La reina Isabel II, reina del Reino Unido, Canadá y otros 14 reinos, ha fallecido. Es el fin de una era que ha durado toda mi vida: 70 años. Puede que muchos de mis amigos no canadienses no lo sepan, pero fue reina de 15 países que son, como Canadá, monarquías constitucionales.
Los historiadores escribirán volúmenes sobre su reinado, durante el cual presidió grandes cambios sociales y se reunió con cientos de líderes mundiales y decenas de millones de personas de todo el mundo.
Tuve el honor de reunirme con ella en tres ocasiones, durante mi carrera diplomática, que se quedaron grabadas en mi memoria. En muchos lugares es común despreciar a la monarquía y ensalzar el republicanismo. Pero, al estudiar la monarquía británica y canadiense, se puede apreciar la fuerza unificadora que un jefe de Estado no político puede aportar a un país. La monarquía fue una fuente de fuerza durante la Segunda Guerra Mundial, cuando todo parecía oscuro y la derrota parecía cercana.
Durante la guerra se desempeñó como miembro de las fuerzas armadas como mecánica. A diferencia de otras familias reales europeas, la Casa de Windsor no huyó a Canadá. Al contrario, permaneció en Londres y compartió las penurias del pueblo británico en guerra. Esto cimentó su relación con los británicos de todas las clases sociales y convicciones políticas.
En aquel momento, la princesa Isabel se dirigió a los ciudadanos de la Commonwealth en su cumpleaños 21, en 1947, y dijo: “Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a servirles”. Y así lo hizo.
UN REINADO DE GRANDES CAMBIOS
Su reinado abarcó un periodo de la historia de grandes cambios, agitación política y social mundial, crisis económica y transformaciones tecnológicas. Mientras el Reino Unido y Canadá cambiaban de gobierno de derecha a izquierda con regularidad, Isabel II se mantuvo por encima de la contienda política y actuó como un ancla en medio de los mares agitados.
La reina actuó brillantemente como jefa de la Commonwealth, guiando a Gran Bretaña en la transición de colonizador a socio de decenas de países en desarrollo y desarrollados. La Commonwealth ofreció un foro para que micro-Estados como Kiribati y Tuvalu trabajen de igual a igual con Estados más grandes como India, Canadá y Australia en busca de soluciones equitativas a los innumerables retos a los que todos nos enfrentamos.
Asistí dos veces a las reuniones de jefes de gobierno de la Commonwealth, y dos veces vi el afecto y el respeto que todos los líderes de la Commonwealth sentían por Isabel II, y cómo era capaz de entablar amistades duraderas con líderes de todas las religiones, razas y nacionalidades. Esto sirvió al Reino Unido y a Canadá, ya que ambos son países multiculturales, la mayoría de cuyos ciudadanos sentían un profundo afecto por la monarca.
Uno de sus mayores triunfos fue trabajar discretamente con líderes de la Commonwealth, como el primer ministro de Canadá, Brian Mulroney, para poner fin al apartheid en Sudáfrica y ser la primera jefa de Estado en recibir al entonces presidente Nelson Mandela.
ISABEL II: DISCRETA Y NEUTRA
Parecía que no compartía las opiniones políticas de la primera ministra Margaret Thatcher ni el impacto que tuvo en el Reino Unido a lo largo de su mandato, pero públicamente la reina Isabel II siempre fue discreta y conservó la neutralidad política.
Aunque tuvo un reinado exitoso, en algunas ocasiones su familia le causó problemas. El matrimonio y el divorcio del ahora rey Carlos III y Lady Diana Spencer proyectaron un aura negativa sobre su reinado en aquella época, que ella misma calificó de “annus horribilis”.
Además, en el momento de la muerte de la princesa Diana, leyó equivocadamente el estado de ánimo del pueblo británico al no comprender la admiración del público por la difunta princesa y reaccionar con lentitud.
Su hijo, el príncipe Andrés, se ha visto envuelto en sus propios escándalos y los casos judiciales continúan. Y, por último, los asuntos relacionados con el príncipe Harry y su esposa siguen alimentando a la prensa sensacionalista.
Sin embargo, por encima de todo, Isabel II mantuvo su aplomo y un comportamiento tranquilo, y ni una sola vez permitió que sus sentimientos u opiniones personales interfirieran con sus deberes profesionales. Nunca flaqueó en su sentido del deber, ni actuó nunca de otra manera que no fuera perfecta.
Por lo tanto, su legado será positivo y su conducta se considerará ejemplar. Será difícil sustituirla. N
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Eduardo del Buey es diplomático, internacionalista, catedrático y experto en comunicaciones internacionales. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.