La historia de una mujer ejemplifica el efecto devastador de la sentencia obligatoria para crímenes no violentos relacionados con drogas: política de la era Reagan que Jeff Sessions pretende mantener.
Cynthia Shank juraba que había algún error. En febrero de 2008, un juez sentenció a la mujer de 35 años a purgar una sentencia de 15 años en prisión. Mientras el magistrado leía el veredicto, Shank pudo escuchar a dos de sus tres hijas pequeñas -una de 4 años, la otra de 2- jugando fuera del tribunal de Gran Rapids, Michigan. “Esto es un error. Algo va a cambiar”, pensó. “No estaré aquí mucho tiempo más”.
A pocos meses de su encarcelamiento en una prisión federal de Illinois, la realidad de la sentencia mínima obligatoria se hizo dolorosamente patente. Y nueve años después, seguiría entre rejas por un crimen de drogas no violento.
En 2002 asesinaron a su novio, Alex Humphry. Cuando la policía registró el domicilio, halló 20 kilogramos de cocaína en polvo, un kilogramo de crack, 19 kilos de mariguana, 40,000 dólares, y armas. La acusación inicial fue por crímenes múltiples de drogas, así que le ofrecieron un acuerdo de culpabilidad (13 años de cárcel), el cual rechazó. “Siempre he dicho la verdad”, insiste Shank, en entrevista con Newsweek. “Estaba enterada de lo que [Humphry] hacía, pero no de la magnitud. Yo no vendí esas drogas. Y como no había evidencias en mi contra, desecharon el caso”.
Siguió con su vida y desposó a un hombre llamado Adam Shank; compraron una casa y tuvieron hijas. Pero todo eso terminó una mañana de marzo de 2007, cuando la policía llamó a su puerta y la arrestó por cargos federales de conspiración para distribuir cocaína. “Cinco años después, el fiscal entrevista a unos acusados y pregunta, ‘¿Están seguros de que no recuerdan algo sobre Cindy?”, explica Shank. “Llevaban cinco años encerrados; enfrentaban sentencias de 20 y 30 años. ¿Y ahora recuerdan cosas?”.
Nadie informó a Cindy Shank por qué reabrieron su expediente, pero ella y sus abogados sospechan que los testigos en su contra aceptaron un arreglo para reducir sus sentencias. Para Shank, el resultado fue la acusación de que estaba al tanto de los crímenes de Humphry, y la sentencia mínima obligatoria era 15 años.
“The Sentence”, cinta que obtuvo el Premio del Público en Sundance, y que HBO proyectará el 15 de octubre, relata la historia de Shank. Su hermano menor, el cineasta Rudy Valdez, empezó a grabar películas caseras de sus sobrinas con una videocámara, pues quería documentar su crecimiento (en aquellos días, era profesor asistente en pre-kínder). Poco después, Valdez se puso a estudiar los videos como una oportunidad para mostrar la sentencia mínima obligatoria desde la perspectiva de “las personas que se quedan atrás”. Y su hermana se mostró deseosa de cooperar: “Cuéntales a todos”, rogó. “Que alguien nos vea, por favor”.
Cuando dictaron sentencia, la hija menor de Shank tenía 6 semanas de vida; y, hace siete años, tras su traslado a una prisión federal de Florida, las visitas de sus hijas -quienes siguen viviendo con el padre- se redujeron a una por año (eran un poco más frecuentes cuando Shank fue transferida a una prisión de Kentucky, en 2014). “Me perdí del crecimiento de mis hijas, esa fue mi sentencia”, declara en el filme.
A través de Shank, Valdez pone en evidencia un sistema de justicia que terminó de averiarse con la guerra contra las drogas de la presidencia Reagan. En 1988, se introdujo la sentencia mínima obligatoria para crímenes no violentos de cocaína y mariguana como parte de la ley contra el abuso de las drogas, un intento de los demócratas para combatir la epidemia de crack tras la politizada sobredosis mortal de Len Bias, jugador de baloncesto universitario. Las sentencias obligatorias suelen ser prolongadas en casos de delitos por drogas. En 2016, el promedio era de 7.8 años, más del doble que la condena promedio para un delito por drogas sin sentencia mínima. Por esa razón, hoy instan a los acusados a contemplar un acuerdo de culpabilidad -la opción que rechazó Shank- para recibir una condena menor a la sentencia mínima.
En teoría, los acuerdos de culpabilidad -constitucionales desde el decreto de la Suprema Corte en 1970- ofrecen clemencia a los delincuentes que aceptan la responsabilidad de sus actos, permitiendo que el acusado y el Estado eviten un juicio prolongado y costoso. La realidad es que los acusados -aun cuando proclamen su inocencia- suelen ser presionados para declararse culpables, con el argumento de que el juicio podría resultar en una sentencia mucho más larga. Ese tipo de acuerdo se ha vuelto la norma: The New York Times hizo una investigación en 2017, y halló que 98 por ciento de las condenas ocurría después del acuerdo de culpabilidad. Y según los informes anuales que publica la Oficina Administrativa de los Tribunales de Estados Unidos, el total de juicios con jurado para casos penales se redujo a casi la mitad entre 1997 y 2017 (de 3,932 a 1,742).
El sistema “permite que la fiscalía controle el juego”, acusa la litigante Marjorie Peerce, copresidenta del Comité de Sentencias de la Asociación Nacional de Abogados de Defensa Penal. “Aunque el gobierno no tenga suficientes pruebas, los acusados se declaran culpables por temor a ser condenados y recibir una sentencia mínima obligatoria”, agrega. “No deberían penalizar a las personas por ejercer su derecho constitucional a un juicio”.
Y de los penalizados, la mayoría es negra o latina. Un estudio de 2014 halló que los delincuentes negros tenían 75 por ciento más probabilidades de enfrentar un acusación con sentencia mínima obligatoria que los delincuentes blancos que cometieron el mismo crimen. En 2016, los latinos fueron el grupo racial más grande sentenciado a las cárceles federales por un delito que acarreaba dicha sentencia (Shank es latina).
Todo esto fue novedad para Valdez, quien, después de investigar los mínimos obligatorios, decidió participar en el activismo por la reforma carcelaria viajando a Washington para asistir a audiencias, mítines y protestas. Dice que habló “con cualquiera que quisiera escuchar, y con algunos que no querían”. Su estrategia era simple: repetir el nombre de su hermana –“Cynthia Shank, Cynthia Shank, Cynthia Shank”- con la esperanza de que la identificaran cuando su caso llegara a manos de alguien.
El método resultó. Transcurridos ocho años de la sentencia, la petición de Shank llegó al Proyecto Clemencia 2014 del ex presidente Barack Obama. Era una iniciativa del Departamento de Justicia que instaba a los reos federales a enviar una petición para conmutar o reducir sus sentencias (el proyecto contemplaba crímenes que hoy ameritarían sentencias menores, delitos no violentos, y buen comportamiento en prisión). Las probabilidades no favorecieron a Shank: más de 35,000 reclusos calificaron para la iniciativa, pero solo conmutaron 1,600 sentencias. Miles de abogados (incluida Peerce) trabajaron sin cobrar para ayudar a los internos a enviar su peticiones.
Pasaron años y Shank no recibió información alguna sobre su solicitud. Cada vez que Obama publicaba una nueva lista de conmutación, corría a la computadora del reclusorio y buscaba su nombre desesperadamente. Sabía que su tiempo se agotaba: “La presidencia Obama estaba por terminar y con ella, mi esperanza de alguna forma de clemencia”. Entonces, en noviembre de 2016, justo después de la elección del presidente Donald Trump, Shank revisó el listado y vio su nombre: “Estaba en la penúltima lista”. Fue liberada el 21 de diciembre de 2016.
El futuro es lóbrego para otros miles de reos. En 2010, el entonces procurador general, Eric Holder, intentó eliminar los mínimos obligatorios ordenando a los fiscales que no especificaran la cantidad drogas implicadas en los casos. Eso permitió que los acusados evitaran los mínimos implícitos en ciertas cantidades de drogas, y dio a los jueces la discreción para dictar sentencias inferiores a las normas.
Fue como aplicar una curita en una herida abierta; y ahora, el procurador general Jeff Sessions pretende arrancarla de golpe. En un memorando de mayo de 2017, Sessions ordenó a los fiscales que “acusaran y persiguieran el delito más grave y fácilmente demostrable” y que “divulgaran todos los hechos que impactan las normas de sentencia”, argumentando que esa política era “moral y justa, y producía coherencia”.
Semejante actitud ha provocado que muchos defensores de la reforma de la justicia penal teman el resurgimiento de la guerra contra las drogas, además de una ampliación de la sentencia mínima obligatoria (los republicanos más importantes, incluido Jared Kushner, asesor de Trump, redactaron un anteproyecto de ley que reduciría el mínimo obligatorio para delitos no violentos por drogas. No obstante, en agosto, el presidente -a pesar de los indicios iniciales de apoyo- descartó la propuesta hasta después de las elecciones de medio periodo).
El final feliz de Shank ha sido agridulce. “Sufrieron mis hijas, mis padres, mi ex marido; el matrimonio no resistió. Nos divorciamos después de cuatro años en prisión”. No tiene los recuerdos infantiles que las madres atesoran, “las pequeñas cosas que debí haber visto”, lamenta Shank. “No me canso de contemplarlas”.
Sus hijas -ahora de 10, 12 y 14 años- dividen su tiempo entre padre y madre, un ajuste que también las ha afectado. “Soy muy estricta”, confiesa Shank, agregando con una carcajada. “Aunque mamá haya estado en la cárcel, eso no significa que no tengas que hacer la tarea”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek