“¡No hubo quid pro quo!”. Simple y directo. Así fue el eslogan con que los defensores de Donald Trump pretendían evitar el escándalo ucraniano. Una adaptación del grito de guerra con que acallaron los hallazgos del informe Mueller: “¡No hubo colusión!”.
Pero empezaron a llegar las pruebas, y en una maniobra para impedir el impeachment y la destitución del presidente, los congresistas republicanos cambiaron la jugada. Resultó bastante más complicada que la jugada inicial —una especie de retractación a medias—, pero no podían hacer más. Y así, empezaron a pregonar: “De acuerdo, tal vez hubo quid pro quo, pero no fue criminal”.
El nuevo mantra no solo es absurdo legalmente, sino que resalta un cuestionamiento que se hacen muchos, y de manera cada vez más perentoria. Si las evidencias de quid pro quo [esto por aquello] se han vuelto tan sólidas que hasta los incondicionales más acérrimos de Trump reconocen la imposibilidad de refutarlas, ¿cómo es posible que el Departamento de Justicia no iniciara una investigación formal sobre la criminalidad de la conducta de Trump?
En un alarde de prudencia, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, aguardó —con sobrada razón— hasta el 14 de noviembre (el primer día de audiencias del juicio político o impeachment) para utilizar el término “soborno”.
“Los hechos, tal como los conocemos ahora, esbozan la posibilidad de una violación criminal del estatuto antisoborno”, comenta Paul Rosenzweig, exasistente del asesor independiente Ken Starr en la investigación Whitewater, y actual miembro del Instituto R Street. “Si no se tratara del presidente, habría más que suficiente para iniciar una investigación”.
Poco después de la conferencia telefónica del 25 de julio entre Trump y el presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, el Departamento de Justicia ciertamente dio un vistazo a lo que se sabía de la conversación y en ese momento —según la explicación que un portavoz dio a The Washington Post dos meses después—, el departamento no halló “alguna violación relacionada con la financiación de campañas” bajo la Ley Federal de Campañas Electorales de 1971 (FECA). Esa legislación prohíbe que un ciudadano extranjero proporcione “algo de valor” que pueda relacionarse con una elección federal. “Los abogados del Departamento de Justicia determinaron que ayudar con una investigación gubernamental no podía cuantificarse como ‘algo de valor’ bajo los términos de la ley”, informó el Post.
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Después de aguardar 22 meses por la investigación Mueller, los demócratas del Congreso decidieron no embrollarse en tecnicismos para determinar si la conducta de Trump era un delito, así que centraron sus esfuerzos en lo que, obviamente, era un abuso de poder y una violación de la confianza pública. Decisión táctica un poco precipitada, ya que conlleva el riesgo de causar insensibilidad ante las crecientes pruebas de criminalidad.
Hubo quienes discreparon con la conclusión inicial del Departamento de Justicia, en cuanto a que no hubo violación al financiamiento de campañas.
“La idea de que debe ser posible cuantificar hasta el último centavo de ‘algo de valor’ es ridícula”, protesta Stuart Gerson, exfiscal general interino, exjefe de la División Civil del Departamento de Justicia de George H. W. Bush, y actual socio en Epstein Becker & Green. “Es obvio que obtener información para desprestigiar a un oponente tiene valor para ti y tu campaña”.
Con todo, la pregunta más apremiante es si la conducta de Trump viola la ley federal de soborno y gratificaciones: Sección 201 del artículo 18 del Código de los Estados Unidos (18 USC S 201). El vistazo inicial del Departamento de Justicia no abordó este asunto, tal vez porque, en aquel momento, las evidencias de quid pro quo aún eran circunstanciales y especulativas.
Ya no es el caso. El Congreso dispone ahora de testimonios concretos —del embajador interino ante Ucrania, William B. Taylor, Jr.; el teniente coronel Alexander S. Vindman; el embajador de Estados Unidos ante la Unión Europea, Gordon Sondland; y el asistente del Consejo de Seguridad Nacional (NSC), Timothy Morrison—, amén de otras pruebas corroborativas (por ejemplo, los mensajes de texto que intercambiaron Sondland y Taylor) e incluso confesiones, todo lo cual apunta firmemente al quid pro quo.
CONDICIONES INDECOROSAS
En específico, las declaraciones indican que Trump condicionó a Ucrania la entrega de casi 391 millones de dólares en ayuda militar aprobada por el Congreso hasta que ese país anunciara, públicamente, una investigación criminal sobre Burisma, una compañía energética ucraniana. Esa investigación afectaría, necesariamente, a uno de los exdirectores, Hunter Biden: hijo de Joe Biden, el entonces favorito para enfrentar a Trump en las elecciones de 2020 (Joe Biden era el candidato demócrata que las encuestas directas señalaban como la mejor apuesta contra Trump).
Bajo la ley antisoborno, es delito que cualquier “funcionario público” federal exija o busque “corruptamente… cualquier cosa de valor… a cambio de influir en la realización de cualquier acto oficial”, y supone una sentencia máxima de 15 años en prisión.
De allí que el argumento de los defensores de Trump sea: “De acuerdo, es verdad que hubo quid pro quo, pero Trump no actuó ‘corruptamente’”.
Claro está que los acusados pueden hacer ese argumento al jurado (y, de hecho, lo hacen), pero, en este caso, abundan las pruebas de beneficio personal y no hay evidencia alguna de un propósito público legítimo; a lo que se suman los meses de sigilo, ocultamiento y conciencia de culpabilidad. Embajadores, diplomáticos, y todo el personal de seguridad nacional permanecieron ajenos a lo que hacían un puñado de funcionarios y hasta el abogado personal del presidente. ¿Por qué archivaron el memorando de la llamada Trump-Zelensky en un servidor hiperseguro con “contraseña”? ¿Por qué nunca incorporaron las correcciones que hizo Vindman al memorando? ¿A qué se debe que Trump siga insistiendo, falsamente, que el memorando de la llamada fue “una transcripción textual, palabra por palabra… hecha por taquígrafos muy talentosos”?
Tal vez las respuestas sean de lo más inofensivas. Y por eso hace falta una investigación criminal muy completa. Ahora bien, si no son inocuas, podrían plantear la necesidad de averiguar si hubo violaciones de otras legislaciones penales federales; en particular, las leyes sobre extorsión y obstrucción de la justicia.
En cualquier caso, el 18 USC S 201 también plantea la posibilidad de un delito menor “más fácil de probar” (sentencia máxima: dos años) que ni siquiera requiere demostrar la intención de “corrupción”. Esa sección, a menudo referida como la cláusula de “gratificaciones”, abarca a todo funcionario que exija o busque “cualquier cosa de valor personal para o por cualquier acto oficial realizado o a realizar por dicho funcionario o individuo”. En general, el Departamento de Justicia mantiene la postura de que el acusado solo necesita actuar “a sabiendas y deliberadamente” para hallarlo culpable en un caso de gratificaciones.
Nadie cuestiona que los presidentes estén contemplados en 18 USC S 201.
La Corte Suprema da una interpretación de sentido común a la condición de quid pro quo. “No es necesario que el funcionario y el pagador declaren, expresamente, un quid pro quo”, escribió el juez Anthony Kennedy en un acuerdo de 1992, el cual se ha convertido en una interpretación extensamente aceptada de esta ley, “de lo contrario, los gestos y asentimientos de complicidad frustrarían el efecto de la ley”.
¿Acaso los hechos de este caso toparán con el mismo problema que el Departamento de Justicia encontró en la ley de financiación de campañas: que es imposible cuantificar la “cosa de valor” implicada en este asunto?
No, según una pequeña colección de jurisprudencia. Los tribunales han tenido muchas oportunidades para abordar este asunto en casos relacionados con 18 USC S 201, así como con otras leyes federales y estatales de soborno que utilizan el mismo lenguaje. En esos contextos, los tribunales siempre han hallado que los beneficios “intangibles” cuentan como “cualquier cosa de valor”.
“El estatuto de soborno interpreta la ‘cosa de valor’ en un contexto muy amplio que incluye cualquier cosa de valor subjetivo para un funcionario público”, explica Randall Eliason, exfiscal federal adjunto de Washington, D. C. y profesor de crimen corporativo en la Facultad de Derecho de la Universidad George Washington. “Puede incluir intangibles como ofertas de empleo, promesas de futuros contratos, favores sexuales, servicios personales, etcétera. Así que la promesa de investigar a un rival político también califica”.
COSAS DE VALOR
“El término ‘cualquier cosa de valor’… es muy amplio y no incluye un lenguaje que restrinja su aplicación a transacciones que impliquen dinero, bienes y servicios”, escribió la corte federal de apelaciones de Nueva Orleans en un caso de soborno de 1996. “El significado llano del estatuto obliga a concluir que ‘cualquier cosa de valor’… contempla transacciones con artículos intangibles” (en aquel caso, visitas conyugales en prisión).
Otros servicios y beneficios incuantificables han sustentado exitosos procesos judiciales por soborno. Dichos servicios y beneficios han incluido la concesión de indulgencias para libertad bajo fianza, el otorgamiento de acciones sin valor comercial que podrían revaluarse posteriormente, y —quizá lo más relevante en el caso que nos concierne— un acuerdo para no postularse a una elección primaria. Tras revisar rápidamente la jurisprudencia, encontré que cinco tribunales del circuito federal de apelaciones fallaron que, en casos de soborno, la frase “cualquier cosa de valor” abarca beneficios intangibles o difíciles de cuantificar, y ningún tribunal ha dictaminado lo contrario.
“Hay un fundamento sólido para que el Departamento de Justicia investigue estos actos como posibles violaciones de soborno”, prosigue Eliason, en un correo electrónico. “Esto podría requerir del nombramiento de un asesor especial; y puedes imaginar cuán improbable es que esto suceda con [Bill] Barr, el actual fiscal general”.
Por su parte, Gerson, el exfiscal general interino, no está a favor de la intervención de una fiscalía especial. Confía tanto en Barr como en su departamento; aunque, en este caso, no concuerda con la interpretación que el Departamento de Justicia dio a la ley de financiamiento de campañas y, anteriormente, criticó la manera como Barr caracterizó el informe de Mueller.
“Creo en la institución y en la calidad de los profesionales que laboran en ella”, dice Gerson (quien, la década de 1970, fue la parte acusadora en un juicio histórico contra un senador en funciones, bajo los términos de 18 USC S 201).
Es más, Gerson cree que la conducta del presidente debe incluirse en otra pesquisa en curso. El Distrito Sur de Nueva York podría examinar las acciones de Trump como parte de su investigación sobre las actividades ucranianas de Rudolph Giuliani, en la que ya ha presentado cargos contra cuatro personas. “Todo esto se relaciona con Ucrania”, asegura Gerson. “Todo está relacionado con el mismo asunto”.
Ahora bien, si Gerson se equivoca, la inactividad que el Departamento de Justicia ha manifestado hasta ahora solo puede apuntar a una de dos posibilidades. Quizás el departamento haya decidido que la investigación de impeachment basta para esclarecer los hechos e imponer el castigo. De modo que no hay duda de que la investigación congresista está justificada. Como señala Eliason, la Constitución declara, explícitamente, que el soborno es un argumento [o artículo] para emprender un juicio político (“traición, soborno u otros delitos o faltas graves”). Y según Gerson, otro artículo de impeachment es el hecho de que la “cosa de valor” proviene de Ucrania, por lo que puede considerarse un emolumento extranjero.
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Sin embargo, como no hay una investigación criminal paralela al impeachment, el público menosprecia la gravedad de las acusaciones, y lo mismo hacen los jurados en el juicio político: los senadores. Si Trump es absuelto de los artículos de destitución porque sus aliados temen enfrentar oposición en las primarias, nada impedirá que el país pague el precio de la corrupción durante el resto de este periodo presidencial y, posiblemente, el próximo.
Ahora bien, la segunda posibilidad es mucho más alarmante. Es posible que el Departamento de Justicia haya decidido que un mandatario en funciones es —según el reciente alegato de los abogados personales de Trump ante un tribunal estatal de Manhattan— no solo inmune de enjuiciamiento durante el ejercicio de su cargo (cosa que siempre han asumido muchos eruditos legales), sino que esa inmunidad se extiende a cualquier investigación criminal. Esa afirmación temeraria ha sido muy criticada porque contraviene, radicalmente, los antecedentes históricos y el consenso constitucional de Estados Unidos.
No obstante, el silencio del Departamento ante las crecientes evidencias de criminalidad presidencial plantea claramente esta posibilidad.
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Roger Parloff es un colaborador habitual de Newsweek y Yahoo Finance. Abogado retirado, ha escrito sobre temas legales desde hace más de 30 años.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek