Cuando en la década de 1990 desaparecieron, por peso propio, los regímenes comunistas de Europa del este, Fidel Castro —y cualquiera que supiera pensar un poquito— estuvo consciente de que su proyecto político no tenía destino. Era el momento ideal para que él mismo, con el control que tenía del país y aún con cierto grupo poblacional de su parte, realizara un giro hacia una democracia, al menos mediatizada, que contemplara la libre empresa y el surgimiento, aun moderado si así lo deseaba, de fuerzas opositoras “oficializadas” y otros aspectos que, sobre todo, acrecieran la economía y el consiguiente bienestar de la población, al menos gradualmente.
Y así, con estos o con otros movimientos parecidos, encaminar el país hacia un estatus lógico que posteriormente mejorase el nivel de vida del cubano.
Sin embargo, afincado en su habitual menosprecio para con su pueblo, aplicó lo que quiso llamar Periodo Especial, lo cual produciría la etapa de más penurias y angustias que ha conocido el cubano hasta hoy.
En 1990, Castro estaba consciente de que no había salida, que el comunismo, incluido el suyo, había fracasado. Pero decidió seguir adelante, o hacia atrás, como se quiera ver, sin tener un camino a mano, sin contar con la más remota idea de qué se podría hacer. Solo se trataba de mantenerse en el poder mientras experimentaba con su pueblo y quizás, quizás, apareciera una “fórmula mágica” que nada tuviese que ver con el “maldito capitalismo”, y a la vez lo sacara del atolladero.
UN PERIODO NADA DE ESPECIAL
Veinticuatro horas después de la caída de la Unión Soviética, Castro decretó el Periodo Especial, lo cual dejaba al descubierto que el país no contaba con reserva alguna, que las enormes riquezas que durante décadas le había regalado al régimen la Unión Soviética habían sido invertidas en proyectos descabellados, en guerrillas latinoamericanas y otras cuestiones digamos “particulares”.
Es decir, luego de 31 años de castrismo, el país tenía las arcas vacías y el pueblo, que durante ese periodo había sido engañado con la máxima de que era necesario invertir para el desarrollo, no para el consumo, entraría ahora en una etapa no de consumo modesto, sino de miseria generalizada.
En esa década de 1990 la indolencia castrista se muestra en todo su esplendor cuando lanza consignas como “Resistir, luchar y vencer”.
Algo insensato, pero más que esto, cruel: “resistirían” ellos, la élite y sus acólitos, que podrían comer las tres veces al día que Dios aconseja. El pueblo “lucharía”, sí, contrabandeando hasta las puntillas usadas, calmando el hambre con un vaso de agua con azúcar nocturnal, sembrando ajíes en los patios y en fin “resolviendo” (robando) todo lo poco que fuera posible al Estado.
Las jóvenes, las niñas de 13, 14, 15 años, resistirían puteando con los extranjeros. Extranjeros que, en muchos casos, contaban con recursos tan modestos como la mayoría de los cubanos adultos que habitaban la Isla en 1959.
SON TIEMPOS DE HUIR
“Vencer”, ¿a quién?, ¿a qué?, ¿cómo?; era algo insensato. Ya no había nadie ni nada que vencer. Esto era sabido por el gran megalómano, el gran obseso cuya meta no era otra que mantenerse en el poder.
Otra de las consignas de entonces fue “Son tiempos de unir” (la parodia de la población cambiaba “unir” por “huir”). Esta consigna era vacua en el mismo monto que inmoral.
Y arreció Fidel Castro con su consigna de “Socialismo o muerte” (“valga la redundancia”, agregaba el público). Hay que tener entrañas muy oscuras para plantear una disyuntiva entre la muerte y algo que ya no existía, que ya no podría existir nunca más.
Quienes nacieron en aquel 1990 en que Castro anunciara el Periodo Especial, hoy tienen 31 años. Treintaiún años vividos bajo la zozobra, las carencias, el pánico.
Hoy, el pueblo de Cuba se halla abocado al summun de una tragedia económica, política y social sin precedentes. Mas, los herederos y alumnos de Fidel Castro, ahora en el poder, continúan mintiendo y prometiendo lo imposible mientras comen —y bien— tres veces al día, fiestean, viajan, ríen. N
—∞—
Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.