Tal vez todavía no alcancen el nivel de la Plaza de Tiananmén, pero las manifestaciones en Hong Kong están poniendo nerviosos al mundo, a los líderes chinos y a los mercados financieros.
Audrey Wu, editora de video de una televisora de Hong Kong, ni siquiera había nacido en junio de 1989, pero su padre le había contado lo que sucedió entonces en Pekín.
Él le platicó sobre las manifestaciones que empezaron honrando al difunto líder chino Hu Yaobang, un reformista liberal que acababa de morir. Más y más estudiantes se reunieron en la Plaza de Tiananmén, en el centro de la capital china, y pronto se les unirían trabajadores y otros ciudadanos comunes chinos. Las protestas se transformaron, los manifestantes despotricaban contra la inflación y la corrupción del gobierno. Finalmente, los estudiantes erigieron una estatua de la Dama Libertad.
A partir de ese momento, la revuelta se convirtió en un llamado a la democracia.
Wu también sabe lo que pasó después. Sabe que a los líderes chinos finalmente se les agotó la paciencia. Así que enviaron tanques y soldados, y empezó la matanza. Wu, de 27 años, sabe todo sobre la masacre en la Plaza de Tiananmén.
Aun así, eso no le ha impedido unirse a cientos de miles de residentes de Hong Kong en las manifestaciones cada vez más tensas que han paralizado a la ciudad por casi tres meses. Esas protestas se intensificaron considerablemente el 12 y 13 de agosto, cuando los manifestantes ocuparon y cerraron el aeropuerto internacional de Hong Kong, uno de los centros de tránsito más grandes de Asia Oriental. En respuesta, una unidad grande de la Policía Armada Popular, con su base apenas cruzando la frontera en la ciudad china de Shenzhen, inició ejercicios de alto perfil con la intención clara de intimidar.
Y un portavoz del gobierno de Xi Jinping en Pekín emitió una advertencia cuyo significado no podía malinterpretarse: las manifestaciones habían mostrado “brotes de terrorismo”, los cuales serían castigados “sin indulgencia [y] sin misericordia”.
La amenaza hizo recordar el fantasma de Tiananmén; la ocupación del aeropuerto y la retórica de Pekín llamaron la atención del mundo exterior, ya que los mercados de valores de Estados Unidos y el mundo se hundieron ante la posibilidad de un caos duradero —o peor— en uno de los centros financieros de Asia Oriental. El 14 de agosto, el presidente Donald Trump tuiteó que él y Xi deberían reunirse con el fin de tratar de resolver el caos: una sugerencia ridícula, dado que Hong Kong es parte de China.
“Tal vez estemos viendo una tragedia desarrollarse de nuevo ante nuestros ojos”, dijo Stephen Roach, exdirector de Morgan Stanley en Asia, quien vivió por años en la otrora colonia británica. Añadió: “Solo puedes esperar que prevalezcan las cabezas más frías, pero aún no está claro que eso suceda”.
De hecho, hubo ecos del pasado en la manera en que las demandas de los manifestantes de Hong Kong han cambiado desde que salieron por primera vez a las calles. Las protestas comenzaron en respuesta a la implementación de una legislación de la jefa del ejecutivo en Hong Kong, Carrie Lam, que le habría dado derechos de extradición a Pekín por crímenes aparentes cometidos por residentes de Hong Kong. Los ciudadanos lo vieron correctamente como una violación fundamental de la promesa de “un país, dos sistemas” que aseguró en 1997 la entrega de Hong Kong de Gran Bretaña a China.
Por entonces, Pekín estuvo de acuerdo en que Hong Kong podría gobernarse a sí misma los siguientes 50 años. Pero tanto la letra como el espíritu de ese acuerdo se han raído al paso de los años. En 2015, Pekín detuvo a cinco libreros de Hong Kong cuyas tiendas vendían libros de chismes sobre los líderes chinos. Uno de ellos, Lam Wing-kee, de 64 años, fue obligado a confesar sus “crímenes” en la televisión china. La propuesta de ley de extradición, por buenas razones, asustó a muchos residentes de Hong Kong.
Pero los manifestantes pronto ampliaron su lista de demandas. No solo querían que se anulara la propuesta de extradición —y solo ha sido pospuesta, por lo menos por ahora—, sino que querían que la jefa del ejecutivo, Lam, renunciase. También querían que el gobierno se retractase por caracterizar las manifestaciones como “disturbios”. Aun más, querían una investigación independiente de la forma en que la policía manejó las manifestaciones. Y ahora, piden el sufragio universal (incuso cuando Gran Bretaña gobernaba Hong Kong, la ciudad nunca fue una democracia).
No hay posibilidad de que Pekín permita que eso suceda. Pero el cálculo de cómo responder ahora es muy diferente a como fue hace 30 años. Las manifestaciones de Tiananmén fueron en la sede del poder chino y casi literalmente en el umbral de la dirigencia del Partido Comunista. Como lo han señalado desde entonces Henry Kissinger y muchos otros, la idea de que el PCC iba a quedarse sentado frente a este tipo de agitación social siempre fue fantasiosa.
Tal vez pudo haber otras maneras, según han argumentado los estudiosos desde hace mucho, aparte de la represión feroz que finalmente se dio, de manejar la situación. Pero un brote de gobierno representativo nunca iba a suceder.
Ahora, los riesgos para la dirigencia china, aunque altos, tal vez no sean tan altos como lo fueron entonces. Y el mundo exterior no parece entender esto: que la importancia de Hong Kong para Pekín ahora no es la que solía tener. Hong Kong era el principal escaparate del mundo exterior a China, luego una puerta de entrada al país, así como su centro financiero clave, que no estaba sujeto a la correa inflexible con que la dirigencia tiene al sistema financiero chino. (Bajo la rúbrica de un país, dos sistemas, el capital todavía fluye libremente dentro y fuera de Hong Kong, mientras el gobierno impone controles de capital estrictos al resto de China.)
Pero inevitablemente Shanghái está surgiendo como la verdadera capital financiera de China, y los bancos extranjeros empiezan a ver señales de liberalización que les permitirá competir en la China continental, y con el tiempo ignorar a Hong Kong. Los hongkoneses desde hace mucho han sobrestimado la importancia de su pequeña ciudad Estado, por atractiva y seductora que sea. En la era previa a la entrega, con Deng Xiaoping, había un chiste común entre los corresponsales chinos domiciliados en Pekín: cuando Deng se despierta en la mañana, ¿qué es lo primero que no piensa? La respuesta, obviamente: “Hong Kong”.
Xi, aun cuando sin duda está frustrado por las manifestaciones continuas —la retórica reciente de “terrorismo” delata eso—, probablemente no quiera darle una bofetada a Hong Kong. Él debe saber que una represión torpe que recuerde a Tiananmén sería un desastre para Pekín. Xi está ocupado en intimidar con la mirada a Donald Trump en la guerra comercial en marcha con Estados Unidos, y el hecho de que Trump tenga pleitos económicos con otras regiones, desde México y Canadá hasta la Unión Europea, ha disuadido a los aliados de Estados Unidos de ponerse del lado de Washington en contra de Pekín. Sin duda, esto cambiaría si hubiera un derramamiento de sangre en un lugar tan familiar para los turistas y empresarios de todo el mundo. Xi y la dirigencia deben saber que sus problemas —económicos y geopolíticos— empeorarían sustancialmente si el mundo exterior sintiera repulsión por enfrentamientos en Hong Kong encabezados por China.
Él está blandiendo el palo, pero no puede querer usarlo.
Uno de los problemas tanto para Pekín como para el gobierno de Hong Kong es que aún no han surgido figuras de liderazgo reales en el lado de los manifestantes. En Pekín, hace 30 años, según creen muchos analistas, los líderes originales de la protesta de Tiananmén perdieron el control de lo que habían comenzado. Hoy no está claro quién, si es que hay alguien, tiene algún control sobre los manifestantes. Si un grupo pequeño diera un paso al frente y dijera que ellos hablarían con el otro bando, esto posiblemente podría bajar la temperatura un poco. El gobierno de Hong Kong podría aceptar que una comisión independiente investigue a la policía, o alguna otra acción que pudiera desacelerar la inercia peligrosa de las protestas.
Audrey Wu dice que “no puede imaginar” que Pekín “quiera otra plaza de Tiananmén”, y ella está ciertamente en lo correcto en este aspecto. Pero eso no significa que no sucederá. Lo único en claro es que no le servirá a ninguno de los bandos —o al mundo— que la agitación continúe.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek