El régimen de las adquisiciones de bienes en el poder público constituye, casi por antonomasia, una natural zona para el desarrollo de las prácticas de corrupción, puesto que, en primer lugar, el Estado es el principal comprador del país, lo que supone la circulación de ingentes cantidades de dinero para adquirir bienes y servicios a cuyo acceso es difícil resistirse, y, por otro lado, priva la ineficacia y la falta de controles en las compras, materializado esto en colusiones, cohechos y obtención de ventajas gremiales y proteccionistas.
Por más leyes que se expidan y por más intentos de abatir esas insanas prácticas, el Estado no termina por consolidar un régimen adquisitivo bajo las mejores condiciones de calidad, precio y prácticas anticompetitivas.
El dilema no es sencillo de resolver, pero cualquier intento por hallar una solución necesariamente tendrá que transitar por los principios de máxima transparencia y rendición de cuentas. Para ello resulta indispensable la digitalización y tecnificación de los procesos adquisitivos, a través de las cuales, la información sobre el gasto publico esté a disposición de manera instantánea, sin necesidad incluso de solicitarla formalmente. Bastaría con que cualquier usuario de internet pudiera asomarse a la información en tiempo real para conocer a quién y cuanto se está pagando por cuáles bienes o servicios.
Falta mucho para arribar a tales estadios de transparencia, no solo por el desarrollo mismo de la tecnología suficiente para que ello suceda, sino por la necia resistencia de los responsables de las adquisiciones, quienes encuentran en las leyes y en la máxima transparencia más obstáculos que ventajas para llevar a cabo sus tareas.
Suponíamos que con la inauguración del “nuevo régimen”, y siendo el combate a la corrupción su bandera más visible, no sería complicado ubicar las áreas de compras y contrataciones públicas como el epicentro de una nueva cultura en el ejercicio del gasto público. Pues bien, a contrapelo de esa idea, el gobierno, lejos de transparentar ad extremis, las adquisiciones, ha optado por la reserva y el secreto.
En materia de adquisiciones públicas, según el artículo 134 Constitucional, el principio rector es la apertura a través de los procesos de licitación pública, mediante la convocatoria abierta a todo aquel proveedor interesado en suministrar bienes y servicios al Estado. Sin embargo, lo que hasta ahora hemos visto es que esa regla se está convirtiendo en la excepción, pues este gobierno, de cada cuatro contratos, ha optado por adjudicar tres de manera directa.
Es cierto que ello no es algo que resulte ilegal. Sabemos que las excepciones a la regla también están previstas en ley y que, bajo ciertas circunstancias, ofrecen una utilidad práctica para alcanzar los mismos fines que se buscan con la licitación abierta. El problema es que la excepción se tornó en la regla y eso no es, no puede ser, el espíritu del régimen legal de las adquisiciones.
Bajo esta nueva realidad imperante, los ciudadanos no podemos tener la certeza de que esas adjudicaciones directas constituyan verdaderamente lo mejor para la nación. La única explicación que se nos ofrece redunda en convencernos de que no hay nada por qué preocuparse, pues los nuevos responsables de hacer las compras para el gobierno, ellos si que son honestos. Parece que basta con que lo afirmen para que todos tengamos que dar por sentado que así es.
Concurrimos esta semana a la inauguración de una nueva era en la que ya se han desterrado las prácticas corruptas del servicio público, según lo ha declarado el presidente en una más de sus mañaneras homilías. Sin embargo, no existe elemento objetivo o herramienta de evaluación que así lo acredite ante un análisis serio.
La simple política de adjudicar la compra de bienes y servicios bajo el régimen de adjudicaciones directas, genera una presunción de corrupción que contradice en los hechos el discurso oficial.
Bajo esta novedosa tendencia que privilegia la oscuridad por encima de la transparencia, ahora se propone la integración de una nueva sala anticorrupción en la composición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Me pregunto ¿para qué? Ni siquiera se ha desplegado toda la reforma constitucional de 2015 que dio lugar al Sistema Nacional Anticorrupción ¿o acaso ya designaron a los magistrados del Tribunal Federal de Justicia Administrativa que se suponía iban a sancionar los actos de corrupción?
No hay razón alguna para acrecentar los asientos en la Corte, so pretexto de la creación de una nueva sala anticorrupción. Lo que urge son muestras reales de que el nuevo régimen está dando resultados en la lucha contra este flagelo. Hasta ahora no existe ninguna, al contrario, parece que las nuevas prácticas corren en contra de la máxima transparencia.
La preferencia por adjudicar contratos de manera directa en lugar de licitar abiertamente, despide un inevitable hedor de corrupción que no se puede disimular. Antes que aumentar la burocracia judicial, bien valdría que el Ejecutivo se ponga en serio a abatir la corrupción con actos reales y concretos. Basta de saliva, palabrería y autoelogios que suenan más a vituperio, lo que se requiere son indicadores que acrediten que el gobierno está trabajando en lo que el presidente se autoimpuso como objetivo básico. Las adjudicaciones directas inexplicables no son precisamente la mejor idea como para acreditar la lucha contra la corrupción.