¿Cómo nos enferma el estrés infantil? Crecer en un ambiente adverso puede tener un gran impacto en la salud más adelante en la vida, e incluso en las generaciones futuras.
A MEDIADOS DE LA DÉCADA DE 2000, la doctora Nadine Burke Harris abrió una clínica pediátrica en Bayview, San Francisco, uno de los vecindarios más pobres de esta ciudad estadounidense. Pronto comenzó a sospechar que algo enfermaba a sus jóvenes pacientes.
Observó las primeras pistas en la población inusualmente numerosa de niños enviados a su clínica por síntomas relacionados con el trastorno de hiperactividad con déficit de atención (THDA), que provoca incapacidad para concentrarse, impulsividad y agitación extrema. A Burke Harris no solo la sorprendió la gran cantidad de pacientes con THDA, sino también el gran número de niños que tenían otros problemas de salud.
Por ejemplo, un niño llegó a su clínica con eczema y asma, y se encontraba en el 50º percentil de estatura para un chico de cuatro años. Sin embargo, tenía siete. Había alumnos del jardín de infantes con alopecia prematura, dos niños con casos raros de hepatitis autoinmune, alumnos de primaria aquejados de depresión y una cantidad epidémica de niños con trastornos conductuales y asma.
Burke Harris observó otra cosa inusual con respecto a estos niños. Siempre que les pedía a sus padres o a sus cuidadores que le contaran sobre sus condiciones en casa, casi invariablemente descubría una importante perturbación de vida o un trauma. Un niño había sufrido un abuso sexual por parte de un inquilino, recuerda. Otro había sido testigo de un intento de asesinato. Muchos niños provenían de hogares que enfrentaban el encarcelamiento o la muerte de uno de los padres, o informaban que estos se habían divorciado en muy malos términos. Algunos cuidadores negaban que hubiese algún problema, pero habían llegado a la cita completamente drogados.
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Aunque ninguno de sus mentores de la facultad de medicina, a principios de la década de 2000, le había indicado que el estrés podría causar enfermedades físicas aparentemente no relacionadas, lo que ella veía en la clínica era tan constante, y la alarmó tanto, que la hizo lanzarse en busca de respuestas.
“Si yo fuera una médica y estuviera observando índices de autismo increíblemente altos, comenzaría a hacer investigaciones sobre el autismo”, dice. “O si observara índices increíblemente altos de ciertos tipos de cáncer, estaría investigando ese tema. Lo que observaba eran índices increíblemente altos de niños que habían experimentado circunstancias adversas y que después tenían resultados de salud verdaderamente graves, que podían manifestarse como dificultades de aprendizaje, asma, o extrañas enfermedades autoinmunes. Y ello me llevó a consultar las publicaciones científicas más recientes”.
Lo que Burke Harris encontró en dichas publicaciones la llevaría a encabezar un creciente movimiento cuyo objetivo es transformar la manera en que la profesión médica maneja las circunstancias adversas en la niñez. El estrés infantil puede ser tan tóxico y perjudicial para el desarrollo del cerebro y del cuerpo como comer trozos de pintura descascarada que contenga plomo, o beber agua que contenga este metal, por lo que debe ser detectado y tratado de manera similar, opina Burke Harris.
En años recientes, epidemiólogos, neurocientíficos y biólogos moleculares han encontrado pruebas de que las experiencias en la niñez temprana, si son lo suficientemente traumáticas, pueden activar interruptores biológicos que pueden afectar profundamente la arquitectura del cerebro en desarrollo y producir afectaciones a largo plazo en la salud física y emocional. Estos cambios “epigenéticos”, que son procesos a escala molecular que activan y desactivar ciertos genes, no solo hacen que algunas personas tengan mayores probabilidades de automedicarse utilizando nicotina, drogas o alcohol, sino que también las vuelve más susceptibles al suicidio y a las enfermedades mentales más adelante en su vida.
Dichos cambios también pueden dañar la función del sistema inmune y predisponernos, décadas después, a sufrir enfermedades mortales como cardiopatías, cáncer, demencia y muchas otras. El estrés infantil no solo perjudica a los niños, sino que sus efectos también podrían transmitirse a las futuras generaciones.
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La investigación sobre estrés infantil es tan reciente que muchos médicos aún debaten sobre cuáles son las mejores maneras de abordarlo y, de manera más importante, si la ciencia es lo suficientemente madura y las intervenciones son efectivas como para implementar una exploración y detección universales.
Esa investigación ha llevado a crear el código Experiencias Adversas en la Niñez (ACE, por sus siglas en inglés), con el cual se identifican diez factores de estrés familiar que pueden provocar una “reacción tóxica de estrés”. Esta reacción no es más que una cascada biológica impulsada por el cortisol, la hormona del estrés, y se relaciona con una amplia gama de problemas de salud en etapas posteriores de la vida.
La investigación sobre las ACE se deriva de un importante estudio epidemiológico de 17,000 personas publicado en 1998. Sin embargo, la primera pista se produjo años antes con el calvario sufrido por una mujer obesa de 29 años de edad originaria de San Diego y llamada Paty.
Durante un estudio de 52 semanas sobre una dieta de pérdida de peso, Paty pasó de pesar 185 kilos a alrededor de 59. Entonces, durante un periodo de tres semanas, aumentó abruptamente 16 kilos, una hazaña que ni sus médicos sabían que fuese posible.
Los abruptos cambios de peso de Paty llamaron la atención de Vincent Felitti, director del programa de medicina preventiva del enorme consorcio Kaiser Permanente, y el hombre que había diseñado el estudio sobre la obesidad. Felitti quedó sorprendido por la rapidez con la que los sujetos del estudio perdieron peso. “Recuerdo que, en los primeros días del estudio sobre obesidad, pensaba: ‘Guau, hemos acabado con este problema’”, rememora Felitti. “¡Este departamento se volverá famoso en todo el mundo!”.
Entonces, por razones que nadie pudo explicar, los pacientes comenzaron a abandonar el programa en masa. A Felitti le pareció particularmente alarmante porque quienes lo dejaban más rápidamente eran quienes habían perdido más peso. Cuando Felitti supo de Paty, se reunió con ella para charlar. Paty afirmó que estaba tan confundida como él por su enorme aumento de peso; le aseguró que seguía apegándose estrictamente a la dieta. Pero entonces ella dio una pista muy sugerente: le dijo a Felitti que cada noche, cuando se iba a la cama, la cocina estaba limpia. Sin embargo, cuando despertaba, había cajas y latas abiertas, además de platos sucios en el fregadero. Paty vivía sola y tenía antecedentes de sonambulismo. Ella se preguntó si era posible que estuviera “comiendo dormida”.
Cuando Felitti le preguntó si le había ocurrido algo inusual en su vida más o menos por la época en la que los trastos sucios comenzaron a aparecer, le vino a la mente un suceso. Un hombre casado y mayor le había dicho que se veía muy bien y le sugirió que tuvieran una aventura. Después de hacerle más preguntas, Felitti supo que Paty había comenzado a ganar peso a los diez años de edad, más o menos en la época en la que su abuelo comenzó a agredirla sexualmente.
Felitti dedujo que, para Patty, la obesidad era un mecanismo de adaptación: ella comía en exceso como una defensa contra los hombres depredadores. Felitti comenzó a interrogar a otros participantes en el estudio que habían recaído, preguntándoles si tenían antecedentes de abuso sexual. Sus respuestas le sorprendieron. Finalmente, más de 50 por ciento de sus 300 pacientes admitirían tener tales antecedentes.
“Inicialmente, pensé: ‘Oh, no, debo estar haciendo algo mal. Con cantidades como esa, la gente debía saber si esto era cierto. Alguien debió habérmelo dicho en la facultad de medicina’”, recuerda.
Felitti comenzó a reunir a los pacientes en grupos para hablar sobre sus secretos, sus temores y los desafíos que enfrentaban, y su pérdida de peso comenzó a volverse constante. En un par de años, el programa tuvo tanto éxito que Felitti recibía periódicamente invitaciones para hablar sobre su programa ante un público compuesto por médicos. Sin embargo, cuando mencionaba el abuso sexual y su aparente relación con la obesidad, los miembros del público “se levantaban abruptamente” y salían de la sala, o se ponían de pie para discutir con él, señala. Al parecer, nadie quería oír lo que tenía que decir.
Al menos una persona se sintió intrigada por sus hallazgos. Robert Anda, investigador de los Centros para el Control de las Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, había estudiado las enfermedades crónicas y las relaciones contraintuitivas entre la depresión, la esperanza y los ataques cardiacos. Sabía de primera mano lo que era tratar con colegas que consideraban que su trabajo era excéntrico. Anda y Felitti tuvieron una charla. Se dieron cuenta de que solo había una forma en la que ambos podían superar el escepticismo con el que se topaban: necesitaban realizar un estudio riguroso. A instancias de Anda, Felitti acordó no solo reclutar a una muestra numerosa, sino expandir su alcance para determinar la relación entre una amplia gama de factores estresantes de la niñez y la salud en etapas posteriores de la vida.
Así se desarrolló el innovador “Estudio ACE”, un proyecto retrospectivo en el que participaron 17,000 personas y cuyo objetivo era examinar la relación entre el contacto con el abuso emocional, físico y sexual en la niñez, así como con alguna disfunción en el hogar, las conductas de riesgo y las enfermedades en la edad adulta. A partir de 1998 y con seguimientos hasta bien entrada la década de 2000, el equipo de Felitti y Anda publicó una serie de artículos contraintuitivos que derrumbaron mucho de lo que creíamos saber sobre la relación entre la mente y el cuerpo.
Para recopilar los datos, Felitti persuadió a médicos afiliados a Kaiser Permanente para que reclutaran pacientes del Sur de California sometidos a exámenes físicos. A los pacientes se les pidió que contestaran cuestionarios confidenciales en los que daban detalles sobre su estado actual de salud y sus conductas relacionadas con esta, así como los tipos de adversidades por las que habían pasado: abuso físico, emocional y sexual, descuido, violencia doméstica, encarcelamiento de uno de sus padres, separación o divorcio, enfermedad mental en la familia, la muerte temprana de uno de los padres, alcoholismo y abuso de drogas. Para analizar los datos, los investigadores sumaron el número de “experiencias adversas en la niñez”, calcularon una “puntuación de ACE” y correlacionaron esas puntuaciones con las conductas de riesgo y las enfermedades para ver si podían hallar algún patrón.
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Lo primero que le sorprendió fue lo común que eran estas ACE. Más de la mitad de los participantes había tenido al menos una, la cuarta parte había tenido dos o más, y alrededor de 6 por ciento informó haber padecido cuatro o más. No era solo un problema de los pobres. La adversidad emocional en la niñez ocurre en todos los ámbitos raciales, étnicos y económicos. Aún más sorprendente fue el impacto de estos factores de estrés en las etapas posteriores de la vida. Cuando los investigadores realizaron su análisis, descubrieron una relación directa y dependiente de la dosis entre la cantidad de ACE y problemas emocionales como el alcoholismo, el tabaquismo y la promiscuidad; quienes habían experimentado cuatro o más categorías de adversidad en la infancia tenían un riesgo entre cuatro y 12 veces mayor de alcoholismo, abuso de drogas, depresión e intentos de suicidio.
Los resultados fueron más allá de estos riesgos de salud relacionados con traumas comunes. En el estudio también se halló una relación entre los traumas sufridos en la infancia con una gran cantidad de problemas físicos aparentemente no relacionados, entre ellos, la cardiopatía isquémica, el cáncer, la enfermedad pulmonar crónica, las fracturas óseas y la enfermedad hepática.
Lo que hizo que el estudio resultara tan sorprendente fue que los datos indicaban que incluso aquellas personas que no bebían alcohol, no usaban drogas ni tenían conductas de riesgo mostraban un índice mucho más alto de cardiopatía isquémica, cáncer, enfermedad pulmonar crónica, fracturas óseas y enfermedad hepática. De manera inesperada, los investigadores habían descubierto que la adversidad en la infancia parecía ser un factor de riesgo independiente para algunas de las principales causas de muerte década después.
“Encontramos una estrecha relación entre la amplitud del contacto con el abuso o la disfunción en el hogar durante la infancia y múltiples factores de riesgo para algunas de las principales causas de muerte en los adultos”, escribieron los autores.
El estudio cayó como una bomba en el mundo de la salud pública. Pero el trabajo científico apenas comenzaba. En los años siguientes, muchos investigadores comenzaron a explorar los mecanismos biológicos involucrados. Y con las nuevas tecnologías de escáner cerebral y los avances en biología molecular, ha comenzado a surgir una explicación para el estudio sobre las ACE. Algunos médicos y científicos han comenzado a transformar esos hallazgos en intervenciones y tratamientos concretos que podrían ser usados para revertir, o al menos atenuar, el impacto de esos factores.
Gran parte de la investigación se ha centrado en la forma en la que las ACE influyen en el funcionamiento del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HHA), que es un sistema biológico con una función clave en la conexión entre el cuerpo y la mente. El eje HHA controla nuestras reacciones ante el estrés y es muy importante para regular una gran cantidad de grandes procesos corporales, entre ellos, la función inmune, el almacenamiento y el gasto de energía, e incluso nuestra forma de experimentar emociones y nuestro estado de ánimo. Lo hace al ajustar la liberación de hormonas clave, principalmente el cortisol, cuya liberación aumenta con el estrés o con las bajas concentraciones de azúcar en la sangre.
El cortisol tiene muchas funciones. De manera cotidiana, regula el nivel de energía que tenemos conforme avanza el día: generalmente, experimentamos nuestros niveles más altos de cortisol y de energía al levantarnos. Estos niveles se reducen gradualmente durante el día, y alcanzan niveles muy bajos justo antes de ir a dormir.
El cortisol también desempeña una función en la asignación de la energía corporal en tiempos de crisis. Cuando todo está tranquilo, el cuerpo forma músculos o huesos y reserva las calorías extra en forma de grasa para su futuro consumo, regenera las células y mantiene fuerte el sistema inmune para combatir las infecciones. En el caso de un niño, el cuerpo impulsa un desarrollo mental y físico normal.
Sin embargo, en una emergencia, todos estos procesos se detienen. El eje hipotalámico-hipofisario-adrenal inunda la corriente sanguínea con adrenalina y cortisol, que le indican al cuerpo que se ponga de inmediato a trabajar a toda marcha. Los niveles de azúcar en sangre se disparan y el corazón bombea más fuerte para proporcionar un rápido impulso de energía. Si un oso pardo de más de 3 metros de alto camina hacia ti lamiéndose los colmillos, el impulso adicional de energía te ayudará a correr y a gritar por todo el bosque o a luchar contra el animal y derribarlo para hundirle un cuchillo en el corazón.
Empero, cuando la emergencia se prolonga durante mucho tiempo, quizá durante toda una niñez llena de abusos, las altas concentraciones de cortisol que resultan tienen consecuencias graves y duraderas.
En estudios posteriores, los científicos también encontraron que los niños que habían experimentado maltratos emocionales, físicos y sexuales severos presentaban concentraciones matutinas de cortisol anormalmente altas.
Empero, los investigadores también hallaron que los niños que habían experimentado un descuido grave tenían concentraciones matutinas de cortisol anormalmente bajas.
En otras palabras, los distintos tipos de adversidad tenían un impacto distinto en el eje hipotalámico -hipofisario-adrenal. Sin embargo, ya fuera que la adversidad se produjera en forma de una falta de estimulación o de la presencia de una estimulación negativa y amenazadora, ello tenía un efecto negativo para el desarrollo normal.
“Las bajas concentraciones de cortisol, particularmente en la mañana, se relacionaron con trastornos de externalización, cosas como la delincuencia y el abuso del alcohol, mientras que las altas concentraciones de cortisol se relacionaron con un mayor grado de ansiedad y depresión”, además del trastorno de estrés postraumático, afirma Jackie Bruce, científica investigadora del Centro de Aprendizaje Social de Oregón, organismo de investigación financiado por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos.
Aun así, Bruce y sus colegas observaron que, en ambos grupos, “algunos niños tenían un desempeño realmente bueno, mientras que otros no lo tenían”. Esto indicaba que había otros factores involucrados. Y en años recientes, gran parte de la investigación se ha centrado en comprender la compleja interacción entre los factores de estrés externos, la genética y las intervenciones interpersonales.
Uno de los hallazgos más importantes que han surgido recientemente es que, por sí mismo, el hecho de experimentar adversidades en la infancia no parece ser suficiente para producir un estrés tóxico. La predisposición genética desempeña también una función. Sin embargo, aún entre las personas predispuestas, los efectos pueden ser atenuados por lo que los investigadores denominan “amortiguamiento” emocional, que es la respuesta de un cuidador amoroso y apoyador que consuela al niño, le devuelve la sensación de seguridad y permite que sus concentraciones de cortisol vuelvan a la normalidad. En algunas investigaciones se indica que este amortiguamiento funciona en parte debido a que un buen abrazo, e incluso unas suaves palabras tranquilizadoras por parte del cuidador, pueden hacer que el cuerpo libere la hormona oxitocina, conocida también como la hormona “del abrazo” o “del amor”.
El estrés tóxico también puede tener poderosas influencias en el desarrollo del sistema inmune. Una cantidad excesiva de cortisol suprime la inmunidad e incrementa las posibilidades de sufrir infecciones, mientras que una cantidad demasiado pequeña de esa hormona puede provocar que una respuesta inmune inflamatoria persista durante mucho tiempo después de que se le requiere. Esto puede influir directamente en el cerebro para producir una “conducta de enfermedad”, caracterizada por falta de apetito, fatiga, aislamiento social, estado de ánimo deprimido, irritabilidad y una función cognitiva deficiente, de acuerdo con un artículo de revisión publicado en 2013 con la intención de actualizar a los pediatras con respecto a los descubrimientos científicos más recientes. En la edad adulta, los niños que fueron maltratados en su niñez tienen mayores probabilidades de presentar marcadores inflamatorios elevados y una mayor respuesta inflamatoria al estrés, informaron los investigadores. Las elevaciones crónicas del cortisol también se han relacionado con hipertensión, resistencia a la insulina, obesidad, diabetes tipo II y enfermedad cardiovascular.
Si bien estos hallazgos ayudan a explicar la relación con las enfermedades crónicas, Harris Burke y otros funcionarios de salud pública piensan que también proporcionan las bases de algunas de las intervenciones más prometedoras en el entorno clínico de la actualidad.
Se considera que un paciente tiene un riesgo alto de presentar resultados negativos de salud si el médico, mediante un cuestionario, puede identificar cuatro o más de las experiencias adversas durante la niñez, o alguna combinación de condiciones psicológicas, sociales o físicas que, según los estudios, se relacionan con el estrés tóxico. En el caso de los niños, dichas condiciones son la obesidad, el síndrome de falta de crecimiento y el asma, pero también otros indicadores, como el uso de drogas o de alcohol antes de los 14 años de edad, ausentismo en la escuela secundaria y otros problemas sociales. En el caso de los adultos, la lista incluye intentos de suicidio, daños en la memoria, hepatitis, cáncer y otras enfermedades que son más frecuentes en las poblaciones con puntuaciones altas de ACE.
En años recientes, los investigadores han comenzado a explorar si la “droga del amor”, es decir, la oxitocina, que es una hormona que se libera cuando un padre o una madre abrazan a su hijo, podría formar la base de intervenciones farmacéuticas potentes. Sin embargo, por ahora, “estamos en la frontera científica”, afirma.
Aun las personas más cautas están de acuerdo en que un poco de educación sería muy beneficioso. “La idea de prevención fundamental más importante es que las personas que tienen niños a su cargo, o que se encargan de su crianza, necesitan comprender que las adversidades sufridas en la niñez probablemente produzcan problemas en sus propias vidas”, afirma Jack Shonkoff, profesor de cuidado y desarrollo infantil y director del Centro del Niño en Desarrollo de la Universidad de Harvard. “Y si no encuentran una forma de hacer las cosas de manera distinta, con apoyo, estarán incorporando esa misma biología en sus hijos”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek