El número siete tatuado en la pierna izquierda de Emily es una herida abierta. Un recordatorio constante, doloroso, de los 17 años en los que fue víctima de tráfico sexual. Un sello impuesto por el hombre con el que comenzó su pesadilla.
Un día, aquel proxeneta las obligó a ella y otras mujeres a tatuarse ese número. Fue una forma de marcarlas, de mostrar que le pertenecían, una práctica habitual entre traficantes. En un salón de tatuajes de Florida, Emily (un seudónimo) espera ilusionada a que sustituyan ese rastro del pasado por un dibujo que eligió: un corazón y una cruz.
El negocio, donde trabajan tres mujeres, ha aceptado la invitación de la oenegé Selah Freedom para ayudar a víctimas de explotación sexual a borrar las huellas de sus maltratadores. Sentada en una camilla, Emily mira su tatuaje. Tiene 44 años y se ha ausentado de la empresa familiar de jardinería. El cuarto es amplio y luminoso. Paredes blancas, un espejo y una planta. Una pintura de mariposas enmarcada.
Todo está listo. La dueña del salón, Charity Pinegar, de 40 años, traza con cuidado el contorno del corazón y la cruz. Un tatuaje cuenta una historia y la de Emily es triste o así fue durante mucho tiempo. Empieza con una infancia traumática, sin cariño, que daña su autoestima y crea un vacío.
“Desde entonces solo quise que me amaran. Aunque alguien me hiciera daño, eso mostraba que le importaba. Y caí en los brazos de todas las personas equivocadas”, narra.
Una de esas personas, el responsable de su tatuaje, le pidió hace años que abandonara Florida para vivir con él en otro estado. Emily se enamoró y lo siguió. Iban a casarse, estaba convencida.
MÁS DE 6 MILLONES DE VÍCTIMAS DE TRÁFICO SEXUAL
Cuando entendió que su novio era un proxeneta, ya era demasiado tarde. Sufrió palizas y vio cómo el hombre obligaba a otras mujeres a prostituirse. Fue su primer contacto con lo que las supervivientes del tráfico sexual llaman “la vida”.
Emily se libró de aquel encierro porque encontró un trabajo y, sobre todo, porque huyó a tiempo con la ayuda de su familia. Pero el daño estaba hecho. Aquel episodio dio comienzo a una existencia marcada por hombres violentos. Hombres que vendieron su cuerpo y le dieron las drogas con las que creía evadirse de la realidad.
“Me enganché y estaba más o menos dispuesta a hacer todo lo que me pidieran”, dice.
Según la Organización Internacional del Trabajo, en 2021 había 6.3 millones de víctimas de explotación sexual. Cuatro de cada cinco eran mujeres o niñas.
Estados Unidos no tiene estadísticas oficiales al respecto. Lo más cercano son datos del número nacional contra la trata de seres humanos. En 2021 recibió 7,500 llamadas para denunciar casos de tráfico sexual. Desde 2011 Selah Freedom ha ayudado a más de 6,000 víctimas en Florida. Su programa de dos años incluye terapia psicológica, comida, ropa, alojamiento y formación laboral.
También la sustitución de los tatuajes impuestos a esas mujeres para “deshumanizarlas”, explica su directora, Stacey Efaw. Breanna Cole, de 29 años, conoce muy bien la labor de la oenegé porque, antes de trabajar en ella, fue una de sus beneficiarias.
Una infancia infeliz, con un padre ausente, le hizo buscar fuera el cariño que no encontraba en casa. Sin embargo, a los 13 años se enamoró de un chico violento con el que descubrió las drogas. Para financiar su adicción, empezó a explotarla sexualmente. Fue el primero en hacerlo. “Me decía: si me amas, lo harás”, recuerda.
EL VÍNCULO ENTRE LOS TATUAJES Y LA EXPLOTACIÓN
Los años siguientes fueron una bajada al infierno de las drogas intravenosas, de la vida sin techo. Tuvo varias relaciones más. En todas ellas la explotaron.
En 2016 conoció Selah Freedom, pero no estaba lista para combatir su adicción. Un año después entró en el programa. “Alcancé ese punto de ruptura. Estaba rota espiritualmente y sabía que tenía que cambiar de vida o iba a morir”.
La terapia le hizo entender que había sido víctima de tráfico sexual. También le enseñó que merecía ser salvada y que, tal vez, podía ayudar a otras mujeres.
Pinegar descubrió el vínculo entre los tatuajes y la explotación sexual hace apenas unos meses mientras tatuaba a una empleada de Selah Freedom. Cuando la ONG le preguntó si quería ayudar, aceptó enseguida.
Bajo la luz blanca de una lámpara de techo, la tatuadora se concentra en el corazón. Lo rellena lentamente con tinta negra. La aguja perfora la piel de Emily, que aprieta los dientes.
Su destino cambió en 2020 cuando un policía la rescató y la llevó a la oenegé. Ahí empezó a sanar las heridas, a volver a relacionarse con los demás.
“Fue bastante incómodo acostumbrarse a que alguien te quisiera sin esperar nada de ti”, recuerda.
El proceso le permitió hacer las paces con su familia y conocer el amor. Ahora está casada y tiene hijos. Lo cuenta alternando la risa y el llanto, los nervios a flor de piel.
Pinegar ha terminado. Limpia el tatuaje con una gasa y lo cubre con un film transparente. Emily lo observa con temor, como si el número siete aún estuviera ahí. Calla unos segundos y dice: “Siento que estaba muerta y ahora estoy viva”. N