciosos para trabajar como camioneros y constructores. Pero el Talibán tiene su propia razón para estar ahí. En 2013 sus líderes les encomendaron abrir una oficina en Doha e iniciar conversaciones exploratorias de paz con el gobierno estadounidense. Aunque las reuniones cesaron repentinamente, los negociadores del Talibán y sus familias se quedaron como invitados de honor del emir y su gente. “Tenemos una buena vida aquí”, dice mi viejo conocido. “Agradecemos al estado de Catar por eso.”
Sin embargo, este arreglo no ha caído bien a otros afganos en Catar. Algunos tienen recuerdos persistentes de las palizas o encarcelamientos que soportaron cuando el Talibán gobernaba Afganistán. Otras personas se resienten por los privilegios de los representantes. “Se pasean en grandes autos de lujo, vistiendo ropas inmaculadamente blancas y costosas gafas de sol”, señala un hombre de negocios afgano que ha pasado la mayor parte de los últimos treinta años en Catar. “No tienen que sudar para ganarse la vida como el resto de nosotros.”
Nada más lejos de ello. El rico estado petrolero proporciona a sus invitados del Talibán y a sus familias SUV de lujo, atención médica gratuita y casas con aire acondicionado del tamaño de un pequeño castillo. “Sus baños son más grandes que nuestras salas”, dice un afgano que ha hecho trabajos de plomería para las familias del Talibán en Doha. “El servicio que les dan es como el de un hotel de cinco estrellas”, señala un oficial de inteligencia afgano con sede en Kabul. Él, al igual que casi todas las demás personas con las que hablé, pidió hablar desde el anonimato debido a la sensibilidad del tema. De acuerdo con un diplomático afgano en Catar, el Talibán tiene prácticamente servicio a la habitación: “Todas las mañanas, una camioneta de reparto llega a la residencia de cada uno de ellos para entregar pedidos de carne fresca, verduras, fruta y muchas cosas más.”
Los Cinco de Guantánamo sienten nostalgia
Estos emisarios no han hecho mucho para ganarse este trato especial. Un plan de paz no es nada más que una fantasía distante. Aunque los miembros del Talibán y funcionarios afganos de alto rango dicen que ambos bandos están cerca de iniciar conversaciones formales, no se ha establecido ninguna fecha. Hasta ahora, el contingente de Catar puede señalar solo un logro que haya tenido alguna consecuencia: el intercambio que liberó a cinco presos de Guantánamo de alto nivel en mayo pasado a cambio de Bowe Bergdahl, un soldado estadounidense capturado. Bergdahl sigue en servicio activo mientras el Ejército determina si deberá enfrentar un consejo de guerra bajo cargos de deserción. Mientras tanto, los Cinco de Guantánamo permanecen en Catar, a instancia de Washington. Según los términos de su liberación, tienen prohibido salir del país antes de que transcurra un año. No es que tengan algún otro lugar adonde ir; ni Pakistán ni Afganistán los quieren, pues temen que vuelvan al campo de batalla.
El emir tiene muchas razones para mantenerlos tan cómodos como sea posible. Al aceptar la custodia de los antiguos presos de Guantánamo, solucionó un embarazoso problema para los estadounidenses y obtuvo valiosos puntos diplomáticos en Washington. Al mismo tiempo, desea que los islamistas de Catar y del resto del mundo árabe lo vean como una persona que simpatiza con el Talibán. Por lo tanto, los Cinco de Guantánamo también serán tratados a cuerpo de rey. De hecho, para ayudarlos a sentirse menos nostálgicos, a cada uno de ellos se le ha permitido llevar cinco familias del Talibán para que les proporcionen ayuda y compañía. Hasta hace algunas semanas, se decía que había treinta y cinco familias del Talibán vinculadas con los antiguos presos en Doha y sus alrededores, y se esperaba que pronto llegaran más.
A pesar de este alojamiento tan envidiable, no todos los antiguos presos de Guantánamo parecen felices. Entre los comandantes de alto rango del Talibán circulan informes de que al menos dos de ellos están ansiosos por salir de Catar y regresar a la zona de guerra. La reunión podría ponerse fea. Uno de los presuntos descontentos, el ulema Fazl Akhund, dirigió al ejército del régimen Talibán hasta su captura durante la invasión de 2001, dirigida por Estados Unidos. Los miembros de alto rango del Talibán dicen que él está convencido de que debe dirigir la insurgencia. Considera que el ulema Akhtar Muhammad Mansour, líder actual del Consejo gobernante del grupo, es un usurpador. Un comandante de alto rango dice que los miembros del círculo de Mansour, al tratar de prevenir una lucha por el poder, han advertido a los servicios de inteligencia occidentales que Fazl tiene muchas probabilidades de unirse al Estado Islámico si se le permite salir de Catar.
En la región fronteriza de Pakistán, los seguidores del grupo tienen preocupaciones más urgentes. Dicen que están hartos de esperar que los supuestos conciliadores de Catar lleguen a un acuerdo. No hace mucho tiempo tropecé con un antiguo oficial de inteligencia del Talibán que ahora vende frutas y verduras al lado de una carretera en Peshawar. “Anoche llovió mucho”, dijo. “Mi casa solo tiene un techo de barro. Esos tipos de Catar no saben cómo es sentirse frío y mojado.”
El ulema Abdul, un combatiente de treinta años de la provincia de Kunduz, está igualmente disgustado. “Si no pueden lograr nada en esa oficina en Catar, deben volver y vivir aquí igual que el resto de nosotros”, dice.
Incluso en el calor del desierto de Doha, esa posibilidad debe producirles escalofríos a los aspirantes a conciliadores del Talibán.