Fijarse en el hombre más rápido de la historia de nuestra especie es sencillo, es contundente.
Estrellas sobran, se acumulan diariamente en los medios que, impactados por las redes sociales, buscan cada semana un pretexto para vender al mejor del mundo. Elegir al atleta del año se ha vuelto un ejercicio peligroso, la popularidad confunde los criterios entre aquellos deportistas que más seguidores tienen en Facebook y otros que continúan su camino casi en solitario. En 2013 no han faltado nombres, al contrario, a mayor penetración de internet, más difícil se vuelve la elección porque domina el fútbol. Los grandes equipos y, después, las grandes marcas que le acompañan, influyen en el gran público que, la mayoría de las veces, duda de la existencia de algún ser superior al futbolista de moda. En vísperas del Mundial es aún más arriesgado atreverse a proponer la importancia de algún otro deporte. Ahí está el caso del millonario Cristiano Ronaldo, hoy el futbolista mejor pagado de la tierra y su aburrida disputa con Messi que lleva meses inundando la prensa mundial. El año de Rafael Nadal tiene más mérito y hasta el del retirado relevista de los Yankees de Nueva York Mariano Rivera, como el de Sebastian Vettel, quien hace muy poco era un adolescente sin permiso de conducir y hoy es un piloto legendario. Pero el hombre del 2013 tiene que ver con un ejercicio más primitivo, al alcance de cualquiera: correr, lo que realmente vuelve universal la elección. Destacar en una actividad como la de corredor significa hacerlo en algo por encima de la naturaleza del hombre promedio. Elegir al mejor futbolista, tenista, piloto o basquetbolista es opinable. Fijarse en el hombre más rápido de la historia de nuestra especie es sencillo, es contundente.
Este año Usain Bolt volvió a escaparse de la humanidad. Su velocidad es irremediable. En 30 metros supera al viento, en 40 metros alcanza al sonido, y llegando a los 50 la tierra ya gira más rápido. Cuando la historia corre por delante, Bolt la rebasa con su autobiografía. Solo le queda dominar una sombra ligera y afilada, la suya, entonces acelera frente a ella en un cuerpo a cuerpo privado. Cambia el ritmo, hace memoria, se vuelve un recuerdo y, embalado en una nueva dimensión, cruza la meta. Un tipo normal con articulaciones nucleares, humor radioactivo y sonrisa atómica. Bolt legalizó en 2013 su perfil de superhéroe. Sus registros arremeten contra la nostalgia de aquellos momentos que, por insuperables, sabemos que nunca volverán. ¿Viviremos para verlo romper su propia marca?… No lo creo. Esos 9.58 de Berlín 2009 están compuestos con los ingredientes del tiempo, esa materia tan difícil de cambiar. Pero hay destino mientras Usain Bolt exista. Un atleta que modifica el clima. Retrasa la noche y adelanta el día. Provoca a la ciencia y vence a la versión invencible de sí mismo.
Puro oro, toneladas de oro, 43 medallas de oro entre juegos olímpicos y campeonatos mundiales acumulan el retirado Michael Phelps (29) y Usain Bolt (14). Estos dos hombres suman más medallas que 100 países juntos, el dato abona la existencia real de Superman. Los mundiales de natación y atletismo de 2013 sirvieron para confirmar el impacto que el nadador y el corredor lograron en nosotros.
La ausencia de Phelps en Barcelona fue tan notoria como la presencia de Bolt en Moscú: tricampeón en 100, 200, 4×100, y ahora máximo medallista en la historia de los mundiales (10), superando al viejo vendaval de Alabama Mr. Carl Lewis. Durante años Phelps y Bolt funcionaron como ejes de rotación y traslación. El planeta se detenía para verlos en competencia o giraba a la velocidad que imponían. Inalcanzables por agua y tierra, controlaron las mareas y dominaron también el tiempo, son los auténticos domadores del tiempo. A ese elemento imposible de encerrar lo domesticaron, quebrando hasta en 23 ocasiones las marcas que les puso enfrente. Tienen inmunidad cronológica. Con Phelps en las profundidades y Bolt en la última etapa de su carrera —llegará con 29 años a Río 2016—, el deporte parece quedar huérfano de héroes. La mitología encuentra su representación humana con la invención de los juegos olímpicos. Hasta ahora el deporte siempre pudo reencarnarse. Pelé en Maradona y Maradona en Messi. Bird y Johnson en Jordan. Borg y Sampras en Federer. Senna en Schumacher y Schumacher en Vettel. Robinson en Alí. Latynina en Comanecci y Owens, Spitz y Lewis en Michael Phelps y Usain Bolt. La pregunta es si los dos últimos no fueron demasiado lejos, tan lejos que tampoco el tiempo sea capaz de envejecerlos.
Usain Bolt tuvo un año extraordinario. Lejos de los altavoces que rodean a otros deportes, lo suyo, en una disciplina que pierde fuerza como el atletismo atacado por escándalos de dopaje, sigue siendo extraordinario. Bolt se convirtió en el atleta del año en el mismo Estadio Luznhiki de Steve Ovett y Sebastian Coe, Pietro Menea, Sara Simeone, el Misha, la guerra fría y el boicot estadounidense, que junto al Memorial Coliseum de Los Ángeles, representa el último símbolo activo de aquellos tiempos. Moscú 1980 y Los Ángeles 1984 convirtieron el movimiento olímpico en el aparato diplomático más influyente del mundo.
El verano ruso de mediados de agosto se siente más cálido desde finales de la década de 1980. Entonces la cortina de acero tras la que caía una sombra gélida no se esforzaba en calentar los corazones de un pueblo viejo, sufrido pero refinado, educado en el hambre y solidario al que Adam Smith habría considerado inútil. Aquel Moscú culto deportiva y musicalmente, intercambió los contenedores del progreso por su pasión amateur que, frente a los ojos del mundo, lo volvían peligroso y díscolo. El deporte, la carrera espacial o la investigación en las antiguas repúblicas Soviéticas representaban, junto a la medicina y los prodigios cubanos, los únicos medios pacíficos que el comunismo encontraba para enviar un mensaje de vanguardia al mundo, erizó a cualquier otra forma de vida que no fuera verde como el color del dólar: último documento imperial. Llegaron Gorbachov, Juan Pablo y, después, el euro. Del muro que dividía las oportunidades quedó un recuerdo. Cada roca de esa estructura humana en el Este significaba una vida por desarrollar. Bolt, sin embargo, nacido en una isla de otra época, es un organismo independiente al COI y su movimiento, parece mantenerse al margen de la historia. Porque cuando un atleta está por encima del deporte y sus leyes, entonces el atleta es el deporte. Bolt es el deporte y es el movimiento en un solo organismo.
A las 21:42 del 11 de agosto del 2013, Usain Bolt, clasificado a la final de los 100 metros planos del campeonato mundial, se colocaba en el carril número 6, su calle de toda la vida en los barrios de Zeus. La carrera, como todas en las que participa desde el 2008, era otra competencia contra su marca mundial. Cada vez que corre la gente espera que rebaje solo una centésima esos 9.58 de Berlín 2009.
Los 100 metros planos son, desde que Bolt existe, una prueba más del cambio climático. El “relámpago” desató una tormenta privada aquella noche de agosto sobre Moscú. Había sido una jornada seca, pero cosas del cielo o de los dioses, un minuto antes de la salida y otro después de la meta, cayó un aguacero inesperado. Bolt, con su impecable sorna, arqueó las cejas, sacó un paraguas imaginario, colocó las pezuñas en los tacos y arrancó. Su salida mejoró en los últimos ocho meses, ahora los casi dos metros de energía se desdoblan con mayor soltura en los primeros 30 metros, al llegar a los 50 solo quedan sombras, la velocidad en ese tramo era inmejorable, iba con el tiempo, sin viento en contra ni lluvia de cara, estaríamos frente a una nueva marca mundial en 2013. Corrió para 9.78. Diecinueve centésimas después el viento y la lluvia pararon, el Luznhiki todavía relampagueaba, Moscú se rendía. Con este atleta hemos perdido la capacidad de asombro, la marca que le dio el oro este año es una locura, y sin embargo, frente a tanto ruido mediático, nos parece algo normal. Viendo correr a Bolt la nostalgia se apodera del deporte porque este año también tuvimos tiempo para extrañar a su socio mitológico, Michael Phelps.
Haciendo a un lado lo que nos ocupa diariamente, y que tiene menos importancia de la que creemos, pasó casi inadvertido por los grandes medios el Campeonato Mundial de Natación, un evento mayor. Barcelona, la legendaria coordenada marítima donde Colón señala el horizonte, inauguraba en julio una batalla naval.
La natación, un deporte sin audiencia, fue rescatada en los últimos años por una figura inhumana. Michael Phelps protagonizó los documentales donde Jack Cousteau imaginó una civilización submarina. 22 medallas olímpicas, 18 de ellas de oro, y 26 títulos mundiales descansan en el fondo de una alberca. No ha existido un atleta tan dominante, ni siquiera Jordan, Messi o Alí. Phelps representó todo aquello que para el ser humano era imposible: vencer un elemento en donde los hombres mueren. El agua, siendo vital en nuestras vidas, causa poco impacto en las audiencias cuando no está embotellada. La natación para quien no se haya acercado a ella, es el deporte más completo de todos. De ahí que el retiro de Phelps, en Londres 2012, nos obligara a hacer una búsqueda urgente de su sustituto en los mundiales de Barcelona 2013. Los periodistas, por más que perdamos el tiempo vendiendo y comprando ídolos falsos, necesitamos superhéroes confiables. El chico del 85 nacido en Baltimore cumplía todos los requisitos que hicieron de la kryptonita un mineral mediático. Quien tuvo la curiosidad de asomarse a las orillas que algunos medios ofrecieron sobre el Mundial de Natación se dieron cuenta de que Lochte, Franklin, Cielo, Yang, Shiwen, Lacourt, Manaudou, Muffat, Meilutyte o Kromowidjojo no son Phelps, pero el hecho de que hombres y mujeres naufragarán en su honor, se agradeció. Barcelona con la natación y Moscú con el atletismo nos regalaron en 2013 un año casi olímpico. Ambas ciudades desempolvaron sus recuerdos de los juegos de 1980 y 1992, probablemente los más emotivos de la historia. En el agua y en la tierra el género humano vuelve a lo básico, su espacio vital.
Cristiano Ronaldo, Lionel Messi, Rafael Nadal, Novak Djokovic, Sebastian Vettel, LeBron James, Floyd Mayweather, Mariano Rivera, Tom Brady… en cualquier caso cada atleta es sobreviviente, lucha contra la especie y evoluciona. Michael Phelps y Usain Bolt son el ejemplo más darwinista que tenemos, uno respiraba bajo el agua y el otro, vuela. Fueron elegidos por selección natural, branquias, aletas y alas en seres de dos piernas. Todo un espectáculo para los naturalistas, en eso nos convertimos los aficionados, en observadores de nosotros mismos. El nadador y el velocista son la auténtica evolución del deportista. A partir de estos dos, descienden todos.