La película escalofriante y profética de la década de 1970 llega a Broadway… y la adaptación no podría ser más oportuna.
En 1976, los cinéfilos recibieron con carcajadas la siniestra comedia de Paddy Chayefsky, “Poder que mata”. En 2008, el dramaturgo británico Lee Hall volvió a ver la película y se estremeció. “En 1976, Paddy predijo que sería una sátira descabellada, pero en nuestra época tiene el realismo de un documental”, comenta. “Cada semana se vuelve más relevante”.
En aquellos años, Chayefsky —ganador del Óscar por su libreto, y fallecido en 1981— empezaba a notar las crecientes semejanzas entre las noticias televisivas y el espectáculo, así como la peligrosa capacidad mediática para explotar la ira popular. Por su parte, Hall -mejor conocido por el libreto de Billy Elliot (2000) y la adaptación musical galardonada con un Tony- reconoce que Chayefsky no solo exhibió una espeluznante presciencia, sino que su obra es “un ejemplo muy sólido de la literatura dramática”, con el mismo corte de Arthur Miller.
“Mi trabajo fue hacer microcirugía y dar un nuevo formato a la historia, sin causar grandes daños a un guion de suyo genial”, agrega Hall.
Fue difícil mejorar el original. En 2005, Writers Guild of America otorgó al libreto la octava posición dentro de su listado de los guiones más importante en la historia del cine, mientras que, en 2007, American Film Institute situó la cinta (bajo la dirección mordaz y precisa de Sidney Lumet) en el lugar 64 de su lista de las 100 mejores películas estadounidenses. El filme narra la historia de Howard Beale, un presentador de noticias envejecido y alcohólico (interpretado por Peter Finch, quien murió poco después de la producción y ganó un Oscar póstumo por su interpretación). Al ser despedido de la cadena ficticia UBS, Beale anuncia su intención de suicidarse durante su última transmisión y, de esa manera, la cadena hambrienta de ratings atrapa a un número récord de televidentes. En vez de enviarlo a terapia, la despiadada ejecutiva Diana Christensen (Faye Dunaway) le ofrece un programa, y así nace el infame mantra que comparten Beale y la cadena: “¡Estoy furioso, y no seguiré tolerando esto!”.
Estrenada el año pasado en el National Theatre de Londres, la adaptación para teatro iniciará una temporada de 18 semanas en Broadway a partir del 6 de diciembre. Después de recibir críticas muy favorables y un premio Olivier, Bryan Cranston (“Breaking Bad”) vuelve al escenario como Beale, y Tatiana Maslany (ganadora del Emmy por la serie “Orphan Black”) hace su debut en Broadway como Christensen. El director es Ivo van Hove, quien decidió exacerbar la angustia visceral con una sala de redacción plagada de reporteros y con un equipo de camarógrafos apiñados como buitres alrededor de Beale, para proyectar cada una de sus crisis en pantallas de 6 metros.
Si esperas una versión actualizada, con redes sociales y una multitud de fanáticos trumpistas rabiosos, vas a sufrir una decepción. La obra sigue ambientada en la década de 1970, y las actualizaciones son mínimas. “Queríamos que el público hiciera sus propias conexiones”, explica Hall. “No fue necesario incluir a Twitter ni a los celulares, porque los problemas actuales son los mismos que en 1976: la red de capitalismo, globalización, y políticas corporativas”.
Aclarado el punto, necesitarás un salario de ejecutivo corporativo para pagar los 399 dólares que cuesta cada localidad que Van Hove ha instalado en el escenario (el precio incluye cena y bebidas). Aunque el director también puso asientos en el escenario para su producción de “Panorama desde el puente” -premiada con un Tony-, en esta ocasión, la medida pretende ser un comentario sobre la complicidad del observador. “Como dramaturgo, me horrorizó lo que pretendía hacer, pero Ivo me dijo ‘Confía en mí’. Fue muy acertado”, reconoce Hall. “Es una metáfora hermosa sobre el espectador. Resulta muy interesante ver a una persona sentada en escena, comiendo y mirando la proyección de Cranston, en vez de observarlo directamente”.
Hasta los acontecimientos mundiales que abarca el libreto de Chayefsky fueron extrañamente proféticos, como la referencia a Arabia Saudita. “Pensé en cambiarla por algo más relevante para Broadway, pero no me decidí. Y entonces… Bueno, ¿has visto las noticias? ¡Pensarán que lo añadí!”.
En su mayor parte, Hall se limitó a hacer cambios estructurales en el guion original. Hacia la segunda parte de la película, la atención cambia de Beale a su amigo y jefe, Max Schumacher (William Holden). A Hall le pareció que aquello era “un desplazamiento extraño desde la perspectiva dramática, sobre todo en teatro”.
Asimismo, al mantener la atención en Beale, Hall pudo moderar la misoginia inherente a la película. Gracias a Dunaway -quien también se llevó un Oscar por una actución que pasa de la sensualidad al absurdo-, es inevitable que termines enamorándote de Christensen, aunque aborrezcas lo que representa. Pero eso fue en la década de 1970, cuando aún no formaban filas las mujeres fuertes (cuentan que Lumet prometió a Dunaway que impediría cualquier intento de hacer que su personaje resultara más compasivo o vulnerable). Al final, el honorable Schumacher es quien pone en su sitio a Christensen; por supuesto, después de abandonar a su esposa e hijos para acostarse con ella. Schumacher termina por descartar a Christensen como integrante de una generación que “aprendió sobre la vida con Bugs Bunny”.
“En retrospectiva, la película te deja una sensación distinta cuando ves que esa joven poderosa y creativa cuestiona la complacencia de una generación de hombres que no tuvieron que esforzarse”, señala Hall. “Y Tatiana [Maslany] abraza el poder de Diana”.
“No creo que tenga malas intenciones”, dice Maslany, acerca de Christensen. “Es solo que desea algo con todas sus fuerzas, y no muestra el menor remordimiento”.
El único defecto de la película podría ser que Schumacher ama sinceramente a Christensen, una debilidad que los críticos señalaron en 1976. “No sé qué espera de ella”, comenta Maslany, sonriente. “¡Me encantaría saberlo!”. En el libreto de Chayefsky, Schumacher la enfrenta por su egoísmo, y Maslany señala que “lo que más me gusta de ese momento es que Diana no satisface las expectativas. No pide, “Ámame a pesar de toda mi mierda”. Lo que dice es ‘No puedo amarte. No sé cómo hacerlo’. Es todo lo opuesto de lo que se espera de una mujer en una película”.
Hoy también tenemos la ironía de que Schumacher (Tony Goldwyn, en Broadway) reprende a “la generación de la televisión”, en una época en que los algoritmos de Facebook hacen que los reporteros sientan nostalgia de cadenas como CNN. Este es un detalle que Hall no pasa por alto. “La era de la televisión por cable fue un horror”, afirma. “Pero como demuestran las redes sociales, el problema no es la tecnología, sino la estructura corporativa subyacente”.
En cierto momento, algunos personajes describen a Beale como un “profeta iracundo que denuncia la hipocresía de nuestros tiempos” y como “un hombre de televisión a todas luces irresponsable”. Hall confía en que el público no sacará conclusiones obvias. “Beale no es Trump”, insiste. “Es un hombre cualquiera que cae en la trampa de la ira, y es manipulado por las mismas fuerzas que provocan esa ira. Todos nos sentimos como Howard Beale, pero esa es la trampa, porque la solución no es la ira que sentimos. En última instancia, Howard se explota a sí mismo. Y esa es la historia real de ‘Network’ [Poder que mata]”.
En cualquier caso, Hall señala un momento dirigido directamente a nuestros tiempos. El Beale de la película nunca llega a conocer los límites de la ira, pues lo asesinan en cámara después de lanzar una crítica pública contra los patrocinadores de USB. Pero la versión de Broadway contiene una réplica póstuma: “La verdad auténtica, lo que debemos temer, es el poder destructivo de las creencias absolutas”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek