Los cimientos de la casa donde vive hoy la novela fueron establecidos hace unos 1000 años por Lady Murasaki, con un poco de ayuda de Homero y de los escritores babilónicos antiguos que grabaron la epopeya de Gilgamesh en tablillas de arcilla. Henry Fielding ayudó con las paredes, Cervantes añadió las ventanas, con todo y su vidrio alabeado. Los grandes rusos del siglo XIX levantaron las robustas vigas de techo. Dickens y Austen añadieron la chimenea y el salón. Proust, Joyce y Woolf desarrollaron un ala modernista un tanto austera. Pynchon dejó caer algunos lascivos gnomos en el césped.
Pero ninguna casa es eterna, y, últimamente, la novela ha empezado a inclinarse hacia el olvido. Esto se debe, en gran parte, a que ha sido reemplazada como el medio principal de contar historias. Por cuestiones de agilidad narrativa, es difícil que la página pueda competir con la pantalla. En la prehistoria cultural del año 1996, Jonathan Franzen manifestaba su preocupación en un importante ensayo publicado en Harper’s, donde decía que “estamos realmente en contra de lo que luce realmente como la obsolescencia del arte serio en general”. Y eso fue antes de The Sopranos, antes de Grand Theft Auto, antes de Twitter y Facebook e incluso de Friendster. Franzen escribió en papel, para personas que leían en papel, para las que la lectura todavía era la principal vía de acceso a realidades irreales. Poco sabían ellas. Poco sabemos nosotros.
Se ha hablado mucho acerca de la muerte de la novela, como la crisis de una mansión que alguna vez fue imponente pero que se ha convertido en una monstruosidad. Hablar del fin de la ficción, producir artículos de reflexión sobre su indudable fin, es manifestar un gélido conocimiento acerca del desastre inminente, enfrentar la catástrofe cultural con sangre fría. ¿Otra librería acaba de cerrar? ¿Ha leído usted el más reciente informe sobre los hábitos de lectura, por ejemplo, de los estadounidenses? ¡Todos a sus computadoras portátiles!
Pero es posible que esto no ocurra aún. Quizás sea posible una restauración, aunque no exactamente en la misma forma que en la resplandeciente época de Don Quijote, cuando uno podía mirar las colinas sin divisar ninguna otra mansión (ahora, el estridente palacio de Netflix atesta el panorama). Leer es una actividad humana básica: desde mi punto de vista, precede a Jeff Bezos, y persistirá en tanto los nervios de la retina estén conectados al cerebro. Contar historias es fundamental para la empresa humana: historias no solo de lo que ocurrió ayer, sino de lo que podría haber ocurrido, y de lo que ocurrió hace mil ayeres, y de lo que podría ocurrir dentro de diez mil días. La novela ha servido adecuadamente para este propósito pero, al enfrentar su extinción, podría necesitar una transformación para sobrevivir; lo que los nativos digitales llaman un hackeo.
Precisamente ese hackeo fue sugerido de manera convincente y ensordecedora hace cuatro años por David Shields en el libro Reality Hunger: A Manifesto(Hambre de realidad: Un manifiesto).Siendo un aforístico y extraño trabajo de crítica literaria, Reality Hunger sugiere que, para sobrevivir, la novela deberá parecerse cada vez menos a sí misma, y abandonar de una vez por todas el asunto de trama-personajes-tema. El programa de televisión Homeland puede hacerlo mejor de todos modos, así que ¿para qué molestarse en tratar de mantenerlo, especialmente sin Claire Danes a su lado? Si usted tiene algo que decir, dígalo claramente, sin todos esos disfraces juveniles de la novela.
La novela, dice Shields, es solo una forma, y “[las formas] sirven a la cultura; cuando mueren, mueren por una buena razón: ya no encarnan lo que significa estar vivo”. Shields sugiere que la no ficción creativa (el ensayo como una forma de arte, al que denomina ensayo lírico) es una solución que conserva el arte de la novela mientras descarta su artificio. “Nos gusta la no ficción porque vivimos en tiempos ficticios.” Junto con el ensayo lírico, las memorias reciben una alta calificación en Reality Hunger: la narración de historias como una forma de introspección, al estilo de Montaigne o de Joan Didion, vida verdadera en lugar de vida falsa.
Pero espere un minuto, seguramente está pensando que una novela que no cuenta una historia ficticia no es una novela. No, supongo que no lo es. Shields define una especie de híbrido, una mezcolanza de cosas verdaderas e inventadas, además de pensamientos, observación, reflexión y conjeturas. Menciona partes de Moby-Dick y de Hamlet que, en su opinión, muestran esta misma cualidad, renunciando a las estratagemas de la novela y simplemente predicando la verdad al lector. ¿Pero usted conoce la noción de la trama que su profesor de español de la secundaria le enseñó, aquella que Aristóteles sugirió por primera vez en su Poética? Eso, afirma Shields, es casi tan anticuado como su primer Kindle, aquel que tenía tantos botones debajo de la pantalla.
Últimamente, las ideas de Shields acerca de la novela parecen haber sido confirmadas por el público lector. Probablemente, la mayor sorpresa literaria de los tres últimos años haya sido My Struggle (Mi batalla) de Karl Ove Knausgaard, una enorme autobiografía en seis volúmenes (apenas) disfrazada de novela. Leer a Knausgaard en busca de una trama equivale a ver las películas de Bergman en busca de bromas escatológicas, y con todo, sus novelas shieldsianas han gozado de una inmensa popularidad, probablemente porque satisfacen una necesidad más profunda que “qué-les-ocurrirá-a-los-dos-enamorados-atrapados-en-medio-de-un-huracán” o “espero-que-él-encuentre-la-bomba-antes-de-que-arrase-con-Baltimore”. En su reseña del tercer volumen de My Struggle en el New York Times, publicada a principios de este año, la novelista estadounidense Rivka Galchen escribió, “Lo que a primera vista parece ser el problema de cómo nosotros, como lectores, tenemos paciencia para recibir tanta información se revela, al examinarlo más detenidamente, como el problema de cómo, con tan poca información, sentimos que hemos sido testigos de una vida entera”.
El ensayo también tuvo un buen año, con The Empathy Exams (Los exámenes de empatía) de Leslie Jamison y On Immunity: An Inoculation (Sobre la inmunidad: una vacuna) de Eula Biss, dos de las colecciones más ampliamente elogiadas. No se trata del tipo de “ensayos” que usted tuvo que leer en sus cursos de Historia estadounidense: la sociopoética de la compra de Luisiana,ni del tipo que encontraría en la Revista Mensual de Física Celular Teórica. Estos ensayos son personales, inquisitivos, vivos, escritos por mujeres jóvenes claramente concentradas en más que simplemente proporcionar un entretenimiento. Si busca emociones fáciles, encienda el televisor y mire Mad Men.
Al reseñar los ensayos de Charles d’ Ambrosio en la revista L, un crítico señala perspicazmente que “hay una razón por la que los ensayos están teniendo un buen momento… [Nuestro] discurso cultural pasa de una conclusión estridentemente argumentada a la siguiente, un flujo empobrecido de tomas y recapitulaciones que no dejan ninguna posibilidad para la ambivalencia o los matices. El ensayo es el único foro en el que podemos encontrar las contradicciones, la perplejidad y la incertidumbre que son la materia oscura de la vida cotidiana.”
La novela aún está en pie, efectivamente, pero lo está de manera incómoda, una mansión kitsch de nuevo rico, cuyo vocabulario es categóricamente anticuado, una forma que solo puede mirar hacia atrás. No puedo pensar en ninguna novela de extensión normal publicada en 2014 que haya hecho algo nuevo. La mayoría de las que leí fueron un refrito de la misma fórmula realista que se ha mantenido por lo menos desde que Raskolnikov paseaba por los sucios patios de San Petersburgo.
Entonces, ¿Shields tiene razón? ¿Knausgaard es nuestro salvador? ¿Los ensayos son las nuevas novelas? ¿Las novelas están convirtiéndose en una antigüedad como los manuscritos iluminados? Preguntas imposibles todas ellas. Pero este es un buen momento para recordar el dictamen violento e intransigente de Ezra Pound: Renuévala.