Las grandes empresas estadounidenses empoderaron al país asiático tras someterse a su voluntad. Aquí describimos cómo sucedió.
En el verano de 2010, Jeff Immelt, entonces CEO de General Electric (GE), voló a Roma en uno de los aviones privados a su disposición para asistir a una conferencia con ejecutivos italianos. Acababa de tener reuniones en Shanghái y Pekín, y estaba de muy mal humor. General Electric había pasado muchos años en China haciendo inversiones millonarias en la creencia —generalizada entre muchas compañías de Fortune 500— de que había futuro en ese país: el mercado más grande y, por consiguiente, el más importante del mundo. De hecho, el año anterior las ventas de GE habían ascendido a 5,300 millones de dólares.
Pero Immelt comenzaba a desconfiar. El crecimiento de las operaciones de GE clave —incluidas energía e imagenología médica— habían caído por debajo de los niveles esperados. Entre tanto, los reguladores gubernamentales chinos se volvían cada vez más hostiles, incluso detenían permisos e incrementaban las inspecciones en las instalaciones sin ningún motivo aparente.
Al llegar a Roma, Immelt compartió lo que pensaba con sus colegas. “China me tiene muy preocupado” declaró, según varios de los ejecutivos presentes. “Me parece que no dejarán que alguno de nosotros [las compañías extranjeras] gane o tenga éxito”.
En los siguientes años, esa queja habría de generalizarse entre los ejecutivos Fortune 500 más importantes. La vida en China no era fácil y se hacía cada vez más complicada. Así que un puñado de empresas —entre ellas, GE— decidió tomar cartas en el asunto y manifestó su inconformidad al gobierno de Estados Unidos, exigiendo que presentara una protesta comercial formal. Era evidente que corrían el enorme riesgo de enfurecer a la nación oriental; de hecho, cuando la prensa financiera divulgó los comentarios que Immelt hiciera en Roma, General Electric respondió de inmediato con una declaración en la que aseguraba que las palabras de su CEO fueron “tomadas fuera de contexto”.
Al cabo de casi diez años, la relación sinoestadounidense —tenida durante años como la relación bilateral más importante del planeta— casi ha colapsado. Al momento de la publicación de este artículo, los presidentes Donald Trump y Xi Jinping tenían programado un encuentro informal durante la cumbre G20 de Osaka debido al creciente conflicto comercial entre las dos economías más grandes del mundo. Sin embargo, el deterioro de la relación económica no es más que un aspecto de lo que ha evolucionado en la versión 2.0 de la Guerra Fría, toda vez que los dos países compiten por influencia en Asia oriental y más allá.
El sorprendente cambio de la relación binacional ha desatado un acalorado debate tanto en Estados Unidos como en la comunidad de observadores y legisladores de China, el cual gira en torno de una interrogante fundamental y de resonancia histórica: ¿Quién fue el responsable de perder a China?
Es imposible ignorar el papel de las grandes empresas en esta situación.
Desde hace una década, he seguido los acontecimientos como jefe de las oficinas de Fortune y Newsweek en China, la nación más poblada del mundo y el mercado de ensueño de los empresarios extranjeros. A principios de siglo, los camiseros británicos soñaban con vender “2,000 millones de mangas” en China; y hoy día, Mark Zuckerberg estudia mandarín con la esperanza de que Facebook logre seducir a los 1,300 millones de habitantes de ese país.
CHINA SIEMPRE HA SIDO IRRESISTIBLE
Bajo Xi Jinping, arquitecto del surgimiento de Pekín como potencia económica, China dio entrada a la inversión extranjera y los capitales empezaron a fluir: primero, en busca de mano de obra barata para las industrias de baja tecnología, como calzado y textiles; y después, para captar esos 1,300 millones de usuarios conforme la nación enriquecía y sus reformas económicas arraigaban.
Para los CEO estadounidenses, la bonanza china se tradujo en que las políticas de Washington propiciaban una relación económica favorable —y expansiva— con Pekín. Tan poderosa era la impresión de que China estaba transformándose de una nación aislada, hostil y empobrecida en un país de “mil millones de consumidores” que —según la expresión de James McGregor, exdirector de la Cámara Estadounidense de Comercio en Pekín— hasta el horror de la masacre de Tiananmén en 1989 (cuyo 30 aniversario acaba de pasar) se disipó casi de inmediato. Es más, a escasos dos años de Tiananmén, la inversión estadounidense directa en China se disparó de 217 millones de dólares en 1991 a casi 2,000 millones en 1992.
Legisladores y empresarios de Estados Unidos no podían exagerar la luminosidad del futuro que vislumbraban. La Unión Soviética había colapsado y Deng Xiaoping había puesto a China en el mapa mundial. Hace unos años visité Shanghái y Jack Welch (predecesor de Immelt como CEO de General Electric) me contó que, en aquellos días, “todos orábamos porque el cielo fuera el límite [para la economía china]. Y, en esencia, tuvimos razón”.
La comunidad de las grandes empresas dejó claro —primero a Clinton y luego a su sucesor, George W. Bush— que el comercio con China era la máxima prioridad, y Washington estuvo completamente de acuerdo. “Las Fortune 500 y la Cámara de Comercio de Estados Unidos no solo influyeron en política, sino que dictaron las políticas”, recuerda Alan Tonelson, analista comercial veterano radicado en Washington.
El primer objetivo de las corporaciones estadounidenses fue normalizar “permanentemente” las relaciones comerciales (algo conocido como PNTR, siglas en inglés de “relaciones comerciales permanentemente normalizadas”). Antes del año 2000 —y debido a la resaca de Tiananmén—, Washington debatía cada año sobre la conveniencia de otorgar a China el mismo acceso al mercado estadounidense que tenían los otros socios comerciales. Pero a través de la influyente Cámara de Comercio y de US-China Business Council, las corporaciones de Estados Unidos presionaron para que Washington cediera. Más de 600 empresas pugnaron por la condición de PNTR para China. Y lograron su cometido. Tras un contencioso debate con defensores de los derechos humanos, Estados Unidos autorizó el estatus PNTR en el año 2000.
Ahora bien, los defensores corporativos nunca imaginaron el tremendo impacto que ese cambio legislativo tendría en sus cadenas de suministros. Como argumentan los economistas Justin Pierce y Peter Schott en un influyente estudio publicado en 2016, titulado “The China Shock” (“El sobresalto chino”, donde analizan la acelerada caída del empleo fabril estadounidense conforme aumentaba el de China): “Sin PNTR, siempre existía el riesgo de que revocaran el acceso favorable de China al mercado de Estados Unidos, lo que, a su vez, impedía que las empresas estadounidenses aumentaran su dependencia de la base de proveedores chinos. En cambio, PNTR abrió las puertas a la inversión, y las multinacionales de Estados Unidos trabajaron de la mano con Pekín para crear nuevas cadenas de suministros en China”.
La labor de las Fortune 500 apenas empezaba.
El siguiente objetivo fue que China se uniera a la Organización Mundial de Comercio, organismo internacional que fija las reglas del comercio global y se encarga de aplicarlas. El ingreso en OMC sería la ceremonia de presentación de China: la señal inconfundible de que Pekín se había transformado en una potencia del comercio mundial. La comunidad empresarial de Estados Unidos estaba completamente a favor, porque significaba que “China aceptaría seguir las reglas”, al tiempo que los exportadores estadounidenses “se beneficiarían de una extensa reducción en los aranceles chinos a la importación”. Al menos, eso afirmaba un documento que US-China Business Council divulgó en aquellos días.
En diciembre de 2001, su deseo se hizo realidad. China se unió oficialmente a la OMC y la Cámara de Comercio de Estados Unidos casi enloqueció y emitió una declaración en la que afirmaba que era “una victoria incuestionable para los exportadores y consumidores estadounidenses”.
La entrada en la OMC impulsó la inversión corporativa estadounidense en China, la cual se disparó durante la primera década del nuevo siglo. En 2012, me encontré con James Vance —CEO de un proveedor estadounidense de aparatos ortopédicos y otros equipos médicos de baja tecnología para instituciones como el Hospital Corporation of America en Nashville, Tennessee—, quien me dijo que, poco después de que China se afiliara a la OMC, su compañía migró la producción del sureste de Estados Unidos a la provincia de Cantón, en el sureste de China. La razón: “Los costos de producción y exportación eran mucho más bajos que en Estados Unidos. Así de simple”. Y por ser así de simple, muchos hicieron lo mismo. Para 2015, la participación de China en las exportaciones de compañías extranjeras a Estados Unidos era de 60 por ciento o más.
En la primera década de los años 2000, un vecino de Pekín dirigía la enorme y flamante planta de Ford Motor Corp. en la ciudad de Chongqing, localizada a unos 1,400 kilómetros al suroeste (se despedía de la familia durante toda la semana y volvía a casa los fines de semana). En una época en que la corrección política impedía que cualquier ejecutivo estadounidense hablara sin empacho, mi vecino me contó que una noche llegó a pensar que Ford terminaría por mudar su producción a China, y no solo para satisfacer el mercado nacional (en estos momentos, el más grande del mundo en términos de unidades vendidas), sino también el internacional.
“Este lugar será una potencia exportadora, como Japón”, auguró (la ironía es que justo el temor de que eso pueda ocurrir en una industria tan importante y políticamente sensible, sobre todo para el mundo desarrollado, ha frenado el surgimiento de China como exportador de autos).
En los últimos 30 años, las grandes corporaciones estadounidenses se han entreverado en la vida china. Pekín o Shanghái tienen tantos Starbucks como Nueva York. General Motors vende más autos en China que en cualquier otra parte. Encuentras restaurantes KFC y Papa John’s en las principales ciudades. Y Apple ha establecido 42 tiendas.
Con todo, el alcance de Apple en China va mucho más allá. Una red de compañías —que encabeza la taiwanesa Foxconn— ensambla o suministra sus productos en todo el país. Y hoy día, las corporaciones que integran dicha red dan empleo a casi cinco millones de chinos.
No obstante, la decisión de crear cadenas de suministro en China terminaría convirtiéndose en parte del “sobresalto chino”: más de década y media después, y para horror de las corporaciones estadounidenses, esa subcontratación de empleos manufactureros impulsaría la elección de Donald J. Trump.
Al iniciar el nuevo siglo, muchos ejecutivos llegaron a pensar que las reformas económicas chinas continuarían de manera indefinida porque Pekín se había unido al mundo exterior. Incluso afirmaron que China se convertiría en la economía más grande del mundo. Pero no importaba, porque sería un país “normal” que obedecería las reglas de la posguerra y dejaría que Estados Unidos fuera la potencia dominante. El exsubsecretario de Estado Robert Zoellick escribió que la finalidad de la política occidental era apoyar a Pekín para que fuera “un participante responsable” en el orden mundial establecido. Y todo ese tiempo —hasta que Trump llegó a la presidencia—, la suposición tácita era que Pekín aceptaría la definición estadounidense de “participante responsable”. Craso error.
PROBLEMAS EN EL PARAÍSO
Las reformas continuaron durante gran parte de la primera década del siglo. No obstante, el romance de Fortune 500 con los chinos habría de agriarse. China comenzó a generar cada vez más que los competidores extranjeros establecidos allá. Las paraestatales de grandes industrias (petróleo y gas, farmacéutica, finanzas y telecomunicaciones, entre otras) presionaron al gobierno para que favoreciera a los actores nacionales y complicara la existencia de los fuereños. Electo en 2003, el presidente Hu Jintao se mostró dispuesto a responder a la presión, y la reforma económica se ralentizó.
Entonces se desató la crisis financiera global de 2008, la cual arruinó a Estados Unidos y al resto del mundo. Menos a China. Los líderes de Pekín vieron lo que ocurría y pensaron: “Un momento. Se supone que debemos seguir las reglas de estos tipos y mira qué les pasó”. A partir de ese momento, China dictaría sus propias reglas en términos económicos.
Y así ha seguido, al menos bajo Xi Jinping, quien, en 2012, asumió la presidencia de manos de Hu. Como buen nacionalista, Xi cree que, tarde o temprano, China se convertirá en la primera potencia; y cuando antes, mejor.
Tan pronto como ocupó la presidencia, la comunidad empresarial estadounidense se percató de que la estrategia china estaba cambiando. En el plan llamado “Made in China 2005”, el gobierno de Xi manifestó la intención de dominar las industrias de crecimiento más importantes del mundo, y se mostró dispuesto a comprar componentes estadounidenses de alta tecnología —al menos durante un tiempo— con objeto de propiciar el desarrollo de los competidores chinos, quienes (según espera Pekín) habrán de suplantar a las compañías estadounidenses, japonesas y europeas en todas las industrias clave. Adiós 1,300 millones de consumidores.
James McGregor —ex director de la Cámara Estadounidense de Comercio en Pekín y actual CEO de la consultoría APCO Worldwide en China— está escandalizado por la lentitud con que muchas empresas estadounidenses han respondido a la proclamación china. “La participación de las compañías extranjeras es cada vez más reducida en industria tras industria. Es un hecho”, comenta McGregor.
La causa de esa incapacidad para adaptarse es que las cosas han marchado estupendamente. “Muchos se convencieron de que las reformas [de Pekín] serían eternas, y de que la economía seguiría creciendo y no habría problemas”. Pero el hecho de que no haya sido así amenaza todo el trabajo y la inversión que hicieron falta para crear una avanzada en China.
Las protestas Fortune 500 por las políticas de Pekín se habían acentuado mucho antes de la elección de Trump. Según informes anuales de las Cámaras Estadounidenses de Comercio en Pekín y Shanghái, las compañías que consideraban que el ambiente estaba empeorando eran cada vez más numeroso. En 2015, un alto ejecutivo de Honeywell me dijo, abiertamente, que su empresa estaba harta de que Pekín exigiera transferencias de tecnología, y lo mismo declararon mis conocidos de Cisco y Microsoft. Entre tanto, crecían las quejas de que compañías como Huawei estaban robando la propiedad intelectual.
Una cosa es quejarse y protestar, y otra, muy distinta, es hacer algo al respecto desde la perspectiva corporativa o en términos de políticas gubernamentales. Esto casi nunca ha pasado, y la culpa es de las grandes empresas. Michael Froman, quien fuera representante comercial del presidente Barack Obama, reconoce que la renuencia de las empresas a poner sus nombres en las querellas comerciales (por ejemplo, al presentar un caso renombrado ante la OMC) ha sido “el verdadero problema. Muy pocas compañías han estado dispuestas a levantar la mano por temor a las represalias”, explica Froman y, así, durante los ocho años de la presidencia de Obama, la OMC recibió solo 16 acusaciones contra los chinos.
Algunos observadores comerciales, como Alan Tonelson, opinan que la cifra habría sido mucho mayor de no ser por la pasividad corporativa estadounidense ante la amenaza económica que representaba Pekín, cuyo gobierno se había dejado convencer de que General Motors era una ventaja para el país, como lo fue para Estados Unidos en la década de 1950 (cuando se desató el primer debate sobre “Quién perdió a China”).
Entonces ocurrió la elección de Trump, quien asumió la presidencia con la amenaza de emprenderla contra Pekín si no reducía su excedente comercial con Estados Unidos, y acababa con el robo de propiedad intelectual y las transferencias tecnológicas forzadas. Hastiados de los chinos y horrorizados por la elección de Trump, algunos integrantes de Fortune 500 salieron de su pasmo. Era evidente que no lograrían nada manteniendo el statu quo en sus tratos con Pekín.
En diciembre de 2016, durante la transición de Trump, un pequeño grupo de ejecutivos de la industria estadounidense de semiconductores viajó a Nueva York para entrevistarse con los funcionarios del gobierno entrante; entre ellos, el hombre designado como representante comercial de Estados Unidos, Robert Lighthizer.
Según dos fuentes presentes, la delegación incluyó a un representante de Intel, quien reconoció que la empresa estaba más que harta del robo de propiedad intelectual, entre otras cosas. Al entrevistarlo, Lighthizer responde con reservas a la pregunta de por qué las empresas estadounidenses esperaron tanto para pedir al gobierno que tomara medidas firmes contra China.
“Tal vez fue así en algunos casos, pero no en otros”, explica, y señala que, durante su ejercicio como abogado comercial de Skadden Arps, representó varias demandas de metalúrgicas estadounidenses contra China. No obstante, acepta que “sí, concuerdo en que ya era hora de actuar con más decisión [frente a Pekín]”.
El problema actual es que Trump ha respondido con aranceles pensando que las multinacionales de Estados Unidos se verán forzadas a abandonar sus cadenas de suministros. Si bien es cierto que algunas empresas ya lo están haciendo, la resistencia corporativa sigue siendo muy intensa; cosa nada sorprendente. “Después de invertir tanto tiempo y dinero en construir cadenas de suministro, son contados los CEO que están dispuestos a perder más tiempo y dinero reconstruyéndolas en otra parte”, señala Froman, el exrepresentante comercial y actual ejecutivo de Mastercard. Además, ya que faltan menos de 18 meses para las próximas elecciones presidenciales, y ante la posibilidad de que el sucesor de Trump no sea un “arancelario”, es difícil que las corporaciones estadounidenses renuncien a sus cadenas de suministros, al menos por ahora.
Por otro lado, no existe un consenso en cuanto a la política que debe seguir Estados Unidos frente a China, no obstante quien rinda protesta en 2021.
“Esta gente añora los viejos tiempos”, asegura Tonelson, el analista comercial. Y quizá tenga razón. La Cámara de Comercio de Estados Unidos (que insiste en haber hecho lo correcto al encabezar el esfuerzo para otorgar a China la condición PNTR y lograr que Pekín se uniera a la OMC) es un férreo opositor de los aranceles de Trump. Y según una reciente encuesta de la Cámara Estadounidense de Comercio en Pekín, más de 50 por ciento de las empresas participantes manifestaron el deseo de volver al “statu quo previo a los aranceles”.
Por supuesto, esto complace infinitamente a los negociadores comerciales de Xi Jinping cada vez que se reúnen con sus homólogos estadounidenses. China sabe que el gobierno de Estados Unidos baila al son que toca Trump. Y, por su parte, el presidente y sus asesores no están dispuestos a ceder. Pero el problema es que no existen soluciones sencillas para resolver las disputas comerciales que plagan la relación sinoestadounidense. De hecho, Lighthizer ha instado a Trump a mantenerse firme y, en caso necesario, a incrementar las tarifas contra Pekín arguyendo que, tarde o temprano, China se verá obligada a negociar.
Ahora bien, las corporaciones estadounidenses aborrecen la idea y lo mismo hace el mercado de valores de Estados Unidos, situación de lo más problemática para Trump y sus perspectivas de reelección. Si empresas y consumidores estadounidenses deben asimilar costos más altos por los bienes producidos en China, el presidente no saldrá victorioso en Wall Street, y tampoco en 2020.
La realidad que empiezan a percibir tanto los legisladores de la relación sinoestadounidense como las compañías Fortune 500 es que no hay soluciones sencillas para el dilema que plantea Pekín. Hace poco, el propio Henry Kissinger —el hombre que preparó el terreno para la relación de China y Estados Unidos bajo el mandato de Richard Nixon— reconoció que era “muy difícil” idear una “estrategia magistral” para lidiar con los chinos.
Y de ser así —como parece—, las grandes empresas estadounidenses tendrán que apechugar con parte de la culpa.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek