Hace poco escuché una canción que no había oído en años y, de golpe, estaba ahí de nuevo: el cuarto en casa de mis papás, la luz exacta de la tarde entrando por la ventana, la sensación de esa época suspendida en el aire, un mini componente. No es sólo es nostalgia. La música tiene un acceso privilegiado a la memoria; no se guarda en un solo lugar del cerebro, sino que se ancla a distintos rincones de nosotros. Afecta la amígdala, que regula las emociones, el hipocampo, que almacena recuerdos, y la corteza auditiva, que traduce las vibraciones en significado. Quizá por eso, cuando suena una canción que nos marcó, no sólo la recordamos: la volvemos a vivir.
Cada etapa de nuestra vida tiene su propio soundtrack. Hay discos enteros que llevan la firma de una ciudad en la que fuimos felices, canciones que nos devuelven a amores que ya no están, coros que aún duelen, aun cuando creemos haberlos dejado atrás. La música es tiempo comprimido en sonido. Una partitura que se despliega dentro de nosotros y nos recuerda quiénes fuimos, qué sentimos y, a veces, incluso lo que olvidamos.
Pero no solo es memoria, también es vibración. La música nos atraviesa de maneras que no siempre entendemos. Hay algo casi alquímico en la forma en que ciertas notas se conectan con lo que sentimos. Las frecuencias bajas pueden hacer que el cuerpo se sienta pesado, introspectivo; las más agudas, en cambio, pueden despertar energía y movimiento. Hay estudios que muestran cómo los sonidos en ciertas escalas pueden calmar la ansiedad o elevar el ánimo. Lo hemos experimentado sin pensarlo: un ritmo acelerado nos empuja a correr más rápido, un acorde en menor nos llena de melancolía sin saber por qué. El sonido no solo nos envuelve, nos transforma.
Si hay melodías que logran capturar esa conexión casi mística, una de ellas es “Spiegel im Spiegel” de Arvo Pärt. Con una estructura minimalista, pero hipnótica, este diálogo entre piano y violín parece expandir el tiempo, como si cada nota flotara antes de desaparecer. Es una pieza que no solo se escucha, sino que se siente en la piel. Y en otro extremo del espectro está “Giorgio by Moroder” de Daft Punk, una fusión entre la historia del sintetizador y un solo de batería absolutamente impredecible, un viaje que pasa por el funk, la electrónica y el jazz en una misma pieza.
Antes, descubrir música nueva era un proceso de exploración más lento. Había que esperar a que alguien nos prestara un disco, a que una canción sonara en la radio, a que una tienda tuviera justo ese álbum que buscábamos. Ahora, con un solo clic, podemos viajar a cualquier rincón del mundo a través del sonido. Podemos encontrar canciones que jamás habríamos imaginado y, a la vez, redescubrir las que creíamos conocer. Porque no solo cambiamos de gustos: cambiamos de oídos. Una misma canción no suena igual cuando la escuchamos después de haber vivido más.
Y tal vez ahí está lo más mágico de la música. No solo nos permite recordar quiénes fuimos, sino que también nos abre puertas a lo que aún podemos ser.