Tres casos explosivos están determinando si los conservadores de la Corte Suprema dictaminan con base en principios legales o desde su postura política.
El 8 de octubre, apenas en el segundo día del nuevo periodo, este tribunal escuchó argumentos que cuestionan si la ley federal que prohíbe la discriminación en el lugar de trabajo “debida al… sexo” (Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964) aplica también a la orientación sexual y a la identidad de género.
De este modo, están en juego los derechos de millones de estadounidenses. Según una encuesta reciente de Gallup, alrededor de 4.5 por ciento de la población adulta de Estados Unidos se identifica como gay o lesbiana —cerca de 11.3 millones de personas—, mientras que un informe de amicus curiae [amigo de la corte], presentado por 82 académicos especializados en el tema, afirma que hay otros 1.6 millones de estadounidenses transgénero.
Si bien 22 estados que han promulgado leyes territoriales han prohibido la discriminación por orientación sexual o identidad de género, otros 28 no han hecho lo propio, de suerte que, para 44 por ciento de la población LGBT+ del país, la única protección en el lugar de trabajo es el citado Título VII.
El interés público va mucho más allá de la comunidad LGBT+. Más de mil organizaciones e individuos han opinado en más de 70 informes amicus curiae enviados al tribunal. Más de 200 de las corporaciones más trascendentes apoyan a estos empleados LGBT+ (incluidas Apple, General Motors, IBM y State Farm), así como todos los sindicatos importantes y las asociaciones estadounidenses de psicología, psiquiatría y medicina.
Por su parte, los empleadores demandados tienen el respaldo de la Conferencia de Obispos Católicos, la Asociación Nacional de Evangélicos y grupos pro privacidad cuyos miembros se niegan a compartir sanitarios con miembros del sexo biológico contrario.
El Departamento de Justicia de la administración Trump y la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo (EEOC, por sus siglas en inglés) también se han pronunciado a favor de los empleadores demandados, y la oficina de Noel Francisco, Procurador General de los Estados Unidos, ha anunciado su intención de intervenir en el debate.
Por supuesto, también está en juego la credibilidad del propio tribunal.
En una época de profundo escepticismo frente a las afirmaciones de imparcialidad de la Corte, su postura en estos casos será escudriñada para detectar cualquier indicio de sesgo político. En febrero de 2016, a la muerte del juez conservador Antonin Scalia, el Senado de mayoría republicana rechazó toda propuesta del presidente demócrata, Barack Obama, para designar al sucesor; lo cual dejó expuesto el fundamento partidista de la Corte. El daño se exacerbó al llegar el periodo electoral de 2016, cuando varios senadores republicanos prominentes juraron impedir que, en el caso de obtener la victoria, la demócrata Hillary Clinton pudiera hacer algún nombramiento a la Corte Suprema.
“El hecho de que un estatuto pueda aplicarse a situaciones que el Congreso no ha previsto de manera expresa no es prueba de ambigüedad. Es prueba de amplitud”.
El mes pasado, bajo el liderazgo de Sheldon Whitehouse (Rhode Island), cuatro senadores demócratas presentaron un informe amicus curiae de lo más inusual como parte de un caso de control de armas, en el cual afirmaron, sin rodeos, que “la Corte Suprema está enferma” y “el pueblo lo sabe”, insinuando que tal vez fuera necesario “reestructurarla para reducir la influencia política”.
Por si no bastara, The New York Times publicó el extracto de un libro que corroboraba la acusación de acoso sexual universitario por parte del actual juez Brett Kavanaugh (quien ha negado el alegato categóricamente), artículo que atizó la indignación partidista durante sus audiencias de confirmación del año pasado, y ha motivado que algunos candidatos presidenciales demócratas exijan su destitución.
LOS TEXTUALISTAS ENFRENTAN EL MOMENTO DE LA VERDAD
Desde octubre pasado, cuando Kavanaugh juró al cargo que dejaba el juez Anthony Kennedy —un voto conservador más moderado, y firme defensor de los derechos LGBT+—, los magistrados conservadores instalados por el Partido Republicano (GOP) han tenido una sólida mayoría de cinco en un tribunal de nueve jueces. Y si solo consideramos las tendencias ideológicas de estos jueces, cabe imaginar que los empleados LGBT+ de los tres casos pendientes enfrentarán una batalla cuesta arriba.
Sin embargo, se supone que la ideología no interviene en un veredicto. Los jueces dicen que, en casos como estos, sus decisiones se fundamentan en el texto llano de los estatutos en cuestión, así como en los precedentes de interpretación. Durante 20 años, los juristas conservadores, encabezados por el difunto Scalia, han defendido una doctrina de interpretación legal conocida como “textualismo”, cuya finalidad es proporcionar una metodología objetiva que elimine toda ideología en la toma decisiones. Como indica el término, el textualismo se sustenta en el significado textual de las palabras de un estatuto, y no en las intenciones o las expectativas subjetivas de los legisladores que lo promulgaron.
Los demandantes LGBT+ y sus aliados insisten en que, por lo pronto, las leyes están a su favor. “Ha llegado el momento de la verdad para los textualistas”, asegura William Eskridge Jr., profesor de la Facultad de Derecho de Yale y autor de un informe amicus curiae favorable a los demandantes. “Tienen que dar pelea o guardar silencio. Si no logran el efecto que exigen el texto y la estructura del Título VII, estarán reconociendo que el textualismo no puede excluir la ideología de la interpretación estatutaria”.
Cuatro exprocuradores generales (PG) abordaron el mismo tema en un informe redactado por Laurence Tribe, erudito constitucional de la Facultad de Derecho de Harvard. “Todos estos casos son más simples de lo que parece. Lo único que hace falta para dirimir las interrogantes planteadas es aplicar, directamente, el principio textualista al lenguaje llano del título VII”, escribió Tribe, en representación de Walter Dellinger III (PG interino durante la presidencia de Bill Clinton), Seth Waxman (PG durante la presidencia Clinton), Theodore Olson (PG durante la presidencia de George W. Bush) y Neal Katyal (PG interino durante la presidencia de Barack Obama).
En respuesta, los empleadores demandados y sus aliados argumentan que la ley de 1964 no contemplaba estas formas de presunta discriminación; que el Congreso ha rechazado todas las invitaciones para enmendar la legislación; y que, por tanto, los querellantes están presionando a la Corte para que reescriba la ley mediante un derecho judicial ilegítimo.
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“Los tribunales federales no deben usurpar la autoridad del Congreso modificando judicialmente la ley federal sobre no discriminación, a fin de que la palabra “sexo” incluya la “condición de transgénero”, escribió John J. Bursch, vicepresidente para la apelación de la organización conservadora no lucrativa Alliance Defending Freedom (ADF), la cual representa a RG y GR Harris Funeral Homes, uno de los tres empleadores demandados, acusado de discriminar con base en la identidad de género (la ADF se describe como defensora “del derecho de vivir libremente la fe”).
En el informe que apoya a los empleadores acusados de discriminar a dos trabajadores homosexuales, los abogados del Departamento de Justicia escriben que “el Congreso ha rechazado, reiteradamente, los proyectos de ley que pretenden añadir la orientación sexual a la lista de protecciones del Título VII”. A lo que Gabriel Arkles, representante legal de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), contesta: “Lo que no haya hecho el Congreso no debe afectar la interpretación del estatuto. Tiene que interpretarse según lo que dice” (la ACLU es codefensora en dos de las tres demandas, las de Donald Zarda y Aimee Stephens).
EL JUGADOR DE SOFTBOL, EL PARACAIDISTA Y LA DIRECTORA DE POMPAS FÚNEBRES
Los tribunales no dirimen asuntos legales abstractos, sino que responden a los cuestionamientos que plantean demandas específicas. Por consiguiente, antes de zambullirnos en la evolución de la ley y en los alegatos de cada parte, es indispensable analizar los hechos de cada demanda presentada ante la Corte.
Dos de ellas tienen que ver con la orientación sexual (Zarda y Gerald Bostock). Estos casos se han consolidado y serán ventilados primero, mientras que el tercero (Stephens) trata de la identidad de género y se presentará por separado inmediatamente después.
En 2003, Gerald Lynn Bostock consiguió empleo como coordinador de servicios de bienestar infantil en el sistema del tribunal de menores del condado de Clayton, en Jonesboro, cerca de Atlanta, Georgia. Sus abogados aseguran que fue un empleado destacado durante diez años. Pero, en enero de 2013, Bostock empezó a jugar softbol con una asociación gay llamada Liga Hotlanta, lo cual desencadenó críticas de personas influyentes en Clayton.
Tres meses después, el condado auditó la unidad de Bostock y, en junio, fue despedido por “conducta inapropiada para un trabajador del condado”.
Ahora, las autoridades de Clayton alegan que Bostock manejó mal los fondos del condado, cosa que niega el hombre de 55 años, quien denuncia tanto la auditoría como los hallazgos, afirmando que son excusas inventadas para disimular la razón real de su despido: prejuicio contra su homosexualidad. Bostock está disputando el fallo de la Corte de Apelaciones del Undécimo Circuito de Atlanta, la cual desestimó su demanda —incluso sin juicio— arguyendo que el Título VII no prohíbe la discriminación por orientación sexual.
Después tenemos a Donald Zarda, quien, en 2010, era instructor de paracaidismo en Altitude Express de Calverton, Long Island, en el estado de Nueva York, donde era común que dirigiera saltos “en tándem”, lo cual requería que sujetara contra sí el cuerpo del cliente.
En junio de ese año, le informaron que estaba despedido porque había compartido “información inapropiada sobre su vida personal” con una clienta. Zarda afirmó que explicó su preferencia sexual para evitar que la mujer se sintiera incómoda con un contacto físico tan estrecho.
Sin embargo, Altitude insiste en que la clienta se quejó de que Zarda hizo “toqueteos inapropiados” y fue solo hasta después del salto que reveló su orientación sexual. Zarda presentó la demanda en septiembre de 2010, y en febrero de 2018, el Tribunal de Apelaciones del Segundo Circuito de Nueva York dictaminó que su caso podía pasar a juicio porque el Título VII prohíbe la discriminación con base en la orientación sexual (en octubre de 2014, Zarda murió en Suiza a la edad de 44 años, mientras practicaba un deporte extremo conocido como salto BASE: saltar de un acantilado con un wingsuit o traje de alas. Pese a ello, sus ejecutores testamentarios han seguido adelante con la demanda).
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El tercer caso a considerar es el de Aimee Stephens. En octubre de 2007, cuando aún era conocida como Anthony, Stephens fue contratada como directora de pompas fúnebres en Garden City, cerca de Detroit, Michigan. Su empleador, la funeraria RG y GR Harris Funeral Homes, era propiedad de Tom Rost, a quien sus abogados describen como un “cristiano devoto”.
Ahora bien, a fines de julio de 2013, estando de vacaciones, Stephens escribió a Rost explicando que padecía de “un trastorno de identidad de género con el que había luchado toda su vida”, de modo que, con el apoyo de su esposa, había decidido iniciar la transición a su identidad femenina mientras se preparaba para la cirugía de reasignación. Por ello, añadió, cuando volviera al trabajo se haría llamar Aimee y, según el código de vestimenta femenina de la funeraria, usaría un traje sastre con falda.
Stephens alega que, dos semanas después, incluso antes de reincorporarse al trabajo, Rost la despidió argumentando que era “tan malo que un hombre ‘biológico’ negara su sexo vistiendo de mujer como que una mujer ‘biológica’ hiciera lo mismo vistiéndose como hombre”. Rost agregó que los clientes “no necesitaban más distracciones” y que su “presencia continua en el trabajo les negaría eso”.
Ocurrido durante la administración de Obama, el caso de Stephens llegó inicialmente a manos de la EEOC, que interpuso una demanda a su nombre contra la funeraria. No obstante, cuando Donald Trump asumió el cargo, la EEOC revirtió su postura y ahora respalda a Harris Homes. En mayo de 2018, el Tribunal de Apelaciones del Sexto Circuito de Detroit dictaminó que la querella de Stephens podía ir a juicio porque, en su opinión, el Título VII prohíbe la discriminación basada en la identidad de género.
HISTORIA EVOLUTIVA DE LA LEY
Es indiscutible que los legisladores que redactaron y votaron por el Título VII nunca contemplaron la discriminación por motivos de orientación sexual o identidad de género. En 1964, la mayor parte de los estados de la Unión Americana seguía criminalizando la homosexualidad, y el término “identidad de género” era casi desconocido. Para la década de 1970, los tribunales de circuito federales llegaron al consenso de que el Título VII (y demás estatutos antidiscriminatorios redactados en los mismos términos) no abarcaba los casos de orientación sexual. Más aun, los tribunales rechazaban los contados casos de identidad de género puestos a su atención.
Sin embargo, al iniciar el nuevo milenio, el panorama legal había cambiado y, a resultas de dos dictámenes de la Corte Suprema de Estados Unidos, los jueces empezaron a reconsiderar los supuestos de antaño. En 1989, en el caso histórico de Price Waterhouse vs. Hopkins, la Corte determinó que el Título VII prohibía la discriminación fundamentada en estereotipos sexuales. En aquel litigio, los socios de la firma de contabilidad en la que laboraba Ida Hopkins describieron a la empleada como demasiado “masculina” y “agresiva”, sugiriendo que aprendiera a “caminar, hablar y vestir con más feminidad, usara maquillaje, peinara su cabello y luciera joyas”.
A partir de allí, los tribunales concluyeron que los casos de orientación sexual e identidad de género podrían ser ejemplos extremos de estereotipos sexuales: por ejemplo, asumir indebidamente que todos los hombres deben tener citas con mujeres, o que todas las personas nacidas con características sexuales femeninas debían identificarse como mujeres durante el resto de sus vidas.
El otro precedente crítico para la Corte Suprema fue el fallo unánime que el juez Scalia anunció en 1998, y el cual representó tanto una victoria para el textualismo como para los demandantes del Título VII. En el caso de Oncale vs. Sundowner Offshore Services, Inc., un obrero de una plataforma petrolera denunció un grave acoso sexual por parte de los otros trabajadores, incluidos sus supervisores. Si bien es muy probable que los congresistas que aprobaron la ley de 1964 ni siquiera pensaran en esta posibilidad, La Corte Suprema dictaminó que el Título VII prohibía el acoso sexual de personas del mismo sexo. “En última instancia, lo que nos gobierna son las disposiciones de nuestras leyes más que las consideraciones de los legisladores”, escribió Scalia. Ese mismo año, otro fallo unánime sobre un estatuto diferente fortaleció la postura textualista de Scalia: “El hecho de que un estatuto pueda aplicarse a situaciones que el Congreso no ha previsto de manera expresa no es prueba de ambigüedad. Es prueba de amplitud”.
Con esos precedentes, los jueces empezaron a expandir el alcance del Título VII y, así, al iniciarse la primera década de los años 2000, tres tribunales federales de apelaciones permitieron que los querellantes transgénero interpusieran demandas por estereotipos sexuales, aun sin determinar si la discriminación basada en la identidad de género quedaba prohibida o no. En un caso administrativo de 2012, la EEOC dictaminó que el Título VII protegía a los demandantes transgénero, y a fines de 2014, el Fiscal General de Estados Unidos, Eric Holder, ordenó al Departamento de Justicia que aplicara esa misma interpretación.
Para julio de 2015, la EEOC revirtió su postura inicial y decretó que el Título VII también prohibía la discriminación por orientación sexual. Llegado el mes de abril de 2017, el Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito de Chicago se convirtió en el primer tribunal federal de apelaciones en dictaminar que el Título VII prohibía la discriminación contra los homosexuales, decisión que anulaba el precedente anterior. En dicho caso, el tribunal declaró que el prejuicio contra una empleada lesbiana —fundamentado en el estereotipo de que las mujeres solo deben tener citas con hombres— “representa el caso más extremo de la expectativa de adaptación al estereotipo femenino”.
“SI NO FUERA POR” Y “ESTEREOTIPOS”
Los tres demandantes LGBT+ que comparecerán ante el tribunal esgrimen dos argumentos “textualistas” fundamentales. Uno es el del estereotipo, el cual acabamos de describir: la forma “más extrema” de estereotipo sexual es discriminar a las personas que se sienten atraídas por individuos de su mismo sexo. El segundo alegato es lo que se conoce como el argumento “si no fuera por”. Desde hace algún tiempo, la Corte Suprema ha dictaminado, varias veces, que un empleador discrimina “debido al… sexo” (texto literal del Título VII) cuando considera que el trabajador es objeto de un tratamiento distinto “si no fuera por su sexo”. Los representantes legales de los empleados LGBT+ afirman que sus clientes cumplen este requisito. En palabras de los abogados de Bostock, el trabajador despedido por el condado de Clayton: “Cuando un empleador despide a una trabajadora porque es lesbiana —es decir, porque es una mujer que se siente atraída sexualmente por otras mujeres—, lo que hace es tratar a dicha trabajadora de manera distinta de lo que sería si fuera un hombre atraído sexualmente por las mujeres”. Por consiguiente, si no fuera por su sexo, no la habrían despedido.
Del mismo modo, los abogados de Aimee Stephens —la exdirectora transgénero de pompas fúnebres— sostienen que, “de haber nacido con sexo femenino, Harris Homes no la habría despedido por vivir abiertamente como mujer”. Dicho de otra manera, si no fuera por su sexo biológico, no la habrían despedido.
“Ha llegado el momento de la verdad para los textualistas. Tienen que dar pelea o guardar silencio”.
Los demandados señalan que estos dos argumentos son erróneos, ya que pierden de vista el objetivo fundamental del Título VII: evitar que un empleador favorezca un sexo más que al otro. Por ejemplo, si el empleador discrimina contra todos los homosexuales —es decir, tanto gais como lesbianas—, no estará favoreciendo a hombres ni a mujeres. De igual manera, a condición de que el empleador discrimine a todos los empleados transgénero —incluidos los hombres y las mujeres en transición—, no será posible argumentar que favorezca a uno u otro sexo.
Desde esta perspectiva, los demandantes LGBT+ cometen el error de hacer un “análisis comparativo defectuoso”, según la terminología técnica de los representantes legales de los acusados. “[Zarda, el paracaidista gay] cometió el error de compararse con una mujer heterosexual”, escriben los abogados de Altitude Express, la compañía que lo despidió. “Zarda (un hombre atraído por su mismo sexo) debió compararse con una lesbiana (una mujer atraída por su mismo sexo). Los empleadores que basan sus decisiones en la atracción sexual de los empleados habrían dado el mismo tratamiento a Zarda y al comparador lésbico, de modo que el análisis comparativo no arroja que hubiera discriminación sexual”.
Y agregan que “el presunto estereotipo de este caso —la creencia de que las personas deben sentirse atraídas por el sexo opuesto— no es un estereotipo con especificidad de sexo, y no trata a los empleados de un sexo peor que a los del otro”.
LO QUE ESTÁ EN JUEGO
Es difícil hablar de estos casos sin pensar en lo que pudo ser. Si el presidente Obama hubiera tenido la oportunidad de designar a Merrick Garland (juez de la Corte de Apelaciones de Washington, D. C.) para ocupar el puesto que la muerte del juez Scalia dejó vacante en 2016, la Corte Suprema de Estados Unidos tendría un semblante muy distinto. La facción liberal tendría cinco escaños, y los empleados querellantes tendrían muchas más posibilidades de ganar sus casos. El problema fue Mitch McConnell, líder de mayoría republicana en el Senado, quien se negó a permitir que Obama nominara un juez durante los últimos 11 meses de su segundo mandato (el cual había ganado con 51 por ciento del voto popular). “Dejemos que decida el pueblo estadounidense”, declaró McConnell en aquel momento, aludiendo a las inminentes elecciones.
Llegado el día, el pueblo respaldó a Hillary Clinton con un margen de 2.8 millones de votos (48 por ciento contra 46 por ciento para Donald Trump), pero el multimillonario sedujo al colegio electoral y obtuvo la presidencia. Y así, en abril de 2017, Trump reemplazó a Scalia con el juez Neil Gorsuch.
A pesar de eso, los demandantes de estos casos habrían podido prevalecer. En aquellos días, el juez Kennedy seguía en el tribunal, donde fue autor de muchas decisiones históricas que ampliaron los derechos de la comunidad LGBT+, incluida Obergefell vs. Hodges: opinión emitida en junio de 2015, en la que concluyó que las parejas del mismo sexo tenían el derecho constitucional de casarse (Kennedy fue instalado por el presidente Ronald Reagan, quien ganó 58.8 por ciento del voto popular). Mas el juez renunció a la Corte Suprema en junio de 2018, y Trump aprovechó la oportunidad para nominar a Kavanaugh, un ultraconservador que el Senado aprobó en octubre de 2018.
Con la salida de Kennedy y el ingreso de Kavanaugh, algunos observadores creen que los tres empleados LGBT+ tienen muy pocas posibilidades de ganar sus casos, porque ¿de dónde saldrá el quinto voto? Gregory Antollino, abogado neoyorquino e integrante del equipo legal de Zarda y Bostock, dice “tener confianza” en que los argumentos textualistas de sus clientes convencerán a, por lo menos, un miembro de la facción conservadora. “Me parece que podremos conseguir a Kavanaugh, Gorsuch o a John Roberts, Jr. [el presidente de la Corte Suprema]”, especula.
Pero, si se equivoca, el presidente del tribunal tendrá serias dificultades para suavizar el golpe asestado a la presunta legitimidad de la Corte. En ocasiones previas, Roberts ha hecho esfuerzos denodados para promover el aura de que su institución es ajena a los intereses políticos. Ha obrado milagros con conciliaciones que pocos habrían imaginado posibles. De ellas, la más célebre fue conceder la razón a los conservadores que afirmaban que la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio violaba la cláusula comercial de la Constitución estadounidense y, después, unirse a los liberales para defender la misma legislación bajo la cláusula tributaria.
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Suele decirse que, de las tres ramas del gobierno, la Suprema Corte se distingue porque su legitimidad depende de su capacidad para mantenerse al margen de la rivalidad política. Sus miembros no compiten en elecciones; y, como órgano gubernamental, la Corte carece de autoridad para hacer válidas sus decisiones, por lo que depende, completamente, de que las dos ramas restantes tengan a bien implementar sus proclamaciones (“No controla ni la espada ni el dinero”, escribió Alexander Hamilton en el ensayo No. 78 de la colección conocida como Federalista). En consecuencia, la legitimidad del tribunal estriba en su capacidad para apelar al sentido común y persuadirnos de que sus decisiones derivan de principios y precedentes neutrales. Durante gran parte de su carrera judicial, el juez Scalia trató de crear y consagrar cánones conservadores de interpretación que, a su parecer, permitirían a los jueces que hicieran justamente eso: emitir opiniones conservadoras.
En cuanto a los casos aquí descritos, es posible que los jueces tengan que decidir si desean ser conservadores en el sentido jurisprudencial, o en el sentido político.
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Roger Parloff es colaborador de Newsweek y Yahoo Finance. También ha publicado artículos de opinión en The New York Times, ProPublica, la revista New York y en NewYorker.com. Fue redactor de la revista Fortune durante 13 años.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek