La primera vez que atestigüé la pulsante diversidad sexual que impera en la floresta supuse que estaba alucinando. Tenía 13 años y mantenía un pequeño museo viviente repartido en terrarios que invadían buena parte de la casa materna. Arañas, tortugas, ranas, salamandras y serpientes. Animales, criaturas hermosas (o rastreras, según el gusto) que para mí eran parte de la familia. Habría que señalar: mi madre era alérgica a los perros y a los gatos. Además: nunca tuve hermanxs (humanos quiero decir).
No recuerdo exactamente cómo había llegado aquella lagartija a mis manos. Lo que sí tengo claro es que era esbelta y tersa, con el cuerpo rayado en ocre sobre fondo café y azul intenso en las patas traseras y la cola.
Pero el detalle importante es que el día en que dio a luz —los reptiles ovovivíparos llevan a cabo la gestación de los huevos en el interior de la madre, así que las crías nacen vivas—, llevaba por lo menos dos años conmigo. Periodo durante el cual siempre había estado sola, por lo que jamás se me había atravesado por la cabeza la posibilidad de que de un momento a otro fuera a tener bebés.
Sin embargo, ahí estaba ella, rodeada por cuatro lagartijitas diminutas y perfectas, y en pleno acto de parir a otra más.
Recliné el rostro contra el cristal mientras que mi joven cerebro batallaba por intentar entender la escena de esos animales. Me pareció improbable que ella —ahora no quedaba duda que se trataba de una hembra— hubiese retenido espermatozoides de alguna cruza previa, pues habitaba bajo mi resguardo desde cría.
ANIMALES: EL ASOMBROSO CAMPO DE LA PARTENOGÉNESIS
Pero ¿qué otra explicación podría existir? Cuando hallé la respuesta a tal interrogante fue que sucedió mi iniciación en el asombroso campo de la partenogénesis.
Me refiero al virtuoso mecanismo de engendrar descendencia sin la intervención de espermatozoides. Una variante de alumbramiento uniparental que ha sido observado en estrellas de mar, medusas, insectos, anfibios, tiburones, aves y reptiles (y quizás en humanos, si es que la historia de la Virgen María quisiese tomarse como verídica).
Probablemente dicho mecanismo alcance su grado más asombroso en el caso de las lagartijas cola de látigo mexicanas —justo como la que había dado a luz aquel día en mi habitación—, ya que los híbridos entre distintos tipos del género Aspidocelis conforman especies nuevas. Especies unisexuales, compuestas solo por hembras, que gracias al artificio de poder recombinar los cromosomas hermanos del óvulo, como si fuesen homólogos, cuentan con la clave para mantener una población sana y con buenas posibilidades de trascendencia hacia la posteridad: la variabilidad genética.
Y desde luego que muchas veces ponen en práctica un enérgico ritual de sexo lésbico que fomenta la ovulación.
Fue así como comenzó mi periplo por las amplias posibilidades de la zoología para satisfacer la fecundidad. Encuentros eróticos entre participantes del mismo sexo, así como relaciones homosexuales de largo aliento —por ejemplo, pingüinos que, tras establecer una pareja gay o lesbiana, proceden a robarle el huevo a algún vecino para criarlo—, se han registrado en más de 500 grupos de fauna.
Ni qué decir del fabuloso clan de los peces transexuales, 600 especies para las que cambiar de sexo en algún momento de la vida representa una condición existencial.
TORCER LAS CONVENCIONES, LA ÚNICA CONSTANTE
Pero los que llevan el asunto trans a su máxima expresión son los serranos pálidos de Panamá, pues conforman parejas monógamas en las que cada pez cambia de sexo unas 20 veces al día. La utopía de la inclusividad.
Hermafroditismo simultáneo, parasitismo sexual, orgías multitudinarias, masturbación interespecies e incluso autofecundación. En el inagotable kamazootra de los animales la única constante es torcer las convenciones.
Claro que todo eso lo fui descubriendo poco a poco, a lo largo de mi despertar como joven naturalista y posterior formación como biólogo. Una saga llena de animales, revelaciones y tropiezos zoológicos, no pocos accidentes, fugas memorables y mucha indulgencia maternal.
Ese es el combustible de mi libro Fieras familiares, finalista del I Premio de No Ficción de Libros del Asteroide, que acaba de llegar a librerías.
Les prometo que, aunque no aborda solo cuestiones como las aquí descritas (ese es el libro que estoy escribiendo ahora), como mínimo, no se aburrirán. Cerremos citando Filosofía natural del amor, de Remy de Gourmont: “De todas las curiosidades sexuales quizá la más extraña sea la castidad”. N
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Andrés Cota Hiriart es zoólogo, naturalista y escritor. Es autor de la novela Cabeza ajena y de los ensayos Faunologías y El ajolote, biología del anfibio más sobresaliente del mundo. Dirigió la unidad de conservación de vida silvestre Vida Fría Reproductores. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor. La participación de los firmantes de esta sección se lleva a cabo con el apoyo de Comunicación KrearT.