Por mucho que el asunto se aborde en los más diversos foros de opinión y se reconozca el problema, persisten los obstáculos que de manera histórica han entorpecido el desarrollo de la mujer en México y en el mundo.
Que las mujeres suelan encontrar mayores trabas en casi todos los ámbitos de la vida social resulta ser una verdad de Perogrullo. Desde el ámbito privado, hasta las aspiraciones públicas, la mujer suele enfrentarse a las relaciones de poder con el sexo masculino que se interponen en su camino y que, a diferencia de ellos, debe ir sorteando, como si la vida no fuese de suyo lo suficientemente complicada.
La aspiración democrática requiere una participación uniforme de todos quienes integramos la sociedad. En el proceso de adopción de las grandes decisiones que interesan al país es indispensable no solo la participación de la mujer, sino una participación verdaderamente funcional y eficaz, mediante un equilibrio que tome en cuenta los intereses tanto de hombres como de mujeres con el mismo peso.
Tampoco hay muchos argumentos como para soslayar que la mujer aún no ha conseguido allegarse los medios para poder verdaderamente desarrollarse de manera independiente y autónoma.
Si bien es cierto que en diversos foros del poder público de nuestro país los espacios se han venido equilibrando proporcionalmente, también es verdad que no en todos se han realizado verdaderos esfuerzos por procurar la equidad.
No se trata solo de un problema de números o de porcentajes, sino que, bajo esa expresión cuántica, subyace un problema de actitudes y practicas discriminatorias. El proceso para acceder a los puestos públicos y mantenerse en ellos suele ser más complicado para ellas que para ellos.
Eso, aunado al hecho de que, hasta la fecha, se da por sentado que a la mujer y solo a ella corresponde la crianza de los hijos, constituye una realidad que se traduce en verdaderos valladares para que la mujer esté a la altura de sus aspiraciones.
Se siguen esperando cosas y actitudes de la mujer que no necesariamente se exigen a ningún hombre, de manera que los estereotipos no se superan. Permanece el germen de la desigualdad ubicado desde el seno mismo de la familia, sustentado en el inequitativo trato con respecto a las responsabilidades domésticas.
Esas barreras estructurales e ideológicas de jerarquías preestablecidas han obligado a buscar otros mecanismos para facilitar el acceso de la mujer al desarrollo y al poder.
Las nuevas estructuras normativas mediante las cuales se pretende forzar el equilibrio, no son meros caprichos legislativos ni responden a novedosas y transitorias concepciones filosóficas modernas, sino a una sentida necesidad pragmática de acabar con las prácticas discriminatorias que persisten en contra de las mujeres.
En estos casos, la norma se convierte en un instrumento para atajar ancestrales taras de la sociedad, mediante la representación paritaria. Desde el derecho se busca modificar la realidad.
Recientemente, la Cámara de Senadores ha aprobado un dictamen con proyecto de decreto por el que se reforman diversos artículos de nuestra Constitución Política en materia de paridad de género.
Mediante estas reformas se busca garantizar la paridad en los diversos ámbitos del poder público donde persistan desigualdades entre hombres y mujeres en cuanto al número de integrantes que componen a dichos órganos públicos.
La paridad es un concepto que implica un avance con respecto al simple establecimiento de cuotas de participación. Se basa en el principio democrático que sostiene que la toma de las decisiones de la población tiene que partir desde la composición misma de la sociedad, donde hombres y mujeres ocupan porcentajes muy equilibrados.
De ser aprobada finalmente la reforma, será obligatorio observar el principio de la paridad en los nombramientos de las y los titulares de los despachos del Ejecutivo federal y de las entidades, así como en los organismos autónomos.
En cuanto a la integración de las Cámaras de Diputados y de Senadores se establece que las listas de los diputados y senadores de representación proporcional serán conformadas de acuerdo con el principio de paridad, de manera alternada entre hombres y mujeres.
Por lo que toca al Poder Judicial, la Constitución deja a la ley secundaria el establecimiento de la forma y procedimientos para la integración de los órganos jurisdiccionales, sin establecer desde la norma suprema el principio de paridad de género.
Se trata pues de un significativo avance para equilibrar la participación de las principales fuerzas que integran la sociedad. Es sabido que hay quienes suelen ser contumaces o, al menos, escépticos en reconocer la necesidad de establecer reglas rígidas tendientes a garantizar la paridad en la integración del poder público, aun cuando, de acuerdo con los análisis realizados, es evidente que los principales cargos siguen concentrándose en manos de hombres, como producto de la educación sexista y la vigencia de estructuras masculinas.
Lo deseable sería que no existiera la necesidad de obligar la paridad de esta forma, en aras de una verdadera equidad entre hombres y mujeres, pero la realidad imperante nos ha llevado a intentar zanjar el asunto a través de estos mecanismos legales obligatorios. Llegará un día que no hagan más falta.