La batalla propagandística entre las dos naciones más poderosas del mundo se está calentando por todo, desde el COVID-19 hasta el robo de tecnología… Y Washington va perdiendo.
Durante 40 años, la política estadounidense creyó firmemente que era posible traer a la República Popular de China sin complicaciones a la familia de naciones, pero ahora, uno de los arquitectos de dicha política finalmente ha reconocido lo obvio.
En un discurso hace seis meses, Robert Zoellick, expresidente del Banco Mundial y subsecretario de Estado, les recordó a sus oyentes su ahora famosa llamada de 2005 a Pekín para que se convirtiera en un “accionista responsable”. Y enumeró algunas de las maneras en que China había hecho eso: por ejemplo, votar a favor de las sanciones en contra de Corea del Norte y limitar las exportaciones de misiles. Pero luego aceptó que el proyecto se había descarrilado.
“El liderazgo de Xi Jinping —dijo Zoellick sobre el presidente chino— ha dado prioridad al Partido Comunista y restringió la apertura y el debate en China. China se daña a sí misma al forjar un modelo a seguir para sociedades distópicas de tecnologías invasivas y campos de reeducación”. Y añadió: “El imperio de la ley y la apertura sobre las cuales se asienta el modelo de ‘un país, dos sistemas’ de Hong Kong podría venirse abajo o verse pisoteado. Si China aplasta a Hong Kong, China se herirá a sí misma —económica y psicológicamente— por mucho tiempo”.
Zoellick estaba en lo correcto. Una pandemia mundial ha llevado a las relaciones entre Pekín y Washington a su punto más bajo desde que China se reabrió al mundo en 1978, incluso más bajo que en aquellos días extraordinarios posteriores a la masacre de Tiananmén en 1989.
La que había sido una relación más beligerante y centrada en el comercio desde el comienzo del mandato del presidente Donald Trump ahora se ha convertido en encono en medio de una campaña de reelección presidencial que Trump teme que se le esté yendo de las manos. Cualquier posibilidad de que la pandemia pudiera motivar a Washington y Pekín a hacer de lado sus diferencias y trabajar juntos en tratamientos y otros aspectos de la pandemia —por ejemplo, cómo empezó exactamente— ha desaparecido. El 13 de mayo, el FBI anunció una investigación contra hackers chinos, sobre quienes cree que están atacando el sistema de salud estadounidense y a las compañías farmacéuticas en un intento de robar propiedad intelectual relacionada con las medicinas para el coronavirus. Sin especificar cómo, el Buró dijo que los hackers podrían interrumpir el progreso de la investigación médica.
El 7 de mayo, Trump ya había dejado en claro cuánto encono le tiene a Pekín al reunirse con los reporteros en la Casa Blanca. “Pasamos por el peor ataque que hayamos sufrido en nuestro país —dijo—, este es el peor ataque que hemos sufrido. Esto es peor que Pearl Harbor, esto es peor que el World Trade Center. Nunca había habido un ataque como este. Y nunca debió haber sucedido. Pudo haberse detenido desde la fuente. Pudo haberse detenido en China… y no fue así”.
La comparación de un virus, que se originó en China y luego se propagó mundialmente, con los dos ataques más infames en la historia estadounidense, pasmó a los asesores en política exterior de Trump, incluso a los de línea dura de Pekín. Los funcionarios estadounidenses aceptan que será imposible que Trump suavice su línea dura con Pekín si llega a ganar la reelección en noviembre.
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El presidente está en lo correcto al buscar una metáfora histórica, dado el peso del momento. Pero las secuelas del brote en Wuhan se asemejan mucho más a la construcción del Muro de Berlín en 1961 que a Pearl Harbor o el 11/9. Lo que sigue no será un estallido fuerte de conflicto salvaje, sino una desbandada mundial para darle forma al nuevo orden que surgirá de los escombros del viejo. Igual que con el Muro, las fuerzas que llevaron a la disputa por el brote de Wuhan se liberaron años antes de los eventos que marcaron la historia. Y el cambio que representan posiblemente sea irreversible, sin importar quién esté en la Casa Blanca.
Aun cuando Joe Biden en ocasiones ha minimizado el surgimiento de Pekín como una amenaza para Estados Unidos, y es seguro que no será tan imprudente retóricamente hablando como Trump, sus asesores en política exterior aceptan que no hay vuelta atrás. Desde que Xi Jinping ascendió al poder, hace siete años, China ha encarcelado a más de un millón de musulmanes en campos de “reeducación”, impuesto un estado vigilante cada vez más estricto con sus propios ciudadanos y reprimido toda disensión. En el extranjero, la meta de Pekín es seducir a los regímenes autoritarios del mundo en desarrollo para que lo vean como un “modelo” a seguir. Y, por supuesto, vender la tecnología que esos líderes necesitan para crear sus propios estados vigilantes.
“Nadie en algún bando del espectro político de Washington está ignorando nada de esto —dice un asesor de Biden—. La era de la esperanza de que China pudiera evolucionar en un país normal se acabó. Nadie con un cerebro niega eso”.
Esa noción se ha asentado del todo aquí. El 66 por ciento de los estadounidenses ahora tiene una opinión negativa de China, según una encuesta reciente de Pew Research. Al mismo tiempo, en China los medios de comunicación propiedad del Estado y una internet controlada por el gobierno espolean el nacionalismo y antiamericanismo a niveles que no se habían visto desde que Estados Unidos bombardeó accidentalmente la embajada de Pekín en Belgrado, durante las guerras de los Balcanes en 1999.
Las dos naciones más poderosas del mundo ahora compiten en todo terreno posible: para empezar, militarmente, con juegos constantes del gato y el ratón en el mar de la China Meridional y la guerra cibernética. La competición para dominar las tecnologías clave del siglo XXI también se intensifica. Este tipo de rivalidad no se había visto desde que la Unión Soviética se derrumbó en 1991.
Así, una cantidad creciente de políticos, actuales y anteriores, así como los viejos y nuevos de China, acepta lo obvio: la Guerra Fría 2.0 está aquí. Para la generación de estadounidenses que recuerda los simulacros de agacharse y ponerse a cubierto en la escuela primaria, en lo más álgido de la Guerra Fría con la Unión Soviética, la nueva lucha mundial se verá muy diferente. Según creen muchos estrategas estadounidenses, también le será más difícil a Occidente entablarla exitosamente. “Tal vez nos espera otra lucha larga y oscura”, dice Joseph Bosco, exproyectista de China para el Pentágono. “Y podría hacer parecer a la más reciente como sencilla”.
Ahora, los políticos estadounidenses tratan de discernir cómo se verá esa lucha, y cómo ganarla.
GUERRA DE LA NUEVA ERA
La primera diferencia importante en la próxima Guerra Fría con Pekín es en el terreno militar. Pekín gasta mucho menos que Estados Unidos en sus fuerzas armadas, aun cuando su índice anual de gasto aumenta con rapidez. Según el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, un grupo de expertos en Washington, Pekín gastó 50,000 millones de dólares en sus fuerzas militares en 2001, el año en que se unió a la Organización Mundial de Comercio. En 2019, gastó 240,000 millones de dólares, en comparación con los 633,000 millones de dólares de Estados Unidos.
Por lo menos durante unas cuantas décadas, la competición militar entre Estados Unidos y China se verá muy diferente al punto muerto nuclear, siempre a punto de estallar, con Moscú. Más bien, China buscará ventajas asimétricas, arraigadas en la tecnología en la medida de lo posible. Por ejemplo, ya ha desarrollado un arsenal de misiles hipersónicos, los cuales vuelan bajo y son difíciles de detectar en un radar. Son conocidos como “asesinos de portaaviones”, dada su capacidad de atacar portaaviones estadounidenses en el Pacífico desde grandes distancias. Estas armas podrían ser cruciales en operaciones de “negación de área”, como las llaman los proyectistas militares. Por ejemplo, si llegara el día en que Pekín busque tomar Taiwán por la fuerza, los hipersónicos podrían mantener a los portaaviones estadounidenses lejos de la nación isleña en cuanto empezara la guerra.
La búsqueda de la supremacía por parte de China en una gama amplia de tecnologías, en áreas como la computación cuántica y la inteligencia artificial, son centrales para el choque económico con Estados Unidos. Pero también tienen componentes militares importantes. Desde la década de 1990, cuando los proyectistas militares chinos se asombraron ante la victoria veloz de Estados Unidos en la primera guerra con Irak, ellos han enfocado de manera consistente sus acciones en desarrollar capacidades bélicas relevantes para sus metas estratégicas inmediatas —Taiwán es un ejemplo— a la par que crean la habilidad para algún día dejar atrás a las tecnologías militares estadounidenses.
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Eso podría estar más cerca. La computación cuántica es un ejemplo. En una era en la cual las redes digitales apuntalan prácticamente todo aspecto de la guerra, “lo cuántico es rey”, dice Elsa Kania, una exfuncionaria del Departamento de Defensa y quien ahora es un alto miembro del Centro para una Nueva Seguridad Americana. Tomemos la guerra cibernética: la capacidad para protegerse de que un enemigo perturbe tus redes, a la vez que mantienes la capacidad para perturbar las del adversario. Las redes cuánticas son mucho más seguras contra el espionaje cibernético, y Kania cree que la “capacidad futura de China tiene el potencial de dejar atrás las capacidades cibernéticas de Estados Unidos”.
Esta no es la única ventaja de la tecnología cuántica. Pekín también explora el potencial de sistemas de radar basados en lo cuántico que pueden derrotar la tecnología de sigilo, una ventaja crucial para la guerra estadounidense. “Estas tecnologías perturbadoras —comunicaciones cuánticas, computación cuántica y potencialmente el radar cuántico— tal vez tengan el potencial de socavar los pilares del dominio tecnológico de Estados Unidos en la guerra de la era informática, su sofisticado aparato de inteligencia, sus satélites y redes seguras de comunicaciones y tecnologías de sigilo”, dice Kania. “La búsqueda concentrada por parte de China de tecnologías cuánticas podría tener impactos de muchísimo mayor alcance que el enfoque asimétrico para la defensa que ha caracterizado su postura estratégica hasta ahora”. Esa es una razón importante de por qué Pan Jianwei, el padre de los esfuerzos chinos de investigación en computación cuántica, ha dicho que la meta de la nación es nada menos que la “supremacía cuántica”.
Washington, y sus aliados en Asia Oriental y Europa, están prestando atención. En un libro de reciente publicación —The Dragons and the Snakes: How the Rest Learned to Fight the West— David Kilcullen, exoficial militar australiano que fungió como asesor especial del general estadounidense David Petraeus en Irak, escribe que “nuestros enemigos nos han alcanzado o rebasado en tecnologías cruciales, o han expandido su concepto de la guerra más allá de los límites estrechos dentro de los cuales se puede aplicar nuestro enfoque tradicional. Se han adaptado, y a menos de que también nos adaptemos, nuestro debilitamiento es solo una cuestión de tiempo”. El libro se ha leído ampliamente en los círculos de seguridad nacional estadounidenses.
China todavía no es una “potencia a la par”, como lo dicen los analistas estadounidenses de la defensa nacional. Pero la búsqueda constantemente agresiva de las tecnologías cuánticas —y una gama amplia de otras que también tienen un uso dual— convence cada vez más a los proyectistas del Pentágono de que Pekín algún día lo será. A decir de Michael Pillsbury, uno de los asesores informales claves de Trump sobre las relaciones con Pekín, China “es un dechado de paciencia”. En el año 2049 se celebrará el centésimo aniversario de que el Partido Comunista chino asumió el poder en Pekín. Ese es el año en que los canales propagandistas chinos han dicho que se verá la culminación del ascenso de China como la potencia dominante de la Tierra.
¿UN DIVORCIO ECONÓMICO?
La diferencia más importante en el emergente punto muerto geopolítico entre Washington y Pekín es obvia: China es poderosa económicamente, y está integrada a fondo tanto con el mundo desarrollado como con aquel en desarrollo. Este nunca fue el caso con la antigua Unión Soviética, la cual estaba aislada económicamente en gran medida y comerciaba solo con sus vecinos del bloque del este. En contraste, China comercia con todos, y continúa haciéndose más rica. Es sofisticada en una gama amplia de tecnologías cruciales, incluidas las telecomunicaciones y la inteligencia artificial. Tiene como su meta nacional —en su plan llamado Hecho en China 2025— la supremacía no solo en la computación cuántica y la inteligencia artificial, sino en biotécnica, telecomunicaciones avanzadas, energía limpia y un montón más.
Pero Estados Unidos y el resto del mundo también tienen problemas en el presente. La pandemia ha expuesto la vulnerabilidad de instalar cadenas de abastecimiento para equipo protector del personal, así como suministros farmacéuticos en China. Esa es una vulnerabilidad estratégica importante. Si China le cierra la puerta a las exportaciones de medicinas y sus ingredientes claves y materias primas, los hospitales estadounidenses, hospitales y clínicas militares dejarían de funcionar a los pocos meses si no es que, en cuestión de días, dice Rosemary Gibson, autora de un libro sobre el tema, China Rx. A finales del mes pasado, Tom Cotton, senador por Arkansas, presentó una legislación que obligaba a las compañías farmacéuticas estadounidenses a traer de vuelta la producción desde China a Estados Unidos.
El deseo explícito de China de dominar las industrias del futuro es una mala noticia para las compañías multinacionales extranjeras que han invertido mucho en el atractivo del mercado chino. Si el ascenso marcado de China en la escalera tecnológica continúa, las multinacionales estadounidenses y otras extranjeras posiblemente sean expulsadas del mercado por completo. “China 2025 se trata de remplazar cualquier cosa que vendan las compañías estadounidenses que sea valioso, simplemente sacando a los estadounidenses de ello”, dice Stewart Paterson, autor de China, Trade and Power, Why the West’s Economic Engagement Has Failed.
Las tarifas de Donald Trump, y el deseo público de China de dominar industrias clave, ha llevado a las multinacionales y políticos estadounidenses a preguntarse: ¿Estados Unidos debería tener un divorcio económico de Pekín? De ser así, ¿cómo sería?
El brote del COVID-19 y la respuesta de China a este ha intensificado enormemente ese debate. La guerra comercial de Trump ha propiciado un movimiento en cámara lenta hacia una “separación” económica, conforme las compañías de baja tecnología e industrias de márgenes bajos empezaron a sacar su producción de China para evitar las tarifas. Los textiles, el calzado y el negocio de muebles han tenido hasta ahora un movimiento importante fuera de China. Pero antes de la pandemia, no había una carrera alocada hacia las salidas y no había razón para esperar una en el corto plazo. En fecha tan reciente como octubre pasado, 66 por ciento de las compañías estadounidenses que operaban en China y fueron sondeadas por la Cámara Americana de Comercio dijeron que la “separación” sería imposible, por lo entrelazadas que estaban las dos economías más grandes del mundo.
Las cosas han cambiado. La cantidad de quienes ahora creen que la separación es imposible, según el mismo sondeo, ha caído a 44 por ciento. Si lo reeligen, dicen los asesores de Trump, el presidente posiblemente presione a otras industrias más allá de las farmacéuticas y el equipo médico para que traigan de vuelta su producción. Cómo hará eso en realidad no está claro, pero sus asesores ven el ejemplo de Japón. La legislatura japonesa aprobó recientemente un programa mediante el cual el gobierno ofrecerá subsidios —con valor de hasta 2,250 millones de dólares— para cualquier compañía que traiga de vuelta a casa su cadena de abastecimiento.
Conforme se endurecen las percepciones de China en Estados Unidos, los ejecutivos se enfrentan con una decisión cruda: como lo dice Paterson, “¿en verdad quieren que los vean haciendo negocios con un adversario?”
La respuesta no es tan sencilla. En Estados Unidos, muchas compañías simplemente no quieren reducir su exposición en China. Invirtieron años —y miles de millones— construyendo cadenas de abastecimiento y son reacios a renunciar a ellas. Considérese la industria de los semiconductores, un área crucial en la cual Estados Unidos todavía está más tecnológicamente avanzado que China. Un cese completo de las ventas de semiconductores a China significaría que las compañías estadounidenses pierdan alrededor de 18 por ciento de su proporción del mercado mundial, y alrededor de 37 por ciento de sus ingresos generales. Esto, a su vez, posiblemente obligue a reducciones en investigación y desarrollo. Estados Unidos gastó 312,000 millones de dólares en investigación y desarrollo en la década pasada, más del doble de la cantidad gastada por sus competidores extranjeros, y es esa investigación y desarrollo la que les permite mantenerse por delante de sus competidores.
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Paterson argumenta que los costos del divorcio total de China a menudo son sobrestimados. Él calcula que alrededor de 2 por ciento de las ganancias corporativas estadounidenses provienen de ventas en el mercado chino, en su mayoría de compañías que fabrican allí con el fin de vender allí mismo. Las ganancias corporativas en general son 10 por ciento del PIB estadounidense. Eliminar la porción de China de ello “es un error de redondeo”, expresa.
Pero hacer que compañías como Caterpillar Inc., la cual opera 30 fábricas en China y obtiene 10 por ciento de su ingreso anual de las ventas allí, es una carrera cuesta arriba. Hay decenas de compañías como Caterpillar, las cuales no tienen intención de salir de China, incluso si las relaciones entre Washington y Pekín están en lo más bajo. Y también hay decenas de compañías como Starbucks, la cual opera 42,000 tiendas en toda China, o Walmart, cuyo ingreso en el país es superior a 10,000 millones anualmente. Esas compañías no tienen tecnología crucial que robar y deberían preocuparle poco a Estados Unidos si continúan operando en China.
Pero otras compañías sí. Tesla, por poner un ejemplo, es una compañía cuya tecnología avanzada debería ser protegida a toda costa. Razón por la cual algunos en Washington se rascan la cabeza tanto por Elon Musk como por la administración de Trump. Musk dijo el 10 de mayo que estaba tan enojado con las órdenes de confinamiento en el estado de California, que podría mudar la fábrica de Tesla de Fremont a Texas. Mientras tanto, él fabrica sus autos en Shanghái, lo cual es un blanco obvio para el robo de propiedad intelectual y el espionaje industrial, dado que los vehículos eléctricos son una de las industrias en la mira del plan China 2025. “California mala, Shanghái buena no es una fórmula que vaya a sentar bien en el ambiente posterior al COVID”, dice Paterson.
Una estrategia estadounidense más inteligente que el “divorcio” es el “distanciamiento económico”, comenta John Lee, alto miembro del Instituto Hudson, un grupo de expertos en Washington. La meta de la política industrial estadounidense debería ser “asegurarse de que China no esté en una posición para dominar tecnologías clave y asumir el papel principal al dominar las cadenas de abastecimiento y de valor para estas tecnologías emergentes”, explica. Racionar el acceso a mercados grandes y avanzados es crucial. “Se convierte en un reto más grande [para Pekín] si se restringe el acceso de China a los mercados en Estados Unidos, Europa y Asia Oriental, y se le niegan aportes clave de estas áreas”.
Ello supone una coordinación con los aliados, lo cual no ha sido el punto fuerte de la administración de Trump. Pero esto cambiaría con un presidente como Joe Biden. Incluso antes de la pandemia, se agriaron las relaciones de aliados clave europeos y asiáticos con China. Estos también incluyen a Canadá. Un exalto funcionario canadiense dijo que Ottawa quería trabajar con Trump y los europeos para planear un frente unido y más fuerte en comercio. ¿El único problema? “Ustedes sancionaron nuestras exportaciones de acero por ‘cuestiones de seguridad nacional’”, dice el funcionario. “¡Somos un aliado de la OTAN, por el amor de Dios!”
La oportunidad de trabajar más de cerca para formar un frente unido contra Pekín es algo que los asesores de Biden tienen la intención de hacer. Una Sociedad Transpacífica reconfigurada, la cual impulsó Barack Obama, posiblemente sea la primera orden del día en una administración de Biden, esta vez enfocada más explícitamente en excluir a Pekín de los tratados de libre comercio entre los aliados de Estados Unidos.
Claro, si es que hay una administración de Biden.
¿QUÉ SIGUE?
En el contexto de la nueva Guerra Fría, el movimiento hacia un distanciamiento económico inteligente, como lo piden Lee, del Instituto Hudson, y otros, cobrará fuerza. “Washington puso demasiada fe en su poder para darle forma a la trayectoria de China. Todos los bandos del debate político [en Estados Unidos] erraron”, dice Kurt Campbell, exasistente del secretario de Estado con Obama. La gente de Biden ya ha hecho correr la voz de que no se regresará a las actitudes de no intervención que gobernaron el enfoque de Washington sobre China. Estados Unidos tal vez también tenga que subsidiar abiertamente a las compañías en las industrias Hecho en China 2025 que Pekín tiene en la mira.
Pekín se había resistido a suspender sus propios subsidios industriales a las industrias de propiedad estatal en las negociaciones comerciales con Trump y había dado pocas señales de echarse para atrás en las metas expresadas en Hecho en China 2025. Después de la furia mundial suscitada por el coronavirus, una reconciliación económica parece impensable.
Militar y geopolíticamente, no importa quién gane la siguiente elección, Estados Unidos trabajará duro para atraer a India, la cual ha protegido sus apuestas entre Washington y Pekín conforme ascendió China, a una participación más activa dentro de un “Indo-Pacífico libre y abierto”, como ha llamado la administración de Trump su política para con Asia. La capacidad de trabajar más de cerca con los aliados, tanto en Asia Oriental como en Europa, para crear un frente unido contra Pekín nunca ha sido más fuerte. “Nadie con quien hemos hablado está contento”, dice Scott Harold, de la Corporación Rand.
Lo que muchos buscan es un mensaje público más constante y más claro de parte de Washington. Como lo dice Harold, conforme se intensifique la competición ideológica con China, “los defensores del orden liberal internacional, las democracias de mentalidad similar, deberían hacerse más activas en la defensa de sus intereses y valores”.
Como secuela de la pandemia, Estados Unidos está sufriendo una derrota que debería ser impensable: está perdiendo la guerra propagandística, en especial en el mundo en desarrollo. Tanto internamente como en el exterior, los canales propagandísticos del Partido Comunista chino, digitales y de transmisión tradicional presumen el manejo de Xi Jinping del COVID-19, y lo contrastan con las acciones caóticas de la administración de Trump para lidiar con el virus. Los canales mediáticos estatales hicieron la crónica de cuán mal Estados Unidos y otros han manejado la crisis. Su mensaje: esos países deberían copiar el modelo chino.
Conforme la competición entre Estados Unidos y China crece, las guerras de información serán cruciales. En esta, la administración de Trump y su “Estados Unidos Primero” ha estado en gran medida ausente sin licencia: el presidente no ha sido capaz de motivarse a sí mismo para apoyar a los manifestantes a favor de la democracia en Hong Kong, por lo desesperado que estaba por tener un acuerdo comercial con Xi Jinping. Pero Trump y Biden tienen buenos modelos a seguir y, por ende, hay esperanza. Los presidentes estadounidenses han defendido los valores del país muy bien, y de manera constante, a lo largo de la última Guerra Fría, ninguno más hábilmente que Ronald Reagan, quien dejó el cargo un año antes de que cayera el Muro de Berlín.
Por supuesto, queda por ver si la siguiente administración está a la altura de la lucha. Washington por lo menos ha reconocido, como observa Kurt Campbell, que sobrevaloró su capacidad de influir en el desarrollo de China. Presuntamente, no cometerá ese error otra vez. Más bien, Washington y sus aliados necesitan enfocarse más en cómo lidiar efectivamente con un rival poderoso.
La misión: entablar la Guerra Fría del siglo XXI, mientras nos aseguramos de que no se vuelva caliente.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek