Ya sea con una computadora o con programas de televisión, el dilema es cómo acercar la explicación de los maestros a los niños.
CUANDO SARAÍD llegó como maestra rural a La Nopalera, en 2018, no podía identificar la fachada de la escuela. El nombre de la primaria bilingüe “Juan Escutia”, que alguna vez fue rojo, estaba decolorado. El número de registro ante la SEP era ilegible. Las paredes de un azul desteñido por los años y la falta de mantenimiento le dieron la bienvenida.
Saraíd iba desde la capital mexiquense, a 40 minutos de la comunidad. Manejaba un Tsuru modelo 2000. Al entrar por las calles de terracería, vio cómo algunas mujeres tenían que acarrear el agua a sus casas. En la escuela, la plomería estaba deteriorada, así que debían usar una cubeta para drenar el excusado, lo que era pesado para los niños más pequeños. El único maestro que en ese momento estaba al frente atendía a los 40 alumnos de los seis grados y también hacía las funciones directivas.
Saraíd Borjan Ramírez tenía 22 años. Había egresado de la Universidad Intercultural del Estado de México, donde aprendió otomí, justo la lengua que hablan en La Nopalera. Esta ranchería cuenta con apenas 2,000 habitantes. Es un valle ubicado en el norte del Estado de México, en el municipio de Jiquipilco.
Como ocurrió con los 230,000 planteles de educación básica de este país —incluidos preescolar, primaria y secundaria—, la escuela rural indígena multigrado de La Nopalera también suspendió clases presenciales por la emergencia sanitaria de COVID-19, el 23 de marzo de 2019.
Saraíd y su colega Alejandra Ortiz Martínez cerraron la escuela y pidieron a las familias estar pendientes de la comunicación oficial de la Secretaría de Educación Pública. Lo mismo hicieron 1 millón 217,000 maestros de educación básica de este país. La mayoría de los padres ni siquiera recogieron los libros de texto ni las libretas.
Las vacaciones de Semana Santa amortiguaron el anuncio de que “la educación a distancia” se iniciaría el 20 de abril, a través de la iniciativa “Aprende en casa por televisión y en línea”. Docentes y padres de familia comenzaron a familiarizarse con los grupos de WhatsApp, impresiones en casa o copias fotostáticas, y la programación educativa que se habilitaría por radio y televisión. Algunos intentaron rescatar sus libros de texto antes de tener que descargarlos en línea.
Se hizo más evidente que el milagro digital aún no es para todos. Una clase virtual requiere de una conexión de banda ancha a internet, cámara web y versiones actualizadas a sistemas operativos que son incompatibles con modelos viejos de cómputo o celular.
Si tres de cada diez mexicanos no tienen acceso a internet, entonces casi 8 millones de niños no pueden tener clases en línea, ese número equivale a que todos los habitantes de Ciudad de México estuvieran desconectados. En el caso de los maestros, son 365,000 docentes y ese número sería como llenar tres veces el Autódromo Hermanos Rodríguez, sin que ninguno de los asistentes tuviera señal.
En La Nopalera, los hermanos Jorge, de 14 años, en sexto grado, y Pedro, de 13 años, en quinto grado, viven en la parte más alejada de la comunidad y hacían 20 minutos caminando a la escuela. No tienen televisión. Ni celular. Ni radio. Aunque pareciera chiste de mal gusto, tienen otros cinco hermanos por parte de su padre y otros siete por parte de su madrastra. Todos más grandes.
Antes del COVID-19, la escuela resolvía el desayuno y la comida de Jorge y Pedro. Ya como directora, Saraíd logró estirar el presupuesto para poder ofrecer, al menos, un atole caliente a los niños que, como ellos, llegaban con el estómago vacío.
En los meses de confinamiento social, los hermanos no pudieron comunicarse con su maestra y, como fue la instrucción de la SEP, fueron evaluados con el trabajo que realizaron previo a la emergencia sanitaria. Recibieron una calificación aprobatoria de 7 y 6, respectivamente.
Sin embargo, su tutora, llamémosla Elena, dice que el promedio fue “muy bajo” y ahora se cuestionan si deben seguir en la escuela. Ella tiene 43 años y logró terminar el tercero de primaria, en su natal Veracruz.
“No sé si Pedro vaya a entrar a la secundaria. Me fueron a ver para ver si iban a ir a estudiar, pero su papá dijo que ya no. El niño dice que ya no quiere estudiar”, comenta Elena, vía telefónica, con la ayuda del celular que le presta la maestra Saraíd.
Tradicionalmente, la educación básica es el nivel con menor deserción escolar (0.6 por ciento para primaria y 4.4 por ciento para secundaria), pero en tiempos de COVID-19, las autoridades federales calculan que será de 10 por ciento de la matrícula en educación básica, eso es poco más de 2 millones 500,000 alumnos.
Si a esa cifra se suman los 500,000 niños que aún antes de la pandemia no concluían la educación básica, la cifra ascendería a 3 millones. Ese número equivale a la población de Puerto Rico, si es que la comparación vale para dimensionar el número de menores que abandonarán la educación básica y verán afectadas sus oportunidades de empleabilidad como adultos.
El papá de Jorge y Pedro sí es oriundo de La Nopalera. Ahí terminó la primaria. Ya no es hablante de otomí, pero lo entiende. Antes del COVID-19, habrá ido una vez a la escuela de sus hijos, para quejarse y para pedir los papeles de los niños para que ya no asistan más.
Los niños comentaron, alguna vez, que perdieron un año escolar porque no los inscribieron en castigo a que, jugando con cerillos, habían quemado una milpa. El papá los tundió a golpes. La Unicef calcula que seis de cada diez niños mexicanos sufren medidas disciplinarias físicas.
Desde su primer año en La Nopalera, Saraíd se enfrentó a la violencia parental. Una de sus alumnas le mostró sus heridas en la espalda, provocadas por los azotes de un lazo o quizá de un cinturón. La maestra no pudo contener las lágrimas. “Mandamos llamar al papá y nos dijo que como la niña no se quería bañar, le pegó”, recuerda.
Saraíd comenta que reportaron el incidente al DIF. Sin embargo, para cuando la trabajadora social acudió, la familia se había mudado a otra comunidad. La maestra le ha dado seguimiento y cada vez que su exalumna visita la ranchería, trata de sondear si ha sido víctima de otra agresión.
¿ESCUELA PARA QUÉ?
Cimenna Chao Rebolledo es coordinadora de la especialidad en educación socioemocional en la Universidad Iberoamericana. Ha participado en el “Seminario sobre educación en situaciones de emergencia”, organizado por la Unicef para preparar el regreso a clases ante la nueva realidad planteada por la pandemia.
“La escuela es el lugar en donde voy a vivir una vida independiente de mi familia”, explica en entrevista con Newsweek México. “La escuela es el punto de encuentro para la sociabilización y la construcción conjunta del conocimiento. Esa parte de la escuela es insustituible”.
Chao Rebolledo también es especialista en los procesos de enseñanza-aprendizaje mediados por tecnologías digitales, por eso advierte que “por mucho que queramos construir comunidades de aprendizaje en la virtualidad, el estar junto al otro, el poder mirar al otro a los ojos, el poder sentir al otro en su presencia tridimensional, no tiene sustituto en los espacios virtuales”.
Advierte que es necesario generar estrategias pedagógicas que no quebranten la convivencia e incluso reinventar la escuela en un lugar distinto al aula para evitar un “distanciamiento tóxico” y generar una “sana proximidad”.
“Lo más tóxico sería educar en el distanciamiento estando en la presencialidad, ya que se pueden generar prejuicios al contacto social y esto podría ser desfavorable para las personas que estén en condiciones de mayor vulnerabilidad, porque hayan padecido COVID-19 o tengan familiares infectados o tengan una situación médica o discapacidad. Educarnos en la distancia en la presencialidad puede terminar por educarnos en el prejuicio y para la segregación”, explica.
En otomí, o hñähñu, “escuela” se dice “ngunxãdi”, con sus respectivas variantes, según la región en la que se hable. Saraíd y su colega Alejandra se prepararon para el regreso a clases de manera especial. Trabajaron en guías de estudio para sus alumnos, están desarrollando una aplicación de celular que no requiera conexión a internet y solicitaron un permiso a las autoridades para acudir los viernes a la comunidad para dar una sesión personalizada a los alumnos que carecen de los medios para conectarse a las clases a distancia.
Su escuela es multigrado, eso significa que Saraíd, además de sus funciones directivas, atiende a los niños de primero a tercer grado, mientras, Alejandra está a cargo de los alumnos de cuarto a sexto. Su matrícula escolar es de 40 niños, aunque tendría capacidad para recibir a 60 en total. “Sin embargo, las personas ajenas a la comunidad no asisten porque, en lugar de impartir inglés, se enseña una lengua indígena”, comenta la directora.
Nueve de cada diez escuelas multigrado están ubicadas en zonas rurales, en localidades aisladas o con alta marginación, como ocurre con la escuela “Juan Escutia”. Aun con sus carencias ganaron el primer lugar en las Olimpiadas del Conocimiento del Estado de México, justo una semana antes de que comenzara el confinamiento social por COVID-19.
“Estaríamos gustosos de recibir a más pequeños, aunque a veces los estereotipos no nos dejan avanzar. Tienen la idea de que un maestro indígena no puede enseñar al nivel de un docente de escuelas privadas. Sin embargo, el contenido curricular es el mismo para cualquier alumno de educación básica y las escuelas multigrado tienen beneficios en cuanto al aprendizaje de contenidos entre pares”, explica Saraíd.
Garantizar el derecho a la educación implica que el sistema se valga de escuelas privadas y públicas. Antes de la crisis sanitaria, 11 de cada 100 escuelas eran privadas y atendían al 10 por ciento de los niños de nivel básico, según cálculos del desparecido Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE).
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La crisis económica, sin embargo, apunta a que entre 20 y 25 por ciento de esos colegios privados cerrarán definitivamente o dejarán pasar el ciclo escolar 2020-2021 que, según datos de la Asociación Nacional de Escuelas Particulares (ANEP), significaría que dos de cada diez niños migren al sistema público y cuatro de cada diez maestros del sector privado se queden sin trabajo.
Es decir, 652,000 estudiantes pedirían un lugar en una escuela oficial. Una vez anotado que la deserción escolar de las escuelas públicas es cuatro veces ese número, tendría que haber cupo. Las autoridades educativas no han hecho esa correlación, solo han declarado que el sistema público está preparado para recibir a los niños que migren desde el sector privado.
Por su parte, Alfredo Villar Jiménez, presidente de la ANEP, fue muy activo en medios durante la primera semana de agosto para insistir sobre la problemática en la que se encuentran las escuelas privadas. Hizo afirmaciones como “si mañana tuviéramos que regresar presencialmente, los grupos (en las escuelas públicas) serían terribles: de 80 o 90 alumnos” o que “la educación privada va a estar mucho mejor” que la oferta pública.
Previo al inicio del ciclo escolar 2020-2021, en Facebook se disparó el número de anuncios de ofertas educativas con “aula a cielo abierto” o acompañamiento docente para hacer “homeschooling” o modelos híbridos para tener un maestro particular en casa y clases en línea. También circulan las ofertas de escuelas particulares que ofrecen asesoría una vez por semana, materiales descargables y la certificación ante la SEP.
Marycarmen Sanguino es neuropsicóloga en educación y terapeuta familiar. También es directora de desarrollo y psicología de Lisasi Home Life, una de las primeras ofertas híbridas en el sistema privado a partir de la pandemia. “Voltear a ver el homeschooling ha sido una respuesta de los padres ante el desencanto que hubo por la incapacidad de las escuelas privadas para atender esta emergencia”, comenta.
“Muchos padres reflexionaron acerca del verdadero impacto que tenía la educación en el aula, malentendiendo entonces que ellos también tendrían la capacidad de ofrecer esa educación en casa. Desencantados de la escuela privada porque no pudo ofrecer más que la escuela pública”, dice la especialista en educación.
El inconveniente de algunos hogares es que tienen ambientes poco “nutritivos” para el desarrollo de un niño. “Si la casa donde me están resguardando del coronavirus no es estimulante, no es enriquecedora. Solo hay adultos en silencio. El niño solo está frente a una pantalla. La comunicación intencional, la curiosidad, el conocer y el contactar con tus sentidos, la integración sensorial, la comprensión del mundo, se verán lesionados”, apunta.
¿ESCUELA EN CASA?
La taxonomía de las escuelas mexicanas es compleja y diversa. En Ciudad de México aún hay escuelas privadas cuya inscripción en tiempos de COVID-19 no se redujo y se mantuvo en 30,000 pesos, con mensualidades de 10,000 pesos. El dilema de esos padres es que sus hijos tomen clases en línea, durante cinco horas, mientras que, a apenas dos horas de la capital, en el Estado de México, en La Nopalera, a los niños se les pide que vayan por la masa o le den de comer a los borregos y a las gallinas antes de ponerse a repasar sobre los libros de texto.
En otomí moderno, “estudiar” se dice “nxãdi” y “casa” es “ngú”. La mayoría de las mamás que acuden a la escuela de La Nopalera apenas terminaron la primaria. Solo un par lograron estudiar una carrera. Platicamos con una de esas madres que concluyeron estudios universitarios y que pide que no mencionemos su nombre. Tiene teléfono, televisión y, por el cierre de la escuela, contrató internet, a 250 pesos al mes, para poder hacer las clases a distancia.
“Con la contingencia no hubo tiempo de planear nada. Los niños dejaron los libros en la escuela, entonces tuvimos que descargarlos. Para nosotros no fue complicado, pero acá hay padres que no saben leer ni escribir. De qué manera le ayudas a tu hijo si tú tampoco lo sabes hacer. Hay gente que ni tele tiene. Pareciera que no, pero sí hay gente de muy escasos recursos”, explica esa mamá.
Añade que acá los niños tienen la milpa, los animales y la presa de agua para ir a jugar. “Las clases de la televisión son para las ciudades, donde todo el tiempo están encerrados”, comenta.
Contrastante es el testimonio de otra madre que reside en Ciudad de México y que incluso acudió a la SEP para reportar el colegio particular en el que tiene a su única hija, de seis años, a quien la escuela le exige conectarse diario, desde las 8 de la mañana a las 2 de la tarde, intentando replicar el horario presencial previo al COVID-19.
“Para mi hija es muy pesado este ritmo de clases, sin el acompañamiento de herramientas adicionales de enseñanza. Yo esperaría que revisaran reducir las horas de los niños pequeños, ampliaran el tiempo de descansos entre clases, capacitaran al personal docente en la impartición de clases virtuales”, comenta, en una entrevista que desea anónima por temor a que su hija pierda la beca escolar.
Ariadne Hernández Sánchez, directora del Grupo Interdisciplinario en Neurociencias y Arte, explica que los niños estaban acostumbrados a usar la tecnología, pero con un fin distinto al que los ha impuesto la emergencia sanitaria.
“La conducta esperada de un niño no es que se quede tres horas sentado frente a una computadora. El que un niño fuera a la escuela seis horas era compatible con el modelo económico, porque la mamá tenía que trabajar. Las herramientas digitales son funcionales, pero con un modelo pedagógico que responda a la nueva realidad”, dice quien también colabora con el grupo de especialistas de la salud mental ROME Psiquiatría Integral.
Ya sea con una computadora o con programas de televisión, el dilema es cómo acercar la explicación de los maestros a los niños. Especialmente, cuando el personal docente no es una población ajena a las comorbilidades relacionadas a las complicaciones del COVID-19 y, al menos, tres de cada diez maestros no podrían presentarse a clases presenciales por considerarse población de alto riesgo al contagio.
Más que los dispositivos electrónicos, han sido los padres —en la mayoría de los casos, las madres— quienes han servido de puente entre los maestros y los niños, sin que estén entrenadas para dar explicaciones académicas y sin que sigan un modelo “homeschooling”, un anglicismo que se ha utilizado aleatoriamente para describir que la pandemia obligó a todos a estudiar en casa.
Evelyn Contreras Rubio, directora del Centro Académico Del Valle, una escuela especializada en “homeschooling” para secundaria y bachillerato, explica que el concepto se está “mal entendiendo”, pues la traducción adecuada sería “desescolarización”, ya que es un modelo que promueve que los niños estudien fuera de la escuela tradicional.
“El sistema educativo actual está en desuso, porque fue creado para otra sociedad, la de la época industrial. Ahora estamos en la revolución digital. Los niños tienen más acceso a información, pero la estructura (educativa) sigue atendiendo las necesidades de finales de la revolución industrial”, comenta.
A escala mundial, el movimiento homeschooling se identificó principalmente en familias religiosas que buscaban mantener dentro de casa la instrucción de sus hijos. Aunque hay otras motivaciones, como ocurre con los atletas de alto rendimiento o los niños con vocación artística temprana, cuyos padres deciden apostar por alternativas educativas laicas que les permitan acudir a sus entrenamientos.
El COVID-19 obligó a que todos llevaran la escuela a la casa, es decir, sin perder su registro ante la SEP para obtener un certificado. Sin embargo, quienes siguen un modelo homeschooling laico, como hace la escuela de Evelyn Contreras, desde hace 30 años, aún no saben qué harán las autoridades educativas para validar los estudios de los niños que durante el ciclo escolar 2020-2021 se salgan del sistema escolarizado.
De hecho, ante la demanda de informes, preguntando por el modelo en casa, el Centro Académico Del Valle abrió su oferta a niños de primaria, pero advirtiendo a los papás que debían considerar el modelo a largo plazo, pues las propuestas desescolarizadas ofrecen materiales y planes de estudio distintos a los pautados por la SEP.
ESCUELA COMO UN DERECHO
“A mí no me mandaron a la escuela”, comienza su relato doña Claudia. Tiene 60 años. Hablante de otomí. Su esposo se dedica al campo. Cuando hay trabajo, siembran maíz. Su hija trabaja en aseo doméstico, en Ciudad de México, así que va y viene a La Nopalera cada 15 días.
“Estamos en la sombra de los árboles de fruta. Sentados. Ya no salimos, como antes, porque mucha gente se está muriendo por esa enfermedad que ha salido”, cuenta, también vía telefónica, a quien estamos llamando doña Claudia.
Con el celular de su hija logró que sus nietos siguieran las indicaciones de las maestras, a través del grupo de WhatsApp que se creó para estar en contacto con los pocos padres que cuentan ese servicio.
Las clases de la televisión no son lo mismo que las explicaciones de la maestra. “Dicen que está muy difícil porque lo pasan muy rápido y no lo entienden. Les digo: ‘Pongan atención. Apúntenle’. Ni modo”.
Narra lo que sus nietos platican entre ellos.
—Lo bueno es que mi mamá tiene dos borreguitos y nos estamos entreteniendo —dice uno.
—Si no, voy a terminar de dormir todo el día —contesta el otro.
En La Nopalera hay quienes aún se dedican a los bordados tradicionales otomíes, pero también hay quienes deben viajar a Ciudad de México para emplearse en trabajos de albañilería. Otros se trasladan a la ciudad para trabajar en repostería.
Cuando Saraíd fue designada directora, a un año de haber llegado a La Nopalera, invirtió cada peso del presupuesto en mejoras para la escuela. “Si ya sabes que esos recursos son para los niños y para la comunidad, si estás viendo cómo está la comunidad y que la comida de la escuela es la única comida que hacen estos niños, si nosotros ya tenemos un sueldo, pues no les quitemos. Hagamos que el presupuesto rinda para ellos”, dice con pasión.
Junto con la comunidad, las maestras han promovido que se pintara la escuela, se arreglara la instalación sanitaria, se colocara una lona permanente para el patio y se diera mantenimiento a su salón de cómputo. Ahora investigan cómo habilitar una conexión de internet. Para mejorar la calidad de sus materiales educativos, Saraíd también se ha capacitado con la Red Temática de Investigación de Educación Rural, un grupo de especialistas en programas multigrado.
Cómo no esmerarse cuando se ha dado cuenta de que algunas mamás, aun sin celular, buscaron cómo enviarle las evidencias del trabajo realizado en casa, ya fuera pagando 20 pesos en la tienda, o juntando todos lo materiales en una caja de zapatos para entregarlo cuando la maestra —que en hñähñu se dice xampäte— fuera a la comunidad.