CITANDO a Octavio Paz en El laberinto de la soledad, los mexicanos no queremos ser ni indios ni españoles; condenamos nuestra historia y, en bloque, partiendo de la Conquista, somos hijos de la Malinche que en todo caso representa la Chingada. Ese lugar como lo dice él, es una palabra hueca, no quiere decir nada, es la nada; y esa expresión de la prosa de nuestro nobel está implícita en los conflictos de identidad nacional que desde el pasado y desde los fueros más íntimos perpetúan la condena con la que Malinalli o Malintzin, en su lengua materna, o Marina para los españoles, no ha logrado liberarse del juicio histórico que la considera una artífice en la entrega de nuestra civilización y en cuya figura mítica recae la dualidad de mujer y traición como si fueran la misma cosa.
“La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son los símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto”, y en esa inconformidad que retrató Octavio Paz le podemos añadir otras interpretaciones que están en la memoria colectiva y que se inclinan en satanizar a la Malinche por encima de los juicios vertidos sobre Cortés. Por eso la invocamos con la palabra malinchista en todo aquel que se le ocurra preferir lo extranjero por encima de lo propio, como si en ese insulto quisiéramos redimir lo imposible a la luz de quinientos años: el nacimiento de un mundo nuevo.
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Con uno de los legados de la Conquista, como es el lenguaje, nos comunicamos con propios y extraños, hacemos uso de la culturalidad nacida de esa simbiosis que por muy sangrienta, dolorosa y asombrosa que fue, forma parte de nuestra contemporaneidad. Desde ese punto reescribimos una historia permanente de generaciones enteras que han evolucionado a partir de ese principio o de esa continuidad como quiera vérsele y que también será repensada en el futuro.
Lo importante es lo que hagamos ahora con la unión de esas culturas que desembocan en otras, sobre todo en estos momentos tan cruciales en los que las relaciones con el exterior son prácticamente ineludibles.
ABRAZAR A LAS MUJERES
No es Malintzin o doña Marina la causa de nuestra desdicha, ni representa los qué hubiera pasado que oscilan entre la inconformidad histórica y la invención de un presente que no sabemos si hubiera sido tan maravilloso como algunos lo imaginan; sobre todo si partimos de que ella fue esclava, intérprete y entregada en manos de Cortés, facilitando las cosas para que el conquistador encontrara aliados en esa civilización que con ahínco y recelo defendemos, y como si en aquellos tiempos no hubiese disputas producto de la ley del más fuerte sobre el débil ni de la naturaleza humana presente en todos los tiempos y en todas las naciones desde que nacen.
La mujer, como sinónimo de traición, como esa Eva a la que aludió Octavio Paz y que ahora sigue trayéndose al escrutinio moral, social e histórico a pesar de los siglos, donde se relaciona la carencia de escrúpulos con el género como si fuera una cosa inseparable de la otra, no es más que el prejuicio con el que todavía entendemos su papel ante las circunstancias y cómo concebimos el presente de México.
No es con la conquista con la que tenemos que reconciliarnos; es con la imagen de la mujer que sigue enfrentando a priori un juicio moral que casi siempre resulta en desventaja pese a todos los avances que enumeran los días conmemorativos a razón de nuestro género. Nos gusta decir que los tiempos son otros y que hemos evolucionado, pero aún no se vislumbra con fuerza esa lucidez y justicia necesarias con la que habría que tratar a todas esas mujeres que, voluntariamente o no, les toca ser parte de la historia.
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Si la mujer es causante de toda clase de sospechas y juicios simplemente por serlo, habría que recordar a Rubén Darío, evocado por el propio Octavio Paz en Hijos de la Malinche: “…la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino el conocimiento mismo. Ese conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el misterio supremo”.
Esa mirada generosa del poeta que nos reivindica y nos abraza a todas las mujeres nos obliga a ver otra lectura: la aspiración de una sociedad más abierta, tolerante y sin las polarizaciones tan hondas de nuestro tiempo; donde la herida no signifique un derrotero, sino otra página en blanco. N
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Adriana García es escritora y periodista. Sus ensayos y novelas se han publicado en México y Estados Unidos. Ha dirigido diversas oficinas de comunicación y es asesora en comunicación política de organizaciones públicas y privadas. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad de la autora.