El modo estadounidense de la guerra ahora se trata de hacerla tan invisible como sea posible, no solo porque el contraterrorismo exige algún grado de discreción, sino porque operar en secreto les permite al gobierno y los militares continuar sin interferencias.
UN ACUERDO de paz con los talibanes y una fecha límite del 1 de mayo para la retirada de las tropas estadounidenses. Una nueva promesa del presidente Biden de terminar la guerra. Una acción del Congreso para revocar el consentimiento con 20 años de antigüedad para usar la fuerza militar en Irak. Incluso se habla de rescindir la autorización posterior al 11/9 de perseguir a Al-Qaeda. Uno podría pensar que las guerras eternas de Estados Unidos finalmente llegan a su fin.
No es así. Porque todo lo que hemos aprendido en las últimas dos décadas en guerra ha hecho más difícil el ponerles un fin real a las guerras.
Aun cuando la nueva administración parece tener la intención de terminar la guerra más antigua de Estados Unidos y hay una fatiga creciente por las guerras interminables en Oriente Medio, y aun cuando el Pentágono batalla para reorientar los recursos y la atención lejos del contraterrorismo y hacia intentos de grandes guerras con rivales como Rusia y China, la guerra en realidad no va a terminar. Ello se debe a que hay algo en el modo en que Estados Unidos pelea —en cómo ha aprendido a pelear en Afganistán y otros campos de batalla del siglo XXI— que facilita la guerra interminable.
Esta transformación de los militares estadounidenses sucedió gradualmente, conforme las fuerzas armadas les quitaron preponderancia a las tropas en el terreno, incluso dejando de depender de los soldados comunes. El nuevo modo estadounidense de la guerra incluso sacó los medios para bombardear y matar —principalmente con aeronaves y drones, pero también virtualmente en el ciberespacio— fuera de las zonas de guerra reales.
La importancia de las tropas se redujo. Ya no había más ejércitos que combatir, ningún país que ocupar, ni siquiera un apetito por el combate cuerpo a cuerpo que ponía en riesgo las vidas de los estadounidenses. Lo que surgió es cierto tipo de pelea sustentado en una red mundial flexible y confiable. Las medidas tradicionales de la presencia de tropas se han vuelto irrelevantes, mientras que los medios de la guerra real se hicieron invisibles.
Por ejemplo, tomemos Afganistán. El presidente Biden ahora dice que los últimos 2,500 “soldados” remanentes en el país serán retirados para finales del año. De hecho, las últimas de las unidades regulares del Ejército y el Cuerpo de Infantes de Marina regresarán a casa. Pero estos no son los únicos soldados en el país, y la lucha —incluso en el terreno— ha pasado de la infantería a las operaciones especiales clandestinas y los paramilitares de la CIA. Existen sin ser contadas, ocultas detrás de un velo de discreción e ignoradas en cómputos públicos.
A su lado pelean otros, que tampoco son soldados. Los “instructores” y técnicos ayudan a los afganos a operar el equipo, valuado en miles de millones de dólares, que les hemos proveído. Los elementos de semicombate de otras agencias —la DEA y el Departamento de Estado, incluso el FBI— también luchan junto a ellos, combatiendo el narcotráfico, el tráfico de personas e incluso la corrupción. Y luego están los contratistas privados, quienes se han vuelto más y más intrínsecos en todo lo militar, incluso en operaciones en la línea del frente. En Afganistán, los contratistas civiles superaban a los soldados por siete a uno, y estos soldados no soldados asumen cada vez más tareas militares directas. De hecho, 54 compañías diferentes de defensa están al momento publicitando puestos vacantes en Afganistán, buscando técnicos que hagan de todo, desde análisis de inteligencia y selección de blancos terroristas hasta reparación del aire acondicionado.
El modo estadounidense de la guerra permite la retirada de tropas y la continuación de la lucha porque, en más de dos décadas de guerra continua, han surgido nuevas capacidades que reordenan en lo fundamental el cálculo en el terreno. Capacidades que ni siquiera existían antes del 11/9 —drones armados, ataques autónomos precisos, vigilancia total, guerra cibernética— han surgido y madurado. Pero lo más importante es que los bombardeos estadounidenses y muertes son facilitados por una maquinaria que ha trasladado sus mecanismos fuera de todo país donde se entabla el combate real. La mayor parte de lo que sostiene la guerra en Afganistán se ubica en los países “seguros” de Oriente Medio, incluso en Europa, y una proporción cada vez mayor reside en los mismísimos Estados Unidos.
Lo que mantiene conectada a esta maquinaria es una red mundial que recopila y procesa montañas de información, hace mover la información, sustenta un sistema mundial de blancos, genera ataques de largo alcance y toma la mayoría de las decisiones. Esta red extraordinariamente compleja implica la participación de la mitad de los países del planeta. Un centro neural —establecido por un comando gigantesco y centros de inteligencia— alimenta los rayos que abarcan todo el Oriente Medio y el sur de Asia, y se extiende a África y Asia. Es tan poco entendido, tan invisible, tan resistente y tan eficiente que, incluso cuando cuatro presidentes sucesivos han prometido y luego intentado ponerle fin a la guerra, los rayos han crecido y se han ampliado.
MENOS MUERTES Y MENOS HERIDAS
La guerra perpetua es en sí esta maquinaria de creación reciente. Hoy ese sistema comprende alrededor de dos docenas de países donde Estados Unidos bombardea y mata con regularidad. El modelo estadounidense facilita la “retirada” porque, con este, la importancia en sí de las “tropas” —de botas reales que podrían usarlas soldados en el terreno— prácticamente ha desaparecido como un elemento central para matar terroristas. La consecuencia no es solo que la guerra perpetua se entabla cada vez más fuera de vista, sino que hay menos muertes y heridas de soldados a causa de los cambios en las tácticas y los ataques cada vez más remotos, la guerra también se ha vuelto más y más irrelevante para las vidas estadounidenses.
En nuestro mundo patas arriba, Estados Unidos hoy mata o bombardea en quizás diez países diferentes. Algunos que sabemos con seguridad: Afganistán, Irak, Siria, Pakistán, Somalia y Yemen. Algunos son reconocidos en ocasiones: Libia, Níger, Malí y Uganda. Otros son más oscuros: Burkina Faso, Camerún, Chad, Líbano y Nigeria. Y otros más —Filipinas, República Centroafricana, Etiopía, Eritrea, Kenia, Tailandia— son aludidos en reportes noticiosos fugaces o insinuados en despliegues militares y supuestos simulacros de guerra con fuerzas de la nación anfitriona. Más allá de estos 21 países, las fuerzas estadounidenses de operaciones especiales están presentes de manera rutinaria en alrededor de 70 países adicionales, a veces como socios y en ocasiones operando unilateralmente, a veces combatiendo al terrorismo y en ocasiones “luchando” contra las fuerzas interminables del crimen organizado transnacional, y a veces incluso solo recopilando información de inteligencia y “preparando el campo de batalla” para operaciones futuras.
En el centro de la guerra en estos países —en el centro de la maquinaria de la guerra perpetua— están los centros neurales de soporte de Oriente Medio, los comandos y bases en los países supuestamente más seguros fuera de las zonas de combate: lugares como Jordania, Kuwait, Baréin, Emiratos Árabes Unidos, Catar, Omán, Arabia Saudita y Yibuti. Aquí se ubican los principales cuarteles centrales, al igual que las principales bases de combate aéreo y naval. El centro de todas las operaciones aéreas —el más importante de todos los centros— se ubica en Catar, el diminuto estado del golfo Pérsico; el centro del ejército está en Kuwait; el centro de la armada, en Baréin. Aquí es donde se da la mayoría del trabajo preparatorio.
En todo país a la vera de este diseño mundial de centro y rayos, donde se dan los bombardeos y muertes reales, persisten las mismas matemáticas y modelos que en Afganistán: hay fuerzas reconocidas y no reconocidas; los contratistas en su mayoría superan en número a los soldados, y operan actividades clandestinas y de “baja visibilidad” que sustituyen a las oficiales y reconocidas, y la mayoría de los ataques letales provienen de fuera del país. Y la lista de las misiones —vigilar el narcotráfico y contener al crimen organizado transnacional; contrarrestar la proliferación de armas de destrucción masiva; lidiar con misiles de largo alcance y drones que ahora todos poseen; combatir las amenazas cibernéticas; derrotar la piratería y detener la inmigración ilegal— justifica la lucha en casi todas partes.
El centro y los rayos están entretejidos en una red literal —terrestre, en la internet y en el espacio—, una maquinaria mundial para captar y comunicar que conecta a todos “hacia delante” y finalmente respalda a docenas de bases en Estados Unidos. Muy pocos están en la punta de la lanza, pero esa lanza también está supercargada y es precisa, y da una flexibilidad sin precedentes. Un centro que pudiera recibir y seleccionar intercepciones o dirigir y hacer volar drones un día con enfoque en Siria, puede cambiar al día siguiente a Libia; de Somalia un día a Nigeria al siguiente.
En ninguna parte se ve esta flexibilidad con más claridad que en el ataque con drones del 3 de enero de 2020, en el cual murió el general Qasem Soleimani, comandante de la fuerza Quds de Irán, cuando salía del Aeropuerto Internacional de Bagdad. Fue una demostración maestra de la pericia y el alcance mundial único de Estados Unidos, del sistema de la guerra perpetua en sí.
VOLVER A CASA TRAS BOMBARDEAR Y MATAR
Cuando los funcionarios de la administración de Trump deliberaban en Washington y Mar-a-Lago si debían jalar o no el gatillo, nunca tuvieron que preguntar el cómo, ni siquiera la posibilidad de éxito. Tras bambalinas, cientos de especialistas uniformados, civiles y contratistas “averiguaron el blanco”, hallando y luego rastreando los movimientos del general, interceptando y traduciendo sus comunicaciones (y las de otros iraníes e iraquíes), concertándolo todo, desde los tiempos del satélite hasta los cambios de piloto, preparando los drones y las otras aeronaves de vigilancia necesarias para hacer volar, cargar y armar las bombas que se usarían, cronometrando los movimientos, llevando a cabo el control del tránsito aéreo y la coreografía compleja que se necesitaba para juntarlo todo, incluso haciendo los contactos con los gobiernos involucrados para aclarar el espacio aéreo y recibir su consentimiento.
Miles más mantuvieron abiertas las redes y comunicaciones para apoyar a los poos en la “línea del frente”, encargándose de los centros de comando y cuarteles centrales, preparando los gráficos del objetivo y las sesiones informativas para quienes tomarían las decisiones, dando actualizaciones minuto a minuto. Estos muchos miles estaban diseminados desde bases locales en Irak y los estados del golfo Pérsico hasta el centro militar para la toma de decisiones en Florida, hasta Georgia, donde ocurría la mayoría de la escucha y traducción, hasta Carolina del Sur, donde se supervisaba la acción aérea, hasta docenas de otras agencias y organizaciones en el área metropolitana de D. C., donde se descargaban y procesaban los datos de reconocimiento. Fue una acción mundial en la cual la cantidad de tropas en el terreno fue finalmente inconsecuente. El nuevo modo estadounidense de la guerra significa personal uniformado, civiles del gobierno y contratistas privados dejando sus hogares en todo Estados Unidos para ir a la “guerra” en partes remotas del mundo, para luego regresar a casa cuando haya terminado su día de bombardear y matar.
El asesinato del general Soleimani no es la excepción. Desde que comenzó el nuevo modo estadounidense de la guerra como un intento de matar a los líderes de Al-Qaeda y sus lugartenientes, los individuos han llegado a dominar toda la acción de asesinato, incluso contra el Estado Islámico. Aparte de partes pequeñas de Afganistán, Irak y Siria, ya no quedan ejércitos reales que combatir en el terreno (o por lo menos no hay deseo de combatirlos fuerza contra fuerza). Para Estados Unidos, hay poco interés en pelear con los terroristas en algún tipo de combate cercano cuerpo a cuerpo (ese es el trabajo de los “socios” afganos, iraquíes, sirios y kurdos). Estados Unidos —con su red mundial y su posesión de la más grande información sobre objetivos que haya conocido la humanidad— es el facilitador de asesinatos locales y por poderes.
El enfoque estadounidense —el enfoque de esta maquinaria— es encontrar y matar individuos, y cuanto más “alto su valor”, mejor. Estos blancos son la pieza central de las operaciones mundiales estadounidenses, la misma maquinaria de información pasa de país a país y de grupo a grupo casi sin problemas. Este cambio está cada vez menos constreñido por el lenguaje o la cultura. Con un campo de batalla de 21 naciones contra decenas de organizaciones terroristas en tres continentes, técnicas como máquinas traductoras y la gran explotación de datos se emplean cada vez más para procesar esta catarata de información.
Pero aun cuando no hay duda de que la inteligencia artificial permite una mayor flexibilidad, también hay un precio. Ya llevamos 20 años de la era de la guerra perpetua posterior al 11/9, y todavía hay una escasez escandalosa de lingüistas entre sus filas (por lo que se necesita de muchos contratos externos) y también una carencia de verdadero conocimiento del país y la región. Incluso en Afganistán, donde la guerra perpetua comenzó en octubre de 2001 y donde el Pentágono ha llevado a cabo incontables programas para obtener un conocimiento local —oficiales de área extranjeros, “manos” afganas, unidades orientadas regionalmente—, hay un lingüista contratado por cada tres soldados.
El conocimiento que es en verdad valioso es aquel que es necesario para operar la gigantesca red de la guerra perpetua y todo el software de apoyo. Los blancos precisos de largo alcance en un área de navegación satelital y la guía de armas individuales que cada vez es más capaz de merodear y buscar autónomamente, solo necesitan una serie de coordinadas geográficas precisas donde se ubica el blanco para que haga su trabajo. No importa si es en Kabul o Kampala, Bagdad o Bangui.
EL EFECTO INTERNO
Generar esas coordinadas exige cantidades interminables de trabajadores de soporte. Conforme se ha desarrollado la maquinaria de guerra estadounidense, no está del todo en el punto en que todos estén sentados frente a un teclado remoto, pero la preponderancia de quienes “entablan” este tipo nuevo de guerra perpetua está en apoyar a un grupo muy pequeño de tropas en el terreno (o pilotos en el aire) que están en verdadero peligro en lugares como Afganistán o Irak. Es una proporción de cientos de miles a uno. La eficiencia es sumamente malentendida por quienes cuentan las tropas y creen en la guasa que se da entre los oficiales de que se ha hecho un progreso, de que las fuerzas serán retiradas o que “terminar” las guerras significa ponerle fin a una guerra o significa éxito. Otra característica de la guerra perpetua es que tales mensajes bélicos engañosos y tranquilizadores se pueden emitir porque una de las consecuencias de sacar a los soldados de la ecuación de la guerra es que la realidad física del combate real —los sonidos y olores de la guerra— se ha distanciado de casi todos los demás en la maquinaria. Ese es el efecto interno.
Externamente, la posición dominante de la información sobre el metal maximiza las ventajas a la vez que minimiza la cantidad de vidas estadounidenses en riesgo. Hay un deseo doble en las fuerzas armadas de evitar muertes y heridas a la vez que se minimizan las bajas civiles. Primero, minimizar las muertes y heridas es un objetivo militar sensato y una necesidad política. Minimizar el daño civil es un objetivo humanitario y estratégico (así como un requisito legal). Pero ni una ni otra son metas enteramente altruistas. La eficiencia minimiza los errores y, por ende, suprime las noticias, lo que facilita la continuidad sin fricciones, libre de interferencia del Congreso, el público, los medios noticiosos o incluso los gobiernos locales. Sencillamente, el modo estadounidense de la guerra ahora se trata de hacerla tan invisible como sea posible, no solo porque el contraterrorismo exige algún grado de discreción, sino porque operar en secreto —por lo menos en secreto para el público estadounidense— les permite al gobierno y los militares continuar sin interferencias. Ni el Congreso ni el público han reclamado especialmente por la transparencia o una auditoría, y quienes controlan la seguridad nacional asumen que el público estadounidense no quiere saber, lo cual sería como decir que no quiere ser importunado por la guerra porque, en gran medida, no tiene un interés en lo que sucede y tampoco está preparado para sacrificarse de todas formas.
Sin auditoría y con malas mediciones del éxito, la administración de Biden puede afirmar que la guerra de Afganistán ha terminado porque se ha creado cierto grado de estabilidad. Esto a pesar de las constantes evaluaciones de inteligencia que predicen un desastre después de la retirada estadounidense. Cuando visitó Kabul el mes pasado, Lloyd Austin, el secretario de Defensa, se limitó a decir que habría un “final responsable” en la guerra, donde “responsable” significa principalmente que todo el papeleo estará en orden: que se buscará y obtendrá el consenso del gobierno, que el Congreso será neutralizado, que quienes controlan la seguridad nacional serán silenciados porque se les han acabado las mejores ideas, que el gobierno afgano acepta (o ha sido efectivamente comprado) y que los aliados estadounidenses están de acuerdo. Y, finalmente, “responsable” significa que ningún estadounidense será herido o muerto en la salida real, que las escenas serán placenteras y triunfantes.
Cabe señalar que esta afirmación de ser “responsable” fue casi la misma formulación que el general Lloyd Austin usó cuando era el comandante de las fuerzas estadounidenses en Irak en 2011, cuando también se declaró terminado el combate allí, con una “retirada” similar de las tropas de combate, y la administración de Obama se dio palmaditas en la espalda porque había terminado la “guerra de Bush”. Por supuesto, fue antes de que el Estado Islámico se desmandara y los socios iraquíes se derrumbaran y Estados Unidos tuviera que regresar en 2014 para bombardear y matar en Siria e Irak, donde todavía está comprometido, al estilo de Afganistán, cada vez más remoto y batallando constantemente para minimizar la cantidad de tropas involucradas y el grado de riesgo estadounidense.
Al final, uno se pregunta cómo alguien puede ver honestamente el Oriente Medio y decir que ha habido algún éxito en dos décadas de guerra. O sea, aparte del éxito de laboratorio al construir las capacidades de la maquinaria de guerra estadounidense y la red mundial. No hay duda de que conforme ha madurado este sistema, la cantidad de soldados estadounidenses muertos y heridos ha disminuido considerablemente. De hecho, más o menos a partir de 2010, la cantidad de muertes y heridas entre los contratistas empezó a exceder la de aquellos en uniforme.
MÁS GASTO EN GUERRA QUE EN EDUCACIÓN
Aun así, en 20 años de lucha, ha habido casi 11,000 muertes estadounidenses (incluidos contratistas) y más de 53,000 estadounidenses han sufrido daños físicos, mientras que incontables más sufren de lesiones traumáticas cerebrales y otros trastornos postraumáticos. El costo monetario para el contribuyente estadounidense es tan alto como 6.5 billones de dólares, más que el presupuesto de defensa de todas las otras naciones combinadas, en seis años de gasto. Es el doble del costo de la atención médica anual de todos los estadounidenses. Es diez veces mayor que el presupuesto anual de todo el sistema escolar público estadounidense.
El 25 de febrero, una aeronave caza estadounidense atacó blancos de infraestructura en el este de Siria, la cual se dijo que era usada por grupos milicianos apoyados por Irán. El Pentágono anunció que los ataques estaban “bajo la dirección del presidente Biden”, y los medios noticiosos reportaron que fue la primera vez que la nueva administración usó la fuerza militar.
Dos días después del ataque, la Casa Blanca le reportó al Congreso que “Estados Unidos siempre está listo para tomar la acción necesaria y proporcional en defensa propia, incluido cuando… el gobierno del Estado donde se ubica la amenaza no está dispuesto o no tiene capacidad de prevenir el uso de su territorio por grupos milicianos no estatales responsables de tales ataques”.
Es un galimatías de Washington muy denso que debemos descifrar. Primero, aun cuando no se menciona el terrorismo, el uso del término “grupos milicianos no estatales” intencionalmente amplía la descripción del blanco para incluir insurgentes locales, pero también cárteles de la droga o empresas del crimen organizado. Segundo, la justificación unilateral: la administración ahora dice explícitamente que Estados Unidos tomará acciones cuando no las tome un país donde se lleve a cabo una actividad nefaria, ya sea porque no tenga la disposición o la capacidad para hacerlo. Esta articulación de la administración de Biden no es diferente a la práctica de las tres administraciones previas, pero sirve como un aviso al Congreso de que un “les dije que iba a hacer esto” se podría usar para cubrir ataques que podrían llevarse a cabo en el futuro.
Estados Unidos no ha regresado del todo a las intervenciones humanitarias de la administración de Clinton en la década de 1990, cuando proteger los derechos humanos era la doctrina para justificar el uso de la fuerza militar en lugares como Somalia o la otrora Yugoslavia. Pero tampoco es la autorización, aprobada por el Congreso, posterior al 11/9 de usar la fuerza militar contra el terrorismo, contra aquellos responsables de los ataques. El presidente Biden le escribió al Congreso, para justificar los ataques sirios, que dirigió la acción militar “de acuerdo con” su responsabilidad “de proteger a los ciudadanos estadounidenses tanto en casa como en el extranjero y para promover los intereses de seguridad nacional y política exterior de Estados Unidos, en conformidad con mi autoridad constitucional de dirigir las relaciones exteriores de Estados Unidos y como comandante en jefe y jefe del Ejecutivo”.
Si piensas que se requiere ser abogado para diseccionar cuándo la acción militar no es permisible según esta formulación, no estarías equivocado. Se requiere de cientos que trabajen en las entrañas del sistema de seguridad nacional. En el ínterin, aun cuando el Congreso ha dado un primer paso para revocar las autorizaciones de hace dos décadas, no hay una contabilidad honesta del dónde, cómo y por qué estamos matando: cómo se está protegiendo a los ciudadanos estadounidenses y qué beneficio de seguridad en realidad le representa a Estados Unidos el continuar la guerra perpetua. La administración de Biden parece estar dándole un rodeo al Congreso y al público, abrazando el modelo de interferencia mínima a la vez que no muestra una intención de perturbar la maquinaria en sí.
Este cambio sutil en la forma de articular por qué seguimos peleando por todo el mundo también se ve en la introducción de tres páginas al “Mensaje a las fuerzas” del secretario Austin, publicado en marzo. Austin literalmente no dice la palabra “terrorismo” al describir las prioridades de las fuerzas armadas, solo dice que conforme el Pentágono aborda la competencia acelerada de China y lidia con las amenazas de Rusia, Irán y Corea del Norte (las prioridades), también “perturbará las amenazas transnacionales y actores no estatales que hagan organizaciones extremistas violentas, como las que operan en Oriente Medio, África y el sur y centro de Asia”. Esta última amplitud geográfica es el campo de batalla de la guerra perpetua. Es un embrollo de oropel que forjamos nosotros mismos.
¿TRANSPARENTE Y CON PRINCIPIOS?
Austin también promete —como lo hace el presidente Biden— que el Pentágono avanzará “de una manera transparente y con principios”. En este aspecto, ya está fallando. ¿Ese ataque del 25 de febrero en Siria? No fue el primero de la administración de Biden. Pero, a menos de que uno tuviera información privilegiada, sería difícil determinar eso. El gobierno dejó de poner a disposición del público los resúmenes regulares de sus ataques hace más de un año, y la administración de Biden no ha tomado acciones para revertir esa práctica y ser más transparente. Cuando Newsweek preguntó la cantidad de ataques en Siria que habían sucedido antes del 25 de febrero, el comando responsable respondió: “El proceso de recabar la información lleva tiempo, y la publicaremos en cuanto esté disponible”. No solo no se ha hecho pública información alguna, sino que el Pentágono ha dejado de emitir las “selecciones de progreso” quincenales de Siria e Irak.
Con respecto a Afganistán, el inspector general especial del Departamento de Defensa también se ha quejado en repetidas ocasiones de que la información sobre los ataques, sobre la presteza militar afgana y sobre la condición de muchos grupos terroristas que operan en el país —información que anteriormente estaba disponible—, ha sido clasificada como secreta y negada al público. Con respecto a otros campos de batalla, de igual manera se evita la contabilidad pública, incluso cuando la exige la ley. Los reportes de “poderes bélicos” del presidente al Congreso omiten mencionar los combates en países controvertidos mediante solo declararlos como “secretos”. El secretario de Defensa también ha certificado que ya no son necesarios los reportes de ciertos países, no porque haya terminado la lucha, sino porque las “tropas” estadounidenses no han estado más de 60 días en el país o las operaciones cuestan menos de 100 millones de dólares al año. De esta manera, los reportes de bombardeos y muertes que Estados Unidos comete en Yemen y Líbano, en el este de África y en el “noroeste de África” —de por sí dispersos— han desaparecido por completo.
Aun cuando esa información ha desaparecido de la vista del público estadounidense, los grupos terroristas ciertamente saben que Estados Unidos —incluso en la forma de contratistas que pretenden ser lugareños— está allí, atacando. Las poblaciones locales también lo saben.
Entonces, para decirlo sin rodeos, a pesar de tantísima actividad, a pesar del sacrificio de tantísimas vidas, a pesar del costo enorme y a pesar de las incontables excusas y justificaciones detrás del por qué no podemos dejar de pelear, ni estamos derrotando a nuestros enemigos ni estamos creando las condiciones para estar más seguros. Sí, Saddam Hussein y Osama bin Laden se han ido. Pero asociar esas operaciones especiales con el éxito encarna el enfoque individualista en vez de representar cualquier tipo de valoración honesta de una mayor seguridad ahora o en el futuro. De hecho, después de dos décadas de lucha, ningún país en Oriente Medio —ningún país en el mundo— puede argumentar que está más seguro de lo que estaba antes del 11/9. Todo país que ahora es una parte del campo de batalla en expansión de la guerra perpetua es una zona de desastre aún más grande de lo que era hace dos décadas.
Queda en claro que “terminar” la guerra en Afganistán no se basa en conseguir la paz o la estabilidad, no es el resultado de la derrota de Al-Qaeda o los talibanes y se da en medio de un crecimiento dinámico de la filial local del Estado Islámico. Para el futuro, la lucha continua —incluso si se da con una nueva apariencia y se oculta a la vista— será en sí misma un incentivo para los muchos enemigos de Estados Unidos, quienes se multiplican y esparcen, asegurando así la guerra perpetua.
La guerra perpetua es una apuesta macabra con la cual vivimos. Después del 11/9, parecía que Estados Unidos perseguiría a los terroristas con todos los medios posibles y que la guerra sería feroz, sangrienta y rápida. Pero los militares estadounidenses también tienen su propia cultura —motivada tecnológicamente, con aversión al riesgo, precisa— que nos condena a nuestra propia línea de ensamblado interminable de hacer lo que hacemos por siempre. Acabar con la guerra perpetua no es una fórmula, y la extensión de la maquinaria es tan amplia y ubicua, que cualquier serie de propuestas políticas —para detener la lucha en este o aquel país o para eliminar este o aquel programa— se topa con argumentos imbatibles. En el análisis final, terminar la guerra perpetua en realidad significa un cambio psicológico, uno que se deriva del entender la cualidad física de lo que sucede y uno que exige una perspectiva nada sentimental de lo que en verdad estamos logrando. N
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Este ensayo se adaptó de The Generals Have No Clothes: The Untold Story of Our Endless Wars, por William M. Arkin, publicado el 13 de abril por Simon & Schuster. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.