A medida que los nuevos brotes de coronavirus vuelven a golpear el mundo, las lecciones aprendidas en los primeros epicentros de la pandemia podrían traducirse en una mayor supervivencia para las personas infectadas por la segunda oleada.
Una madre y su hijo adolescente fueron los dos primeros pacientes con COVID-19 que llegaron a la sala de urgencias del Centro Médico de la Universidad de Banner, en Phoenix, Arizona, Estados Unidos.
Hubo que trasladarlos por aire desde un asentamiento en la extensa reservación de Fort Apache, localizada a unos 300 kilómetros en el oriente de Phoenix. Al momento de ingresar, la madre presentaba un cuadro grave de insuficiencia respiratoria. El hijo había muerto. Esto sucedió a mediados de marzo, y pese a que el personal médico sospechaba que se trataba de enfermos con COVID-19, el padecimiento era tan reciente que no tenían idea de cómo tratarlos.
“La madre estuvo enferma durante toda una semana y luego acudió a una clínica de la localidad. Su estado se deterioró en cosa de dos horas y necesitó de un respirador”, recuerda la Dra. Marilyn Glassberg, jefa de la división de Medicina Pulmonar, Cuidados Críticos y Medicina del Sueño en el hospital que tiene unas 800 camas. “Como no sabíamos lo que sabemos ahora, no los manejamos como lo habríamos hecho hoy”.
Si aquellos dos pacientes iniciales hubieran sido parte de la nueva oleada de enfermos que el Banner Health —un sistema de salud con sede en Phoenix— está recibiendo, tal vez la madre habría tenido una oportunidad. De hecho, de haber llegado unas semanas después, los médicos habrían estado al tanto de los mortíferos microcoágulos hallados durante las autopsias de otros pacientes, y la habrían tratado con anticoagulantes. También sabrían que su propio sistema inmunológico estaba matándola, de modo que lo habrían controlado con esteroides potentes.
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Es más, si aquella primera paciente y su hijo hubieran enfermado hoy, no hay duda de que los funcionarios de salud estatales y federales los habrían identificado y diagnosticado más pronto, y los habrían enviado mucho antes a recibir tratamiento intensivo. En otras palabras: si aquella madre y su hijo enfermaran ahora, los dos habrían sobrevivido.
Conforme Estados Unidos enfrenta una segunda oleada del COVID-19 —desatada por una mezcla de arrogancia, la aberrante politización del uso de cubrebocas, y el instinto humano de disfrutar de la vida sin importar las consecuencias—, la nación tiene al menos un pequeño consuelo. Tras seis meses de crisis, los médicos saben más de lo que sabían al comenzar la pandemia y, en consecuencia, la calidad de la atención que reciben muchos pacientes que están ingresando en los hospitales más importantes de Phoenix, Jacksonville y Houston es muy superior a la brindada a los pacientes de Wuhan, el norte de Italia, Nueva York y demás epicentros iniciales.
“Por desgracia, nos hemos beneficiado de lo ocurrido en China, en el norte de Italia y de la catástrofe neoyorquina”, confiesa el Dr. Keith Frey, director médico de Dignity Health, agrupación que opera seis nosocomios en el área metropolitana de Phoenix. “Tuvimos algún tiempo para prepararnos”.
“No pasa un día sin que tengamos alguna información nueva, de alguna parte del mundo, que nos ayude a mejorar la atención”, agrega la Dra. Roberta Schwartz, vicepresidenta ejecutiva, directora de innovación y “comandante de incidentes” de COVID-19 en el Hospital Metodista de Houston, ciudad que, igual que Phoenix, yace en el ojo de la tormenta del brote actual.
Es muy posible que los pacientes más graves de Arizona, Florida, Texas, California y demás estados que están experimentando un marcado incremento en los casos de COVID-19 tengan mejores probabilidades de sobrevivir a la enfermedad… si es que esas entidades logran aplanar sus curvas. Y ese es un requisito indispensable porque, de no ser así, los médicos de los hospitales saturados no tendrán oportunidad de aplicar los conocimientos adquiridos.
SEÑALES ALENTADORAS
Por lo pronto, las cifras apuntan a que la tasa de supervivencia ha mejorado un poco. Según la estadística que los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC) publicaron a principios de julio, el porcentaje de muertes estadounidenses atribuidas a neumonía, influenza o COVID-19 disminuyó de 9.5 a 6.9 por ciento a mediados de junio, la novena semana de disminución.
Sin embargo, los epidemiólogos señalan que es muy pronto para saber si esas cifras son atribuibles a mejoras reales o si son simples artefactos estadísticos. Una razón es que, a la vez que aumenta la disponibilidad de las pruebas de detección, la tasa de mortalidad se reduce debido a que las pruebas hechas a personas sanas en el ámbito comunitario empiezan a ser más numerosas que las realizadas en los hospitales. También se ha observado que muchos de los pacientes que elevan la curva de casos de COVID-19 son adultos jóvenes con menos riesgo de complicaciones. Y, además, hay que considerar que suelen transcurrir varias semanas entre el diagnóstico inicial y la defunción. Por eso la tasa de mortalidad ha vuelto a elevarse y seguirá subiendo en las próximas semanas.
Pese a ello, con base en información eminentemente anecdótica, los administradores de hospitales en los epicentros pandémicos actuales y pasados aseguran que los funcionarios de salud pública han identificado nuevas herramientas para combatir la enfermedad con más eficacia. “Es indiscutible que estamos mejorando el manejo de pacientes gravemente enfermos”, afirma el Dr. Peter Jay Hotez, connotado virólogo y decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en la Escuela de Medicina de Baylor, en Houston, Texas. “Y me parece que eso está salvando muchas vidas”.
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En la Universidad de Nueva York (NYU, por sus siglas en inglés), el Centro Médico Langone —que ha atendido a más de 24,000 pacientes con COVID-19 y estuvo en la primera línea de la última oleada—, la tasa de mortalidad ha caído de entre 18 y 20 por ciento a principios de marzo a solo 10 o 12 por ciento (según las estadísticas más recientes, divulgadas la semana pasada), asegura el Dr. Fritz François, director médico y de calidad del nosocomio. Esas mejoras se reflejan en los grandes hospitales urbanos de los nuevos epicentros. Por ejemplo, Schwartz calcula que la cifra de pacientes que terminan en cuidados intensivos del Hospital Metodista de Houston se ha reducido de 50 a 30 por ciento, cambio que atribuye a las innovaciones en la atención. Entre tanto, su tasa de mortalidad hospitalaria ha caído de 10 a 6 por ciento.
“No somos la única ciudad del país que ha observado esa tendencia, y hay muchísimas razones para ello”, agrega Schwartz. “Es verdad que [se debe en parte] al cambio en la demografía. Pero también a la detección temprana, a las pruebas oportunas y a las mejoras en los cocteles farmacológicos”. El resultado es muy esperable si consideramos las emergencias de salud pública de años recientes, como los brotes de cólera en Bangladés y África, apunta el Dr. Justin Lessler, profesor de epidemiología en la Escuela de Salud Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins, quien agrega: “En términos generales, podemos ver una tasa de mortalidad inicial muy alta, pero ha caído de manera significativa. Y una razón es que la terapia ha mejorado porque los médicos han aprendido a tratar la enfermedad. En buena parte, esto es consecuencia de que disponen de las herramientas adecuadas, pero lo más importante es que ahora saben utilizarlas”.
AÚNAN ESFUERZOS EN LA SALA DE URGENCIAS
Uno de los aspectos más perturbadores del brote actual es la pasmosa indiferencia que muestran algunos jóvenes en cuanto a proteger la salud de las personas mayores. Muchos se niegan, rotundamente, a usar los cubrebocas, a pesar de que los expertos afirman que esta sencilla medida reduce la transmisión del virus. Con todo, los líderes médicos de todo el país ofrecen cierto consuelo, ya que han abandonado sus rivalidades institucionales para compartir consejos y hallazgos de último minuto.
Desde el inicio de la crisis, este espíritu de cooperación ha conducido a adelantos importantes. Cuando Estados Unidos registró los primeros casos de COVID-19 y se desató el brote inicial, legisladores y personal médico de Nueva York organizaron teleconferencias con colegas de la costa oeste y otros países, quienes los instaron a tomar precauciones porque la enfermedad también había cobrado víctimas entre los trabajadores de la salud.
Conforme escalaba la cifra de casos en el campus principal de NYU en Manhattan, los administradores decidieron aislar la sala de urgencias y restringir el acceso a solo un grupo selecto de trabajadores cubiertos con equipo de protección personal (EPP). Ese personal tenía la tarea de evaluar la gravedad de cada caso y determinar si era necesaria la conexión inmediata con un respirador, procedimiento que obliga a los médicos a inducir un coma farmacológico.
El área reservada y demás protocolos permitieron que el resto del equipo nosocomial realizara técnicas de apoyo ventilatorio menos invasivas, pero que conllevan un mayor riesgo de contagio; entre ellas, las máquinas de CPAP (presión positiva continua) que suelen “aerosolizar” el virus. Al avanzar la epidemia, los trabajadores de la salud aprendieron a postergar el uso de respiradores y a recurrir más a los ventiladores menos invasivos, con lo que mejoraron los resultados.
Cuando el Centro Médico de la Universidad de Columbia, Nueva York, comprobó la eficacia de los esfuerzos para proteger a los trabajadores de la salud, sus médicos empezaron a practicar más traqueostomías, intervención quirúrgica que permite reducir el tiempo que el paciente permanece en el coma farmacológico para así iniciar la fisioterapia respiratoria. Si bien esta cirugía suele acelerar la recuperación de los enfermos, ya que es más fácil limpiar los tubos utilizados y el paciente empieza a recuperar la fuerza, también representa un riesgo para el personal médico, pues aerosoliza el virus.
“No era nuestra primera opción. Casi siempre esperábamos a que el paciente pasara tres o cuatro semanas en el respirador. Nos preocupaba mucho la seguridad de los demás”, comenta la Dra. Susannah Hills, otorrinolaringóloga pediátrica especializada en cirugía de cabeza y cuello. “Sin embargo, al pasar el tiempo, nos dimos cuenta de que podíamos operar antes”.
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La opinión general fue que las advertencias y las medidas preventivas marcaron la diferencia: a mediados de mayo, el gobernador Andrew Cuomo anunció que 20 por ciento de los habitantes de Nueva York había adquirido anticuerpos, contra apenas 12 por ciento de los trabajadores de la salud. Esa proporción apuntaba a que los esfuerzos para proteger al personal médico de los hospitales habían dado buenos resultados (en cambio, de los primeros 40,000 casos españoles confirmados, casi 14 por ciento se registró entre los trabajadores de la salud).
Los médicos del resto del país siguieron de cerca los acontecimientos. Por ejemplo, los directivos del Metodista de Houston consultaron con colegas de Florida para pedir opiniones sobre los EPP que funcionaron mejor en sus hospitales. Un médico mostró una imagen que le había enviado un amigo que vivía en China, la cual detallaba la manera de crear una “caja de intubación” para que los doctores que realizaran procedimientos riesgosos quedaran protegidos de cualquier particular viral.
Pero, más que eso, los tratantes aprendieron importantes lecciones clínicas y recibieron información crucial de los abrumados hospitales de Manhattan.
LOS DIMINUTOS COÁGULOS
Para Glassberg, de Banner Health, el punto de inflexión fue una teleconferencia con los médicos de primera línea de Nueva York. Durante la llamada telefónica del 5 de abril, el Dr. Charles Powell —su homólogo en el Hospital Mount Sinai de Nueva York— describió hallazgos de autopsia e indicó que muchos de los pacientes desarrollaban diminutos coágulos que causaban estragos en sus organismos, y que muchas veces conducían a la muerte. Powell explicó que su equipo había empezado a tratar a los enfermos con anticoagulantes como la heparina, lo cual había mejorado mucho los resultados.
El neoyorquino habló también sobre el uso de esteroides. Sucede que, desde hace años, los médicos han debatido sobre el uso de estos fármacos en pacientes que presentan el “síndrome de dificultad respiratoria aguda” (SDRA), un padecimiento pulmonar, a menudo mortal, que ha obligado a utilizar respiradores mecánicos en muchos pacientes con COVID-19. Aun cuando los esteroides son una de las opciones más extremas y arriesgadas para tratar este problema, los proponentes de la estrategia argumentan que, en muchos casos, el virus precipita una respuesta inmunológica excesiva —conocida como “tormenta de citoquinas”—, la cual conduce a la muerte de numerosos enfermos. No obstante, los esteroides también actúan atenuando la respuesta del sistema inmunológico, por lo que algunos médicos arguyen que es absurdo administrar un fármaco inmunosupresor justo cuando el sistema inmunológico tiene que combatir un virus tan agresivo como el causante de COVID-19.
Pese a todo, al día siguiente de la teleconferencia con Powell, Glassberg y sus colegas desarrollaron un nuevo protocolo de COVID-19 para todo el hospital, e incluyeron anticoagulantes y esteroides en el esquema de tratamiento.
Fue la decisión correcta, pues aquellos dos primeros casos (la madre y su hijo adolescente) abrieron la puerta a un desfile de nativos americanos que incluía navajos de Kayenta —reserva localizada en un despoblado de cactáceas, a unos 460 kilómetros en el norte de Houston—, así como numerosos integrantes del pueblo yuma, originarios de las tierras protegidas del oeste. Las reservas de nativos americanos empezaban a perfilarse como epicentros de la infección; sin embargo, en las semanas posteriores a la implementación del nuevo protocolo, el equipo del Hospital Metodista no perdió un solo paciente y Glassberg atribuyó el éxito a la combinación de anticoagulantes y esteroides (lamentablemente, la racha se interrumpió con el nuevo brote).
A mediados de junio, investigadores de la Universidad de Oxford anunciaron los resultados preliminares de un ensayo clínico que probó el uso de un esteroide en miles de pacientes conectados con respiradores. En sus conclusiones, los científicos afirmaron que la tasa de mortalidad se redujo en 35 por ciento con solo diez días de tratamiento con dexametasona.
En un comunicado de prensa ampliamente divulgado, el Dr. Peter Horby, profesor de Enfermedades Infecciosas Emergentes en el Departamento de Medicina Nuffield, de la Universidad de Oxford, y uno de los autores principales del estudio, escribió: “El beneficio para la supervivencia es patente y enorme en los pacientes graves que requieren de oxigenoterapia. [La dexametasona] debe formar parte de los estándares para la atención de estos enfermos”.
Los nuevos pacientes de los hospitales más grandes de Texas, Arizona y Florida empiezan a beneficiarse de los últimos seis meses de ensayos clínicos. Mientras que el antipalúdico hidroxicloroquina (que Donald Trump publicitó indebida y prematuramente) ha demostrado ser no solo ineficaz, sino peligroso, el antiviral remdesivir (de Gilead Sciences) produce buenos resultados cuando se utiliza en las primeras etapas. Por otra parte, el “plasma convaleciente” (disponible en una creciente cantidad de ciudades estadounidenses) proporciona anticuerpos que ayudan al paciente a combatir el virus, en tanto que el tocilizumab —inmunomodulador utilizado para tratar la tormenta de citoquinas— se encuentra ya en etapa de ensayos clínicos para confirmar su eficacia.
Todo este aprendizaje se está diseminando entre médicos y trabajadores de la salud de Estados Unidos gracias a las redes de organizaciones profesionales, las cadenas de correo electrónico, los mensajes de Twitter y las teleconferencias entre directivos nosocomiales, y también mediante las actualizaciones continuas que el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos publica en su sitio web a fin de que los clínicos se mantengan al tanto de los adelantos terapéuticos.
UNA ADVERTENCIA IMPORTANTE
La buena noticia supone también una advertencia. Si la cifra de enfermos llega a saturar las instalaciones médicas, y no se dispone de suficiente personal y equipo para tratarlos a todos, ninguno de estos logros tendrá la menor importancia. La razón: los médicos se verán obligados a adoptar el “estándar de atención para crisis”, lo cual significa que habrán de tomar decisiones muy difíciles sobre los pacientes a los que pueden salvar. Todo el conocimiento del mundo no bastará para impedir que muchos mueran en camillas alineadas en los pasillos, ni salvará a los que no acudan al hospital a sabiendas de que serán rechazados. “Si nuestro sistema de salud queda abrumado y tu departamento de urgencias se llena de enfermos que necesitan respiradores porque todas tus camas UCI están ocupadas, verás el impacto en tus resultados”, previene la Dra. Mamta Jain, experta en enfermedades infecciosas del Centro Médico Southwestern, en la Universidad de Texas. “Temo que nos espera un gran incremento en nuestra tasa de mortalidad”.
Por desgracia, las cifras cuentan una historia de horror bien conocida para cualquiera que haya vivido la crisis de marzo y abril en Nueva York. Ante el repunte de casos registrado en estados como Arizona, California, Texas y Florida, y la resistencia de cada vez más estadounidenses a usar cubrebocas y observar el distanciamiento social, las autoridades de salud han empezado a alertar de una posible calamidad. Se sabe que algunos nosocomios de California, Texas, Illinois y otras entidades federales están operando a toda su capacidad, situación que atiza el temor de que algunas instituciones lleguen a quedarse sin ventiladores.
“Lo aprendido es fabuloso”, declara Schwartz. “Pero lo que no hemos aprendido es a evitar nuestros errores. Lo más desalentador es que cada vez tenemos más casos, y eso me preocupa mucho”.
En estos momentos, la mejor —y única— estrategia es aplanar la curva de contagios para evitar que colapse nuestra capacidad para mitigar los efectos del COVID-19. Puede que esta sea nuestra única opción hasta que hayamos desarrollado una vacuna, lo cual demorará todavía varios meses, previene Lessler.
“Estamos avanzando poco a poco. Al paso del tiempo, todos los logros se sumarán y terminarán por marcar una gran diferencia”, agrega. “Pero nunca dispondremos de un remedio mágico que transforme una enfermedad mortal en un padecimiento de poca importancia”.
Muchas veces, la diferencia entre supervivencia y muerte se reduce al momento que vivimos.
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Publicado en cooperación con Newsweek/Published in cooperation with Newsweek