La tragedia de Tlahuelilpan, que ha dejado hasta el momento 85 muertos y decenas de heridos, es un lamentable recordatorio sobre la importancia que tiene la dimensión ética en cualquier proceso de cambio político. Cientos de personas, muchas de ellas acompañadas de niños, acudieron a una toma clandestina para recoger combustible ante la mirada impotente —¿indolente?— de policías y militares quienes se limitaron a observar la escena. Este infortunio se pudo evitar pero nada se hizo. Así ha ocurrido en otras ocasiones, cabe recordar sucesos similares como San Juanico en 1984 o Guadalajara en 1992. En estos casos culpar al Estado se ha convertido en la norma, pero es necesario referirse a la responsabilidad de las personas y concretamente a nuestro déficit de ciudadanía.
Pareciera que existe una distinción entre el ciudadano y los políticos. Es la contraposición entre la ética que representa un sistema normativo, y la política que encarna un sistema de poder. Es decir, que la política obedece a un código de reglas diferente y, en algunos casos, incompatible con el que rige la conducta moral del ciudadano. De esta forma, observamos la contraposición entre el moralista político quien considera que los súbditos no tienen derecho a juzgar aquello que es justo o injusto porque es una prerrogativa exclusiva del soberano, y el político moral quien no subordina la ética a las exigencias de la política, sino que la interpreta con base en los principios universales de la sociedad democrática. Para decirlo con Max Weber, el primero, postula la ética de la convicción mientras que el segundo, la ética de la responsabilidad.
Nuestro cambio político ha producido una doble moral. Frecuentemente escuchamos que si todos roban es lícito robar, que si existe un pueblo bueno, también existe uno malo. Es una visión maniquea de la realidad que sólo ve en blanco y negro, olvidando los matices: “se lo buscaron”, “sabían lo que hacían”, “se lo merecen”. Celebrar la muerte de personas en cualquier circunstancia significa padecer graves problemas mentales. Por ello, la Cartilla Moral que propone el presidente López Obrador —un ensayo de Alfonso Reyes escrito en el lejano 1944— y que plantea promover “una forma de vivir sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza, a la Patria y a la humanidad”, resulta inadecuada frente a las nuevas demandas de la sociedad mexicana y su inevitable conflicto de valores y puntos de vista.
Un proceso que acentúa el desempeño de los partidos, la confrontación ideológica, la crisis de las instituciones y la corrupción de los gobernantes, pero que deja de lado la dimensión ética de la sociedad civil. Se trata de evaluar lo que está bien y lo que está mal, lo que deberíamos o no deberíamos hacer, así como identificar los principios que deben guiar nuestro comportamiento y los valores que orientan nuestra vida. Estas interrogantes son fundamentales porque son tan antiguas como la humanidad y porque somos criaturas éticas. Por lo tanto, la relación entre ética y política representa un tema inconcluso de nuestra cultura democrática que plantea los problemas de una teoría de la justicia, de la legitimación del poder y del proceso de constitución de la persona como sujeto social titular de derechos y obligaciones. En estos dilemas se concentra el principal desafío de la Cuarta Transformación.
[email protected]
@isidrohcisneros
agitadoresdeideas.com