Nos han enseñado a creer que el amor romántico es el gran vínculo de la vida, la historia que merece ser contada. Pero si lo pienso bien, las personas que realmente han estado ahí, las que han sostenido mis pedazos cuando yo misma no podía, han sido mis amigas.
Las dinámicas en las relaciones son extrañas. Hay cosas que jamás perdonaríamos a una amiga, pero que en pareja dejamos pasar una y otra vez. Límites que defendemos con firmeza en la amistad se vuelven borrosos cuando entran en juego el deseo, la costumbre o la idea de que el amor todo lo puede. Tal vez tenga que ver con el apego, con la forma en que nos enseñaron a relacionarnos, con la manera en que hemos mitificado el romance por encima de cualquier otro lazo. Pero lo cierto es que la amistad, esa conexión silenciosa y constante, tiene un poder del que poco se habla.
Las amigas salvan. Escuchan. Acompañan. No necesitan que las convenzas de quedarse. Te aman como eres, sin estrategias, sin esfuerzo, sin la necesidad de probar que lo mereces. Están porque quieren estar, porque su mundo y el tuyo se encontraron y decidieron quedarse juntos un rato, o toda la vida.
Y aunque se dice que cada quien construye su propio universo, hay algo mágico en el momento en que dos mundos se suman sin anularse. En la adultez, hacer nuevas amistades es difícil. La vida se llena de responsabilidades, los espacios de socialización se reducen, y muchas veces creemos —erróneamente— que ya no hay tiempo para lo que no es urgente. Pero cuando encuentras a alguien con quien compartir desde la plenitud, no desde la carencia, sino con la intención de construir algo nuevo juntas, el vínculo que se forma es irrompible.
Las amistades poco comunes también tienen su propia belleza. No todas las conexiones nacen en los lugares esperados ni bajo las condiciones habituales. A veces, la persona que más te entiende no se parece en nada a ti. Puede ser la compañera de trabajo con la que nunca creíste tener algo en común, la señora que atiende la cafetería donde pasas todas las mañanas, o alguien que, en otro contexto, jamás habrías cruzado palabra. Pero, de alguna manera, sus mundos chocaron y ahora se sostienen.
Ser una buena amiga no solo es un regalo para la otra persona, también es una forma de ser mejor ser humano. Aprender a escuchar sin esperar nada a cambio. Estar presente en los momentos en los que nadie más lo está. Porque en un mundo que nos empuja constantemente a priorizar lo individual, la amistad sigue siendo un acto de resistencia. Un recordatorio de que, al final, lo que realmente nos sostiene no es el amor romántico idealizado, sino esos lazos invisibles que nos han acompañado sin condiciones.
Nos han hecho creer que el amor solo tiene un nombre, una forma, una historia con un solo final posible. Pero el amor está en todas partes. En una amiga que te escucha sin juzgar, en quien celebra tus logros sin competencia, en la certeza de que hay alguien que te sostendrá cuando el mundo se vuelva imposible.
El problema no es que busquemos amor, sino que nos han enseñado a verlo de forma limitada. Nos concentramos tanto en encontrarlo en una pareja que olvidamos que ya lo tenemos, que siempre ha estado ahí, en las amistades que nos han salvado una y otra vez.
Porque amar no es solo desear o compartir la vida con alguien. Es sostener, cuidar y construir comunidad. Y en un mundo que nos empuja al individualismo, al aislamiento y a la obsesión por la pareja como único vínculo válido, hacer comunidad es un acto radical. Apostar por la amistad es revolucionario.
Las grandes historias no solo las construyen los amantes, sino también los amigos. Y si algo nos mantiene de pie en este mundo fugaz, es ese amor que no pide exclusividad, que no exige perfección, que simplemente es.