Circula Tiembla, una antología de crónicas sobre los terremotos que cimbraron a México hace seis meses. Con autorización de la editorial Almadía presentamos una de las 35 piezas seleccionadas y editadas por el escritor Diego Fonseca.
–Mamá, el mundo se está rompiendo.
La voz de Ramiro se escuchó como palabras perdidas entre cascabeles de piedra. A los ocho años sabía muy bien lo que tocaba hacer, y eso era correr a la cocina para sacar del canasto a su hermanita recién nacida mientras su madre iba por los otros dos niños. El perro ladraba sin parar ya desde el quicio de la puerta anunciando el desastre.
Pancho había aullado casi con desesperación desde dos horas antes de que la tierra comenzara a abrirse por entre el cerro. El abuelo supo que era augurio, pero no intuyó, como su nieto, que el terremoto partiría su casa en trozos mortales. Ramiro cargó a ese bultito llorón que no comprendía nada. Decidió dejarla a los pies de Pancho y volver adentro. Frente a sus ojos, otra vez la abuela Tierra zarandeó tan fuerte el piso de la casa que lo último que vio entre la polvareda fueron los brazos de su madre empujando a los dos chamacos hacia fuera; el techo se desplomó. Su padre corrió a descombrarla ya sin vida.
Se hizo el silencio. El perro renunció a su voz. El abuelo quedó mudo de asombro. Ramiro contó uno a uno a sus hermanos, cargó a la bebé que había dejado de llorar. Bajo el cielo plúmbeo se desplomaban aquí y allá las casas. Entre la bruma como niebla de invierno en verano, Ramiro veía piedras, árboles, hojas, cazuelas, catres rodar por la montaña. Contó de nuevo a sus hermanos, puso al bebé en los brazos del abuelo mudo. Remontó al cerro, entre los escombros vio un brazo de mujer y le tomó la mano; estaba viva, quería ver sus ojos amanecidos. Se lamió la mano terregosa para limpiar los ojos de la mujer. Alzó piedras hasta liberar un rostro que tosió. Se sonrieron, el niño liberó el otro brazo; Toña estaba desenterrada. La mujer le hizo señas: allá, del otro lado del pueblo las cosas seguro eran peores en las casas de cemento, las que hizo el gobierno cuando se derrumbó todo luego del huracán. Ramiro corrió descalzo. Conoce el nombre de toda la gente de su pueblo en Chiapas. Se imaginó huyendo de un bombardeo, con los ojos aterrados, terregosos, se fue a buscar a los suyos, ya luego habría de averiguar si en verdad esto del 7 de septiembre era el fin del mundo. Luego, pasados los días escuchó en la radio en Tzotzil que 53395 casas habían caído. Quiso hacer la cuenta de cuántas personas cabrían, pero sólo tiene ochos años y no sabe tantos números para contar muertos y damnificados. Sólo cuenta vidas.
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Bárbara había perdido la costumbre de mirar a las personas a los ojos. Caminaba a diario por la calle Ámsterdam en la colonia Condesa, mirando su iPhone. Estaba orgullosa de su capacidad para esquivar personas, árboles y perros sin siquiera mirarles. Contaba pies y zapatos, los más lindos merecían una foto en Instagram, contaba llantas de bicicletas y sabía por qué restaurante había pasado percibiendo el aroma de sus alimentos o sus bebidas. El 7 de septiembre fue un día normal. Compró su vanilla bean mocha frappuchino deslactosado light con estevia, revisó con soltura su timeline de Twitter: boring, boring. Los desastres en Oaxaca y Chiapas, otra vez, pobres de los pobres. Tomó una foto hermosa de una grieta entre dos edificios de la Roma. Filtro, blanco y negro, contraste, hashtag #LaParedPartidaComoMiCorazón.
Septiembre 19, Bárbara terminaba su clase de yoga. Se sintió mareada, escuchó el tronar de un vidrio, pensó que no había tenido suficiente bebida de proteína esa mañana. El grito aterrador de la sensei la sacó de su nube blanca. Terremoto, está temblando, corran. Bárbara quiso volver por su teléfono, pero alguien la aferró por brazo para arrastrarla hacia la salida. Estoy mareada, pensaba, mientras la llevaban en volandas como marabunta. Las otras mujeres cruzaron la calle y entonces sonó la alerta sísmica: un golpe seco derrumbó un piso sobre otro. La tormenta de tierra invadió la mirada de Bárbara pero igual corrió sin pensarlo tras quienes gritaban que había gente viva. Cargó piedras hasta romperse las manos con ampollas. Autómata como muchos, pasaba de sus manos a las otras los despojos de las vidas ajenas, de vez en cuando un pedazo de tela, un peluche, una almohada…
La chica miraba los zapatos, tosía, pero no pidió agua (en realidad, quería un té verde frío). De repente, se hizo una oleada de silencio. Los puños levantados y sus ojos que ven hombres de rojo con cascos, mujeres paramédicos cargando camillas. Rastros de sangre. Miró las pupilas de un chico moreno flacucho. Reconoció sus zapatos rotos: el mendigo del barrio. El chico banda le sonrió con melancolía. Bárbara buscó su iPhone, quería capturar esa mirada para el resto de su vida. Nada, ni bolsa, ni teléfono. Experimentar… Tal vez la memoria funcione, se dijo en silencio: “Oh my gosh I’m gonna cry”. Sus padres en Querétaro la buscaban desesperados. El teléfono sonaba bajo los escombros sordos. Pasó quince horas parada, obedeciendo órdenes de una mujer que sabía lo que hacía. Para no llorar, comenzó a contar miradas, a catalogarlas sin filtro: allá a lo lejos los guapos del café de moda, en la esquina las millennials con las que estudió en la Ibero. Cientos, miles de personas desconocidas pasaban frente a ella, las bicis traían personas que llevaban cajas con víveres, se sonreían solidarias, sin decir diciendo que esta vez no necesitaban de papá gobierno que les salvara.
Diez horas después, ya sin fuerzas, Bárbara caminó hacia lo que fue su hogar, ahora desplomado. Se miró la piel, pensó que tenía el color de una zombi. Qué ganas de jugar Plantas vs zombis y no ver esto. Lloró ocultando su rostro a los demás; no había nadie a su alrededor para darle like a sus acciones, ni una foto para documentar su tristeza o su bondad. La gente de carne y hueso miraba compasiva; una anciana la abrazó, y sin preguntar nada le dijo que este país se quedará en sus manos. Llovió sobre ellas.
Alguien gritó que había vida en el edificio de la esquina. Bárbara corrió hacia su país sin entender cabalmente lo que eso significaba, pero pasó treinta horas más descubriendo a los vivos y a los muertos de su barrio, sin filtro. Alguien a su lado dijo: el mundo se está rompiendo. Miró aterrada al piso, imaginó la montaña fracturada, se sintió viva desde los pies hasta la mirada. Por un instante pensó que tal vez estaba perdida en un videojuego de realidad virtual, pero supo que todo era demasiado verdadero cuando un hombre mayor se desplomó a su lado llorando al ver pasar el cadáver de su hija.
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Georgina vendía quesadillas en la esquina de un viejo edificio en la esquina de Chimalpopoca y Bolívar en la colonia Obrera. Pasó tres horas intentando ayudar a rescatar a sus clientas, las costureras chinas y coreanas que a diario veía entrar en el edificio de cuatro pisos que el mismo 19 de septiembre, pero de 1985, se derrumbó con cientos de esclavas textiles encerradas tras rejas con candados. Esta vez no les permitieron salir al simulacro dos horas antes. Su compañero de la maquiladora New Fashion se salvó de milagro. Las costureras y un par de hombres corrieron cuando la Tierra tembló, pero el edificio se desplomó en tres minutos. Las escaleras se desmoronaron mientras las paredes escupían relleno de unicel. Unas personas caían sobre otras; las encontraron apiladas como montañas humanas. Las brigadas feministas llegaron primero, ellas cargaron piedras enormes y en segundos se organizaron para buscar a los propietarios; querían la lista de empleadas, saber si eran trabajadoras con derechos. El fantasma del sismo del 85 despertó a ese grupo de mujeres que hace tres décadas se rebeló contra la esclavitud laboral. Veinte de cien personas salieron con vida. Entre el cascajo se fueron las historias. Apareció a los pies de Mara un libro de contabilidad escrito en taiwanés. Entre los girones de papel se describen pedidos de juguetes infantiles. Alma, una paramédica de treinta y cinco años dice que su padre fue topo en el 85: le tocó estar en Chimalpopoca cuando ella era una niña. Sentada en la banqueta, Alma se limpia el sudor amargo y lodoso de la frente. Así trata este pinche país a sus trabajadoras, dice en voz casi inaudible carraspeando por la tolvanera. Ojalá sus fantasmas vayan a jalarles las patas en la noche a los políticos que dejaron que se construyeran edificios de espuma sobre los escombros de la muerte. Georgina, la mujer de las quesadillas, agotada y llorosa se sienta a su lado. Comienza a decir los nombres de las costureras y ambas se ponen a rezar mientras allá en la montaña de piedras los granaderos se enfrentan a las feministas que se oponen a que la maquinaria barra con los cuerpos como si fuesen retazos de tela inservible. Unas rezan y otras van construyendo la revolución; se han apropiado de la calle, tapizada de flores y pancartas que exigen justicia. Aseguran que esta vez no volverán a erigir fábricas de esclavas, mucho menos sobre las muertas. La matria rugió —grita una feminista de la UNAM—, el sistema se cayó a pedazos y el país es nuestro. Habrá que reclamarlo como sea antes de que todas se pierdan entre las migajas de piedra y corrupción.
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Una llamada, el cineasta, dos llamadas, el escultor. Cien llamadas. Artistas, pintores, cantantes a quienes la fama les llevó a otros países que no se desmoronan con tanta facilidad, me llamaron para preguntar a quién y cómo ayudar. Ahora con los ojos abiertos, unos frente a las otras, cada cual decide volver a casa como puede, con su fama a cuestas, o con su capacidad de influencia que en español no es suficiente y por eso son influencers, youtubers, snapchateros que tienen a miles y millones de seguidores que les mandan corazones y likes a diario. Habrá que ponerle más contenido a la intención. Habrá que ponerle solidez a las ideas. No, dice el cineasta, que no sea paternalista, que sea mano a mano. Sí, acierta el actor guapo y famoso, nosotros decidimos horizontalmente, vamos a demostrar que la gente se gobierna a sí misma junta, solidaria, sin corrupción.
¿Quién decide a quién darle el dinero? Se preguntan unos y las otras responden: deciden las organizaciones civiles de base, aquellas que desde hace décadas han dejado la piel en pueblos y ciudades, las que conocen los nombres de la gente en la montaña, quienes saben de qué material ha de construirse un hogar para que no se desmorone como pan de muerto. Confianza es la palabra clave. Unos y otros se reúnen, organizan conciertos solidarios, buscan víveres, crean grupos de apoyo terapéutico y mientras se preguntan: ¿en quién confiar? Este sistema nos educó en la desconfianza. ¡Mierda! Tenemos que aprender a creen en las y los demás, vaya tarea difícil. Un miedo pequeñito como una cigarra rezumba en los oídos. El miedo a que el impulso se desplome como las casas; a que la emoción se pierda como los permisos de construcción, a que la solidaridad desaparezca con la misma tranquilidad con que las y los políticos huyeron a esconderse esos ocho días de tragedia. El eco se escucha con mayor fuerza cada vez: no se trata de reconstruir sino de reinventar al país.
Si arrebatamos las calles y los pueblos por tantos días, por qué no habríamos de poder hacerlo para siempre. Volver a confiar en el otro y la otra que cayó bajo los escombros, limpiar sus ojos ciegos con nuestras manos húmedas de aliento iluso, fiar nuestra esperanza a quienes desde hace tanto han construido esa red de salvamento que sostiene al país desde la sociedad civil que no bebe cava ni cena con los políticos en turno. No son las instituciones; nos ha salvado del abismo esa solidaridad del niño que sabe lo que hace, de la mujer que sabe a quién llamar y cómo nutrir a su pueblo, de ese topo que educó a su hija para salvar vidas con el ejemplo. La revolución ya estaba aquí, tal vez sólo estaba distraída tomando café hasta que el mundo comenzó a romperse de nuevo. La Tierra y los ojos se abrieron al mismo tiempo; habrá quienes caigan al abismo de la inopia, serán más quienes arrebaten el poder con las garras de la indignación acumulada, sólo si el miedo no gana la batalla.