“Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca
de los gringos”: Nemesio García Naranjo.
Hay mitos que de tanto decirlos se convierten en verdades. Uno de ellos es el que la Revolución fue un movimiento positivo para México. Eso nos han hecho creer los que escribieron la historia, pero es falso del todo.
Nuestra Revolución comenzó con un grupo de idealistas que soñaron con un México con mejores condiciones de vida, pero resulta importante ver las diferentes facetas de la historia, ya que, por un lado, la dictadura había creado un problema social, pero por el otro, había creado un milagro económico.
¿Cómo pasamos del milagro económico del despertar del siglo XX a un país destruido, desangrado y sin futuro? Para explicarlo es necesario retroceder en el tiempo. Los estadounidenses ambicionaban el territorio de México. La razón que los llevó a cancelar el proyecto se resume en una carta que el agente estadounidense Nicholas P. Trist mandó al secretario de Estado James Buchannan. La frase toral era:
“Un serio peligro que no se podría despreciar, y que se ha grabado en mi mente: me refiero a la inoculación de nuestra raza con el virus de la corrupción española”.
El Sr. Trist se refería a la corrupción del gobierno mexicano. Un gobierno controlado por criollos y mestizos de ascendencia española. Así las cosas, comprar el país, como lo hicieron con Texas, o invadirlo era una aventura descabellada, pues conllevaba el riesgo de corromper a los funcionarios estadounidenses. Lo más conveniente fue hipotecarnos a través de prestamos impagables obligándonos con ello a aceptar sus condiciones financieras, comerciales, de migración, etcétera.
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Los yanquis encontraron en México un deudor cuya riqueza en materias primas garantizaba su deuda. La quiebra permanente en que vivíamos nos obligaba a pedirles ayuda y préstamos que concedían con condiciones leoninas que teníamos que aceptar. Ocasionalmente mostraban destellos de generosidad, pero estos nunca fueron gratuitos. Siempre hubo intereses atados a la generosidad estadounidense.
Benito Juárez conoció, como ningún político mexicano, las dos caras de la moneda yanqui. Por un lado, James Buchannan lo obligó a firmar un tratado vergonzoso para obtener el apoyo estadounidense: el tratado McLane-Ocampo; por el otro, cuando nos invadieron los franceses, los yanquis tiraron el ominoso tratado a la basura, protegieron a Juárez y mandaron armas, soldados y pertrechos para pelear contra los franceses. Sabían que, de no ayudarlo, la mina de oro que era México sería explotada por Francia y no por ellos. Así que pusieron incondicionalmente todos sus recursos para apoyar a Juárez y acabar con Maximiliano.
A Juárez lo sucedió Sebastián Lerdo de Tejada, y a este, el general Porfirio Díaz. Díaz conocía los hilos que movían a su pueblo y puso, por primera vez, orden en el país; negoció la deuda con los estadounidenses, la pagó e invitó a las potencias a invertir en México. Así se inició una etapa de progreso; se equilibró el presupuesto y se logró, por primera vez en más de 60 años, el superávit financiero.
INTERVENCIÓN ESTADOUNIDENSE
El pago de la deuda nos quitó el yugo que nos habían puesto, y sin este, la posición de negociación del país cambió diametralmente. Ante esto, el presidente Taft invitó al presidente Díaz a una reunión en El Paso, Texas. Uno de los testigos de la reunión, Ernesto Fernández de Arteaga, refiere la entrevista en su diario:
“En la reunión… Taft lució descuidado, con abultado abdomen que mal cubría el traje oscuro que llevaba (…) En cambio, destacaba Porfirio Díaz a quien los años (…) habían transformado de ‘patán oaxaqueño’ en atildado caballero (…) Don Porfirio lucía como todo un estadista en su bien cortado traje oscuro y rodeado de su Estado Mayor (…) Taft quedó sorprendido de lo que veía. Era como si el vecino fuerte y poderoso fuera el país situado al sur (…) Ello no agradó al presidente de Estados Unidos”.
La entrevista no fue un éxito. Podemos suponer que, después del encuentro, los estadounidenses comenzaron a considerar la forma de regresarnos al lugar de vecino débil que por mérito propio habíamos dejado atrás.
La oportunidad de hacerlo se presentó en las elecciones presidenciales de 1910, en las que compitieron Francisco I. Madero y Porfirio Díaz, quien ganó la elección. Madero alegó, con razón, un fraude electoral. Escapó a San Antonio, proclamó el Plan de San Luis, y se apalabró con Villa y Orozco para levantarse contra Díaz. Había un gran descontento en el norte del país y Madero tenía la gente, los ideales y los motivos para levantarse en armas; lo único que le faltaba eran las armas, y bueno, también el dinero.
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Para conseguirlo envió un representante a Washington. Este fue Ernesto Fernández de Arteaga, quien llevó un diario minucioso de sus trabajos en Washington. Fernández de Arteaga fue recibido nada menos que por el secretario de Estado de Estados Unidos, Philander C. Knox. El mexicano quedó sorprendido por la deferencia y las atenciones de Knox, que lo mandó con el secretario del Tesoro, Franklin MacVeagh, y con el secretario de Guerra, Henry Stimson. MacVeagh proveyó de fondos a Fernández de Arteaga y el secretario de Guerra dictó la estrategia para el movimiento: era menester comenzar en Chihuahua, y de ahí, conforme avanzara el movimiento, llevarían los pertrechos a donde hiciera falta.
El que el representante de Madero fuera recibido, en su primer viaje a Washington, por tres secretarios de Estado del presidente Taft, es totalmente fuera de lo ordinario. Pero si miramos con cuidado encontraremos razón para ello.
Fernández de Arteaga escribió en su diario:
“Me quedé admirado del espionaje de los americanos. En ese gobierno sabían ‘quién era quién’ en todo México. Conocían a los aduladores, los apoyadores de Díaz, y tenían conocimiento de las personas que no se encontraban de acuerdo con la forma y el estilo de gobernar del oaxaqueño que se eternizaba en el poder. Sabían todo sobre Pancho. Los gringos sí saben hacer su tarea. Nadie los va a pillar desprevenidos”.
Los estadounidenses estaban enterados de que Porfirio Díaz había firmado un contrato con los ingleses para construir el Ferrocarril Transístmico y que este competiría con el Canal de Panamá, la joya de la corona de Estados Unidos. Además, sabían que en la región norte del país había un sector descontento con la forma en que se había repartido el poder y la violación a los acuerdos pactados con quienes se jugaron el pellejo y colonizaron esos territorios. Prestar dinero y armas a los mexicanos para que se aniquilaran entre ellos, desprestigiándose comercialmente y arruinando su economía, venía como anillo al dedo a los intereses yanquis.
PRESIDENTE SIN MALICIA
La revolución estalló. Don Porfirio mandó a Limantour a dialogar con los revolucionarios y Limantour le informó que los yanquis apoyaban a Madero. Ahí Díaz se dio cuenta de la celada que le habían tendido y renunció al poder. Esperaba desarticular el plan estadounidense, pero a Madero le faltaron sensibilidad y malicia para controlar las ambiciones de sus paisanos y las del embajador estadounidense, Henry Lane Wilson; este se reunió con Victoriano Huerta y le dijo que su gobierno vería con buenos ojos su ascenso al poder.
Huerta le arrebató el poder a Madero. Carranza se rebeló a la traición huertista y de inmediato los yanquis lo apoyaron. Luego, a Carranza lo mató Obregón, y a Obregón, Calles. A estas alturas el país estaba, de nuevo, en quiebra. Ya no había Ferrocarril Transístmico, ni milagro mexicano. El país que Díaz construyó en 30 años se perdió en menos de tres y el objetivo de Madero se desdibujó. La democracia no se instalaría en México. En cuanto a la igualdad social, esa es otra historia y podríamos verla en otro artículo.
Cuando Ernesto Fernández de Arteaga vio el resultado del movimiento que había iniciado con Madero, escribió en su diario: “Muchos guardábamos resentimientos contra el viejo patriarca… No sabíamos que lo que iba a ocurrir iba a ser fatal para todos”.
Hoy estamos ante un nuevo cambio: una revolución pacifica para un cambio de régimen. En este, el presidente ha buscado —y se encamina directo a lograrlo— controlar todos los órganos de poder político. Es decir, el poder absoluto. Ante ello, la frase que dice: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”1 se convierte en alarmante vaticinio.
Al mismo tiempo que la economía se encoge, el reporte del Inegi da un crecimiento de menos del 1 por ciento y la seguridad se está perdiendo. Botones de muestra son el operativo del Chapo, la masacre de Chihuahua y 29,619 asesinatos en 20192.
La soberanía hace rato que se perdió, pero los linderos de esta se sobrepasaron cuando el embajador estadounidense ordenó la captura, con fines de extradición, del Chapito, y cuando la gobernadora de Chihuahua solicitó la ayuda del FBI para controlar el crimen en su entidad, pues después de la captura y liberación de Ovidio Guzmán, a la Sra. Pavlovich le quedó claro que el gobierno federal nada podía hacer por su entidad.
El 20 de noviembre es nuestro festejo “revolucionario”. Habrá discursos y jolgorio, pero si vemos la realidad, lo que estamos festejando es la pérdida de un lugar que habíamos ganado con esfuerzo y merito propios hace más de cien años.
Los versos de José Alfredo se adelantan a su tiempo y nos dibujan en cuatro pinceladas:
“Nada me han enseñado los años / Siempre caigo en los mismos errores / Otra vez a brindar con extraños / Y a llorar por los mismos dolores”.
VAGÓN DE CABÚS
Ya tenemos a Evo Morales en México. Bien harían los socialistas en ver su historia y aprender que violar la Constitución del país y hacer fraudes electorales pueden llevar al fracaso político. Y los capitalistas, observar que no todo el socialismo es malo. En la presidencia de Morales el PIB boliviano se cuadruplicó, pasó de 10,000 millones en 2005 a 40,000 millones de dólares en 2018; la productividad promedio de los bolivianos (PIB per cápita) se elevó en un 40 por ciento de 1,700 a 2,500 dólares, y el índice Gini, que mide la desigualdad, bajó de 58,5 a 44.3 Bien podría nuestro presidente escuchar al boliviano.
Moraleja: ni todos los socialistas son malos, ni las reelecciones sucesivas son buenas.
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- La frase es de John Emerich Edward Dalberg-Acton, mejor conocido como Lord Acton.
- Dato: Arturo Angel; Animal Político; 20 de octubre de 2019.
- El coeficiente de Gini es un número entre 0 y 1 en donde 0 representa la perfecta igualdad todos ganan lo mismo, y 1, la perfecta desigualdad alguien gana todo y los demás, como el chinito: “nomás milando”. Mientras menor es el índice Gini la distribución de la riqueza es más equitativa. Su creador fue el italiano Corrado Gini.
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El autor es ingeniero, físico e historiador. Su vida profesional abarca la industria, la docencia y los medios de comunicación. Ha sido guionista, conductor y productor de programas educativos de la televisión cultural. Es autor del libro La maravillosa historia del tiempo y sus circunstancias.