Las desvergonzadas artimañas políticas finalmente serán buenas para Estados Unidos y su tribunal. Aquí explicamos por qué.
QUE LA CORTE SUPREMA estadounidense se la hayan apropiado los republicanos en realidad podría resultar ser algo bueno, pero no por la razón que piensas. Primero, tendrá que haber una guerra para llenar el tribunal, la cual dejará la institución ensangrentada y disminuida, y eso tampoco es del todo malo. El campo de batalla no será el derecho constitucional, sino la teoría de juegos. La salvación de la Corte Suprema —tanto para conservadores como para liberales, a la larga— no será este o aquel juez, o incluso el juez presidente, quien por lo menos por unas cuantas semanas más será el juez del voto decisivo con una ideología clara. Más bien, mira a Anatol Rapoport y Robert Axelrod.
Hace 40 años, Axelrod, un politólogo de la Universidad de Michigan, organizó un torneo de computación que involucraba el “dilema del prisionero”. Rapoport, profesor de la Universidad de Toronto, se inscribió. El experimento de la teoría de juegos iba así: dos cómplices —llamémosles Mitch y Don— son arrestados e interrogados por separado. Los dos pueden guardar silencio, o inculpar al otro. Si Mitch o Don traiciona, pero el otro guarda silencio, el traidor sale libre y quien calló recibe una sentencia dura. Si ambos traicionan, los dos reciben una sentencia breve. Si ambos guardan silencio, ambos salen libres. Rapoport demostró que la mejor estrategia no era intuitiva, un ojo por ojo exquisitamente sencillo. Te quedas callado la primera vez que juegas, pero luego copias lo que hizo tu oponente poco antes. Entonces, de inicio, el otro tipo tiene la oportunidad de cooperar, pero a partir de allí eres un tonto si no te adaptas.
Joe Biden y los demócratas en el Senado podrían aprender de este juego. Han pasado sus carreras tratando de cooperar con los republicanos, incluso cuando los republicanos han demostrado ser socios poco dispuestos. En esta versión de la vida real del dilema del prisionero, Biden y los demócratas siguen esperando que el otro tipo se comporte de manera diferente, a pesar de toda la evidencia de que el otro tipo ha aprendido que la cooperación no rinde. Por fin, cuando se trata de la Corte Suprema, es hora de invocar el ojo por ojo. No solo porque se sienta bien pegarle una a los republicanos, sino porque ello finalmente funcionará en beneficio del tribunal.
Revisemos cómo los republicanos requisaron la Corte Suprema. Hace cuatro años, a las pocas horas de la muerte del juez Antonin Scalia en una cabaña de cazadores en el oeste de Texas, el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, hizo un anuncio audaz. No permitiría que se considerara algún candidato de parte del presidente Barack Obama para remplazar a Scalia. “Esta vacante no se deberá llenar hasta que tengamos un nuevo presidente”, dijo McConnell, en medio de su vacación caribeña. Este fue un gambito para no llenar la Corte Suprema: dejar una vacante vacía durante una presidencia demócrata.
La postura de McConnell fue consistente con su promesa a principios del ejercicio de Obama de minar al presidente en cualquier oportunidad. No había un precedente para dejar abierto un escaño de la Suprema Corte por tanto tiempo. Por ejemplo, en febrero de 1988, Anthony Kennedy fue confirmado por un Senado demócrata durante el año final de la presidencia de Ronald Reagan. Y si Mitt Romney hubiera ganado la Casa Blanca en 2012, es inconcebible que McConnell habría retrasado una candidatura al tribunal en el ocaso de una administración republicana. Pero en 2016 los republicanos controlaban el Senado y prácticamente todos los republicanos se negaron siquiera a reunirse con el candidato de Obama, el ampliamente admirado juez centrista Merrick Garland. El escaño de Scalia siguió vacío, hasta que el recién electo Donald Trump nombró a Neil Gorsuch para llenarlo.
¿QUÉ PUEDE HACER BIDEN?
Aun así, Biden, durante esta campaña presidencial, todavía no se ha enfrentado a McConnell y los obstruccionistas del Senado. Ahora, con la muerte de Ruth Bader Ginsburg y los republicanos aceptando la decisión de Trump de encajar un remplazo para la Corte Suprema antes del Día de las Elecciones —a pesar de la lógica anterior de McConnell de no hasta que tengamos un nuevo presidente—, Biden debería prometer llenar el tribunal más allá de sus nueve actuales si gana la presidencia y si los demócratas recuperan el Senado.
Al contrario de la creencia popular, no se requiere de una enmienda constitucional para cambiar el tamaño de la Corte Suprema. La Constitución ordena solo la creación de una corte y dice que sus miembros deben “conservar sus puestos durante un buen comportamiento”, lo cual se ha interpretado como de por vida. Por ello es que hay un consenso de que se requeriría una enmienda constitucional para instituir límites de periodo para los jueces. Pero el texto del Artículo III no contempla una cantidad específica de escaños en el tribunal. El texto, como lo dirá cualquier conservador que se digne de serlo, es el santo grial para interpretar la Constitución. Así, cambiar la cantidad requiere solo un acto del Congreso, que se lograría fácil si los demócratas controlan la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y el Senado. Añadir escaños (o disminuirlos por desgaste) llegó a tener una mala reputación después de que el presidente Franklin Roosevelt (FDR) lo propuso en 1937. Pero llenar la Corte no es ahistórico ni despótico. De hecho, el Congreso ha cambiado la cantidad de escaños siete veces, y esas acciones representan el mejor y más auténtico control sobre la Corte Suprema que los ciudadanos pueden ejercer.
El plan de FDR difícilmente era una derrota abyecta. Enfurecido porque mucha de su legislación del Nuevo Acuerdo había sido declarada como inconstitucional por la Corte Suprema, él propuso expandir su lista, añadiendo un escaño por cada juez mayor de 70 (con un límite de seis jueces más). El plan fue destrozado ampliamente, pero nadie sabe qué habría resultado de él. Porque el tribunal pronto empezó a ratificar el tipo de leyes que había anulado con anterioridad. Un juez, Owen Roberts, cambió su curso. Esto fue lo que se conoció como “el cambio a tiempo que salvó a nueve” (aunque no hay evidencia concluyente de que él lo hiciera porque se sintiera intimidado por alguna de las denuncias de FDR que se remontaban a varios años atrás). FDR también prevaleció sin llenar la Corte porque pudo remplazar rápidamente a un conservador recalcitrante, Willis Van Devanter, con Hugo Black. En el cargo hasta su muerte en 1945, FDR terminó por llenar todos menos uno de los nueve escaños de la Suprema Corte.
¿SON OBLIGATORIOS NUEVE?
No hay nada mágico con que sean nueve. Sí, la Corte ha tenido esa cantidad desde 1869, pero en el primer siglo de la república la cantidad varió en repetidas ocasiones: de seis a cinco a seis a siete a nueve a diez a siete y, luego, en 1869, a nueve. Los presidentes que apoyaron dichos cambios incluyeron a John Adams, Thomas Jefferson, Andrew Jackson y un constitucionalista llamado Abraham Lincoln, que no era un radical entre ellos. Sus razones pudieron ser francamente políticas. En medio de la Guerra Civil, el Congreso republicano quería darle a Lincoln un escaño extra. Apenas pocos años después, los legisladores quisieron evitar que su sucesor no republicano, Andrew Johnson, obtuviera alguno. Después de que Ulysses S. Grant llegó a la presidencia, la plantilla subió a nueve. Podrás decir lo que quieras sobre semejante partidismo, pero no solo no es antidemocrático, sino que es justo lo opuesto. Es el ejercicio de prerrogativas democráticas sin absolutamente nada de especial que la Constitución pone a disposición. Al final del día, como señala Larry Kramer, exdecano de la Escuela de Derecho de Stanford: “La Corte Suprema no tiene la última palabra. Nosotros, el pueblo, la tenemos”. ¿Por qué querríamos lo opuesto?
Hay muchos y buenos argumentos en contra de llenar la Corte Suprema. Algunos se expusieron en 1937. Innegablemente, llenarla politizaría todavía más la institución. Ello extinguiría cualquier noción sobre el “imperio de la ley”, confirmando que el tribunal es poco diferente a las otras ramas del gobierno. Llenarlo también elevaría el espectro de una carrera armamentista judicial entre sucesivas administraciones demócratas y republicanas. La Corte estaría sujeta a una manipulación en curso, un subibaja basado únicamente en la política, “no muy diferente a la Argentina de Juan Perón o la Venezuela de Hugo Chávez”, como escribieron dos profesores de Harvard en su libro de grandes ventas de 2018, Cómo mueren las democracias. Biden se tragó ese resumen. Durante un debate de las elecciones primarias el año pasado, dijo: “Añadimos tres jueces. La siguiente ocasión, perdemos el control, ellos añaden tres jueces”.
Vamos, tales argumentos asumen que todas las partes se comportan de buena fe. No lo hacen. En cuanto ese prisionero demuestra que no jugará según las reglas de la cooperación, tampoco tú puedes. Incluso en la cuestión de manipular las plantillas judiciales, los republicanos no se han restringido por nociones de consistencia. Varias veces en administraciones demócratas recientes, varios miembros republicanos del Congreso han propuesto un “llenado inverso” de las cortes federales menores. Por ejemplo, un congresista por Arkansas, llamado Tom Cotton, en sus días previos al Senado introdujo una propuesta de ley para reducir la cantidad de jueces en las influyentes cortes federales de apelaciones en Washington. Cotton expresó que buscaba ahorrarles millones a los contribuyentes. Sin embargo, qué casualidad: él propuso esa ley cuando Obama era presidente y había vacantes en esa corte.
¿ROMPER LAS NORMAS?
Aun cuando llenar la Corte Suprema acabaría con una norma que ha durado 150 años, lo que el Senado republicano le hizo a Garland y se dispone a hacer tras la muerte de Ginsburg también rompe las normas. Si se da un remplazo de Ginsburg antes del Día de las Elecciones —o en el caso de un triunfo demócrata, antes de la toma de posesión—, llenar la Corte (junto con eliminar las tácticas dilatorias en las legislaciones, cosa que requeriría) es la única respuesta racional. Es medida y proporcional. Y les daría a los republicanos la oportunidad de hacer la paz algún día, después de que se haya aumentado la lista en el tribunal. Recuerda, el experimento de Axelrod empezó con la cooperación. Es solo después de que la cooperación falló que el ojo por ojo se convirtió en la estrategia correcta.
Puedes admirar a los demócratas por resistirse a convertirse al lado oscuro político. Puedes admirarlos por no ser tan buenos como los republicanos en ser malos. Pero en cierto momento —Garland y Ginsburg, y ¿qué más hay en marcha?—, la propensión se asemeja a la estupidez. A veces, combatir el fuego con fuego es la única manera, hasta que cada bando reconoce que las llamas los consumirán a todos. Con el tiempo, podemos esperar que los combatientes entiendan que el desarme bilateral es la única manera de sobrevivir, y de que regresemos a una época en la cual la ideología rígida no sea el punto de referencia de las candidaturas a la Corte Suprema. Tal vez ambos bandos lo comprenderán dentro de pocos años, o tal vez en 50.
Para llenar la Corte exitosamente, dada la mayoría de 6 a 3 que los conservadores posiblemente tendrán pronto, Biden y una mayoría demócrata en el Senado tendrían que añadir cuatro escaños para crear una hipotética mayoría liberal de 7 a 6. Los buenos candidatos abundan. Garland es demasiado viejo, por tentador que sea ponerlo en el tribunal. Pero los otros tres jueces que Obama entrevistó en 2016 —Ketanji Brown Jackson, de 50 años; Sri Srinivasan y Paul Watford, ambos de 53 años— son buenas opciones. También lo sería Leondra Kruger, de 44 años, de la Corte Suprema de California. Los republicanos no tendrían poder para detener a cualquiera de ellos. Por supuesto, más adelante, cuando los republicanos retomaran el poder, podrían añadir dos escaños de su propiedad, para una mayoría de 8 a 7. Y así sería la cosa: llenar, contrallenar. Con el tiempo, los jueces tendrían que compartir sus despachos y cambiar sus sillas a la medida en el estrado por filas apretujadas traídas de Spirit Airlines. Que así sea.
¿SIGUEN ÓRDENES POLÍTICAS?
No importa cuán dulce sepa, la venganza obviamente no es sostenible como principio gobernante para la Corte Suprema. Aun cuando muchos de sus fallos de alto perfil frecuentemente parecen partidistas —demasiado a menudo puedes predecir el resultado de un caso simplemente con hacer formar a los jueces nombrados por presidentes republicanos en un lado y a sus pares demócratas en el otro—, el tribunal obtiene su legitimidad de la fachada de legitimidad. Pero cuando sus miembros llegan a ser vistos como meros apoderados de los partidarios que los pusieron allí, toda la premisa de una institución independiente se evapora. ¿Para qué tener deidades no elegidas y no responsables emitiendo rayos contrarios a la voluntad popular desde el Templo de Mármol en One First Street en Washington, D. C., si esos jueces parecen no hacer más que seguir las órdenes de sus patrones políticos?
Como ejemplo, el juez presidente John Roberts parece advertir el problema. Aun cuando es un conservador político resuelto, valora la reputación de la institución. Por ello emitió su amonestación extraordinaria al presidente a finales de 2018 después de que Trump despotricó de nuevo contra los jueces federales.
“No tenemos jueces de Obama o jueces de Trump, jueces de Bush o jueces de Clinton”, respondió el juez presidente en una declaración. El problema es: en gran medida eso es lo que ya tenemos. Cuatro fallos claves en años recientes se decidieron con francas líneas partidistas: Heller, en 2008, fabricando el derecho de un individuo a portar armas bajo la segunda Enmienda; Ciudadanos Unidos, en 2010, desatando el dinero grande en las campañas; Condado de Shelby, en 2013, destripando la Ley de Derechos al Voto de 1965, y Rucho, en 2019, concluyendo que la manipulación partidista de los distritos electorales era constitucionalmente perfecta.
El robo del escaño de Scalia por parte del Senado en 2016 y ahora el tratar de apoderarse del de Ginsburg solo subraya la realidad actual. Las listas de Donald Trump de posibles candidatos a la Suprema Corte contienen muchos abogados con grandes credenciales. Esto los hace cualificados para servir, se jactan sus partidarios. Pero los grados de la Ivy League no dicen la verdad. Estos presuntos jueces están en la lista porque el presidente espera que voten de una manera particular en casos grandes. ¿El razonamiento, la lógica, la historia, el precedente y las otras herramientas tradicionales de la interpretación constitucional? Son para bobalicones.
Todo lo que haría el llenar la Corte Suprema es sumar el siguiente golpe lógico a su politización. Los jueces, con todo y sus togas, han sido expuestos por lo que son demasiado a menudo: cautivos de predilecciones políticas y la basura partidista en que se han convertido las candidaturas al tribunal. Nosotros, el pueblo, perdimos la confianza. Pero he aquí el lado positivo. Tal vez dejamos de acudir a la Corte cada vez que queremos resolver problemas sociales y políticos divisorios. Tal vez una Corte Suprema debilitada defiera con más regularidad al Congreso y dé libertad a los estados para que resuelvan asuntos, guardándose su visto bueno solo para casos especiales como Brown v. Junta de Educación. Tal vez nos hemos percatado sabiamente de que Estados Unidos depende demasiado de este tribunal. Tal vez la fe que perdimos en la Corte Suprema sea remplazada por la fe de que todavía podemos gobernarnos a nosotros mismos. Eso no es una cosa liberal. Eso no es una cosa conservadora. Es un compromiso renovado con la soberanía basada en la voluntad del pueblo.
—∞—
David A. Kaplan, editor de asuntos legales de Newsweek en la década de 1990, es autor de The Most Dangerous Branch: Inside the Supreme Court in the Age of Trump (La rama más peligrosa: dentro de la Corte Suprema en la era de Trump, traducción no oficial). Sus otros libros incluyen The Accidental President, sobre la elección presidencial empatada de 2000 y los peligros de Bush v. Gore.
—∞—
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek