A lo largo de los años, los antibióticos han salvado incontables vidas, pero, conforme las bacterias mortíferas se vuelven inmunes, estos medicamentos milagrosos empiezan a fracasar. Así se ha iniciado la carrera para sustituirlos.
EN ENERO, la Universidad de Columbia anunció que cuatro pacientes de su Centro Médico Irving, en Nueva York, habían adquirido una variedad muy rara de E. coli, una bacteria intestinal común. Aunque los medios noticiosos pasaron por alto la declaración, la noticia reverberó en el mundo de los expertos en enfermedades infecciosas porque, si bien E. coli es un microbio bastante común y benigno cuando permanece en el intestino —su hábitat habitual—, puede volverse mortal al alcanzar otros ambientes, como lechugas, carne molida y el torrente sanguíneo. Y si los antibióticos se vuelven ineficaces para combatir una infección por E. coli, incluso la mitad de los enfermos puede morir en un par de semanas.
Justo por eso la E. coli de Columbia resulta tan preocupante. Desde hace un par de décadas, esta bacteria se ha vuelto resistente a tantos antibióticos que la última esperanza de algunos pacientes es la colistina, sustancia también conocida como polimixina E, pero tan tóxica que sus efectos secundarios incluyen daño renal y cerebral. La E. coli de Columbia presenta una mutación en el gen MCR-1, y ese cambio le confiere una propiedad aterradora: es indiferente a la colistina.
“Estamos buscando el siguiente antibiótico, pero nada”, lamenta Erica Shenoy, directora asociada de la unidad para control de infecciones en el Hospital General de Massachusetts. “Enfrentamos el fantasma de los pacientes imposibles de tratar”.
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Desde 1942, cuando la penicilina aún era el medicamento milagroso y experimental que se utilizó en Boston para salvar las vidas de 13 víctimas de un incendio en un club nocturno, los investigadores médicos han descubierto más de cien antibióticos nuevos. Y hemos necesitado de todos ellos, pero ya no bastan. El problema no es solo E. coli. También tenemos cepas farmacorresistentes de Staphylococcus, Enterobacteriaceae y Clostridium difficile, que se sobreponen continuamente a los antibióticos: un estudio reveló que la cifra de defunciones por infecciones resistentes se quintuplicó entre 2007 y 2015. Y, hace poco, hospitales de Chicago y Nueva York notificaron la aparición de variedades farmacorresistentes de Candida auris, un hongo que ha matado a la mitad de los pacientes infectados.
A decir de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, cada año 2 millones de estadounidenses desarrollan enfermedades por hongos o bacterias resistentes a los antibióticos más importantes; y de ese total, alrededor de 23,000 mueren a resultas de la infección. “La cifra podría ser mucho mayor”, advierte Karen Hoffman, directora de la Asociación de Profesionales en Control de Infecciones y Epidemiología. “No contamos con un buen sistema de registro para organismos multirresistentes, así que no tenemos la certeza”. Entre tanto, diversos estudios revelan que el tratamiento de microbios resistentes representa un gasto de más de 3,000 millones de dólares anuales para el sistema de salud de Estados Unidos.
Se espera que esta espantosa tendencia se acelere. La Organización Mundial de la Salud predice que la tasa mundial de mortalidad por microbios farmacorresistentes se elevará de las 700,000 muertes actuales a 10 millones para el año 2050. Llegado ese momento, esas infecciones superarán al cáncer, las enfermedades cardiacas y la diabetes como la causa principal de mortalidad en la raza humana. Antes de que hubiera antibióticos, una cortadura, una caries o una cirugía de rutina conllevaban el potencial de una infección bacteriana mortal. La penicilina y los demás antibióticos cambiaron el pronóstico y salvaron incontables vidas a lo largo de muchas décadas. Pero la era de aquellos fármacos milagrosos parece haber llegado a su fin.
Con la esperanza de evitar grandes brotes, los médicos están ideando estrategias para identificar y aislar bichos que se han vuelto resistentes. Y también están restringiendo el uso de antibióticos como parte de un esfuerzo para contener el desarrollo de cepas resistentes. No obstante, el esfuerzo llega demasiado tarde, y solo nos dará un poco más de tiempo. En estos momentos, los más afectados son los pacientes hospitalizados, añosos y debilitados, pero la amenaza va en aumento.
“Ahora tenemos jóvenes aparentemente sanos, pero con infecciones cutáneas y urinarias que no podemos tratar con medicamentos”, revela Helen Boucher, especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Tufts, en Boston. “Y tal vez no podamos seguir realizando trasplantes o incluso cirugías de rutina. Todos deberíamos sentir miedo”.
Los expertos en salud están cifrando sus esperanzas en estrategias terapéuticas radicales. En su búsqueda de nuevas opciones de tratamiento, han puesto la mira en objetivos exóticos: virus, secreciones de peces y hasta en otros planetas. Y, para ello, están aplicando los conocimientos obtenidos de la genómica y otros campos de la medicina para crear tecnologías nuevas que maten microbios y eviten su diseminación. Por otra parte, están reexaminando las prácticas de los hospitales y otras áreas de propagación con la finalidad de implementar medidas más holísticas que controlen las bacterias en nuestros organismos, nuestros nosocomios, y en los consultorios de nuestros médicos.
Han surgido opciones prometedoras, pero aún están fuera de nuestro alcance. Y nadie sabe si podremos inventar armas nuevas antes de que, cual ejército zombi, las superbacterias avasallen nuestras defensas.
“Tenemos que hacer una inversión enorme en otras estrategias”, dice Margaret Riley, quien investiga la farmacorresistencia en la Universidad de Massachusetts. “Aunque debimos hacerlo hace 15 años”.
LA NUEVA GUERRA CONTRA LOS MICROBIOS
En parte, el problema de la resistencia antibiótica es que los microbios evolucionan con una velocidad alarmante. Mientras que un ser humano requiere de 15 o más años para madurar lo suficiente y tener descendencia, microbios como E. coli se reproducen cada 20 minutos. En cuestión de pocos años, las bacterias pueden experimentar cambios evolutivos que la humanidad habría logrado en millones de años. Dichos cambios pueden incluir atributos genéticos que los ayuden a resistir los antibióticos; y cualquier persona que utilice antibióticos se convierte en un laboratorio donde los microbios pueden desarrollar resistencia. “Diversas investigaciones demuestran que, siempre que utilizamos un antibiótico nuevo, casi un año después empiezan a aparecer los primeros microbios resistentes”, informa Shenoy, del Hospital General de Massachusetts.
La industria farmacéutica ofrece muy pocas opciones para reemplazar los antibióticos que han causado resistencia. La razón: el desarrollo de un antibiótico nuevo tiene un costo aproximado de 2,000 millones de dólares y supone un proceso de investigación de casi diez años. Y, además, hay pocas probabilidades de producir un medicamento exitoso que justifique estas inversiones. “Lo importante para un antibiótico nuevo es usarlo con la menor frecuencia posible y durante el menor tiempo posible”, comenta Jonathan Zenilman, jefe de la división de enfermedades infecciosas del Centro Médico Johns Hopkins Bayview, en Baltimore. “¿Por qué querría una farmacéutica desarrollar un medicamento para un mercado así?”.
Los investigadores médicos no han tenido más remedio que explorar otras estrategias para la guerra contra los microbios, y una de ellas consiste en reclutar biólogos con talento para la teoría evolutiva. En la década de 1990, Riley trabajaba en Harvard y Yale cuando empezó a analizar la manera como los virus matan bacterias, y qué hacen las bacterias para matar otras bacterias. Para el año 2000, un colega le preguntó si sus estudios tenían alguna aplicación en salud humana. “Nunca se me ocurrió”, recuerda Riley. “De pronto, algo hizo clic y la pregunta no dejó de atormentarme”.
Desde entonces, la investigadora ha dedicado las últimas dos décadas a encontrar la forma de aprovechar la agresividad de los virus para combatir el problema de las infecciones humanas resistentes. Hoy conocidos como “fagos”, los virus bacteriófagos son fragmentos de material genético envuelto en una proteína protectora, y lo que hacen es perforar la pared celular de la bacteria para secuestrar su maquinaria genética, transformándola en una fábrica de virus. Sin embargo, Riley también estudia cómo las bacterias se matan entre sí al competir por alimento; y sucede que, a veces, una colonia bacteriana saca de la competencia a un competidor produciendo unas proteínas ponzoñosas llamadas “bacteriocinas”.
El objetivo de Riley no es solo eliminar las bacterias peligrosas, sino también proteger las que son beneficiosas. De los cerca de 400 billones de bacterias que viven en nuestros cuerpos, la gran mayoría es útil o benigna. Es más, la científica asegura que solo un diezmilésimo de ese total es capaz de causarnos daños. Ahora bien, los antibióticos de amplio espectro más utilizados -como penicilina, ciprofloxacino y tetraciclina- no discriminan entre bacterias buenas o malas. Arrasan con todas, lo cual contribuye al surgimiento de bacterias resistentes y causa problemas a los pacientes.
“El antibiótico es como una bomba nuclear”, prosigue Riley. “Acabas con 50 por ciento o más bacterias, y la carencia de bacterias saludables se ha vinculado con trastornos como obesidad, depresión, alergia y otros problemas”. En cambio, los fagos y las bacteriocinas pueden modificarse para erradicar una colonia de bacterias infecciosas, pero sin dañar la flora normal ni crear condiciones idóneas para los bichos resistentes.
ImmuCell, compañía biotecnológica de Portland, Maine, ha desarrollado una bacteriocina para tratar la mastitis en vacas lecheras, una enfermedad que cuesta 2,000 millones de dólares anuales a la industria de los lácteos. Riley dice que laboratorios como el suyo pueden adaptar fagos y bacteriocinas para atacar casi cualquier tipo de infección microbiana en humanos, y con poco riesgo de propiciar el desarrollo de resistencia. “Son mecanismos de erradicación estables y resistentes que evolucionaron hace 2,000 millones de años”, señala.
La terapia con fagos ha tenido éxito en numerosos ensayos clínicos de Polonia, la nación de Georgia y Bangladés. También ha dado buenos resultados en el tratamiento de úlceras podálicas. Aunque no hay nuevos ensayos clínicos que utilicen fagos para infecciones más graves, la terapia demostró ser exitosa en 2017, cuando se administró a un paciente californiano con infecciones multirresistentes bajo el protocolo de urgencias de la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés). El resultado ha conducido a que más investigadores estadounidenses estén desarrollando tratamientos con bacteriófagos. Riley opina que, en los próximos años, alguno de esos esfuerzos podría derivar en nuevos ensayos, incluidos uno para tuberculosis multirresistente y otro para tratar infecciones pulmonares en individuos con fibrosis quística.
Por su parte, las bacteriocinas siguen algo rezagadas. El gobierno estadounidense ha comprometido 2,000 millones de dólares al esfuerzo para desarrollar esta alternativa, “pero hace falta mucho más”, señala Riley.
La investigación oncológica está considerando diversos fármacos que pueden estimular el sistema inmunológico, y esas inmunoterapias prometen ayudar en el combate de las bacterias resistentes que intentan arraigar en pacientes debilitados. Algunos investigadores han utilizado vacas y otros animales para producir anticuerpos humanos que pueden inyectarse en las personas enfermas. Mediante un protocolo de emergencia, Brigham and Women´s Hospital, nosocomio afiliado con la Universidad de Harvard en Boston, utilizó una combinación de anticuerpos y antibióticos para salvar a un paciente que había desarrollado una infección resistente (el hospital no ha revelado los resultados).
Por lo demás, poco se ha hecho para traducir estas estrategias en ensayos con individuos infectados. Algunos científicos están desarrollando vacunas para tratar infecciones por estafilococos y otras bacterias resistentes, mas estos también son esfuerzos de investigación. “Los tratamientos sin antibióticos aún se encuentran en etapas de investigación iniciales”, previene David Banach, director de prevención de infecciones en el Centro de Salud de la Universidad de Connecticut, en Farmington. “Con todo, debemos seguir ideando nuevas estrategias”.
Ante la enorme perentoriedad del problema, ¿por qué los ensayos demoran tanto en brindar soluciones prometedoras? Porque no hay suficiente dinero, responde Boucher, de la Universidad de Tufts. Aun cuando el gobierno invierte miles de millones de dólares en investigación, no hay inversiones privadas que transformen las investigaciones en medicamentos y dispositivos. Boucher señala que las farmacéuticas tienen pocas posibilidades de beneficiarse con un medicamento que difícilmente utilizarán millones de personas, o cuyos precios podrían ascender a miles de dólares por dosis. “El modelo económico no funciona”, asegura.
DIAGNÓSTICO Y RESPUESTA
No hay duda de que los antibióticos son milagrosos cuando producen resultados, pero nuestros problemas actuales se deben, en parte, a que la medicina depende excesivamente de ellos. Es común que los médicos prescriban estos medicamentos para tratar infecciones de oído, garganta y vías urinarias, y que los cirujanos ordenen antibióticos para prevenir infecciones postoperatorias. Pero, dada la capacidad de los microbios para desarrollar resistencia, los antibióticos resultan más útiles como parte de una estrategia holística que contenga la diseminación bacteriana y cure infecciones. Y ahora que los antibióticos están volviéndose inútiles, muchos expertos en salud empiezan a poner énfasis en estrategias de frentes múltiples para controlar los bichos.
El diagnóstico temprano y una respuesta rápida basada en medidas adicionales y antibióticos específicos podría demorar o prevenir los brotes potenciales. Se están desarrollando nuevas pruebas que permitirán que los trabajadores de salud identifiquen genes bacterianos en los pacientes y sus entornos; y lo harán de manera rápida y asequible. “Es imposible hacer pruebas de detección molecular para cada microorganismo presente en cada paciente que entra por la puerta. Sería como buscar una aguja en un pajar”, comenta Shenoy. “Lo que podemos hacer es evaluar rápidamente a los pacientes de alto riesgo y tomar las medidas pertinentes”. No hay duda de que eso sería mucho mejor que las técnicas estándar para identificar brotes bacterianos, las cuales fueron desarrolladas hace 150 años.
Por su parte, los especialistas en infecciones se han concentrado en lograr que los hospitales mejoren sus esfuerzos para contener los bichos resistentes que puedan aparecer, en vez de diseminarlos en sus poblaciones de enfermos. De todos los pacientes hospitalizados en Estados Unidos, alrededor de 5 por ciento termina por desarrollar una infección “nosocomial”; es decir, una infección adquirida en el hospital. Y es fácil ver cómo sucede. Los hospitales son densas concentraciones de individuos con sistemas inmunitarios debilitados, y numerosos pinchazos y heridas. Y encima, esas personas se someten a continuas exploraciones con dedos y herramientas que han tenido contacto con enfermos de todo el hospital.
Entre tanto, el envejecimiento poblacional y los nuevos procedimientos han vuelto más vulnerables a los pacientes. En una encuesta informal, Zenilman, del Johns Hopkins, halló que más de la mitad de los pacientes interrogados había recibido algún tipo de implante, fuente común de infecciones. “Como grupo, los pacientes hospitalizados en la actualidad están mucho más enfermos que nunca en la historia”, asevera. “Las investigaciones demuestran que, en promedio, los hospitales no toman las medidas adecuadas en casi la mitad de los casos”, agrega Hoffman, de la Asociación de Profesionales en Control de Infecciones y Epidemiología. “Ese es el problema principal”.
Los nosocomios empiezan a modificar sus prácticas. Ahora, muchos utilizan contenedores de basura con forma de robot para desinfectar sus paredes con luz ultravioleta (es necesario que las habitaciones estén vacías, porque esa luz también daña a las personas). Y el Centro Médico Riverside, en el sur de Chicago, cuenta con dos robots de una compañía llamada Xenex, los cuales desinfectan más de 30 habitaciones al día.
Si las bacterias no se adhirieran a superficies como mesas y ropa, sería más fácil mantener limpios los hospitales. En la Universidad Estatal de Colorado, la ingeniera biomédica Melissa Reynolds está desarrollando nuevos materiales resistentes a las bacterias. No haría falta tanta desinfección en la ropa de trabajo y demás materiales y superficies si, para empezar, el hospital no se hubiera contaminado con bichos. Combatir bacterias es una misión accidental para Reynolds, quien empezó investigando técnicas para evitar la formación de coágulos en las mallas que los cirujanos utilizan para mantener dilatadas las arterias de sus pacientes. La ingeniera había descubierto que un recubrimiento de nanocristales de cobre parecía impedir que las células sanguíneas se pegaran a las superficies de las mallas. Y observó que las bacterias tampoco se adherían a los nanocristales. Entonces, un estudiante de su laboratorio tuvo una revelación: ¿Por qué no sumergir telas de algodón en una solución de nanocristales y así impedir que las bacterias se adhieran a la ropa? “Descubrimos materiales nuevos con propiedades antibióticas muy poderosas”, recuerda Reynolds. “Eso nos condujo en otra dirección”.
Hasta ahora, el concepto de ropa a prueba de bacterias ha superado una batería de retos. “Hemos expuesto la tela tratada a todo tipo de bacterias, una y otra vez, y no hemos detectado microorganismos adheridos”, explica Reynolds. “Aun no entendemos el mecanismo, pero sabemos que funciona con todo tipo de bacteria”. Reynolds ha estado colaborando con un importante proveedor de suministros médicos para demostrar que es posible incorporar nanocristales en el proceso de fabricación, y a bajo costo. Por lo pronto, se encuentra investigando la manera de integrar sus nanocristales en muchos otros materiales de uso institucional, como acero inoxidable, pinturas y plásticos. Reynolds opina que los materiales tratados podrían permanecer libres de bacterias durante mucho más tiempo que las superficies convencionales que los hospitales limpian con desinfectantes comunes.
El láser es otra arma potencial contra las bacterias. El biólogo Mohamed Seleem y sus colegas de la Universidad de Purdue intentaban encontrar un método para detectar bacterias infecciosas en muestras de sangre irradiándolas con luz láser de distintos colores, y en ese proceso notaron que ciertos microbios farmacorresistentes cambiaban su color —de dorado a blanco— unos segundos después de verse expuestos a un tenue rayo de luz láser azul. Algunas bacterias “fotoblanqueadas” murieron, mientras que otras quedaron tan debilitadas que perdieron la resistencia a los antibióticos comunes. Resulta que la luz azul daña el pigmento en la membrana exterior de la bacteria. “Solo afecta a un pigmento específico”, informa Seleem. “De suerte que no daña otras células”.
Ahora, Seleem y sus colaboradores están investigando cómo ajustar el color de la luz láser para atacar a otros microbios resistentes. De tener éxito, los médicos podrían usar una linterna láser para matar sin riesgo las bacterias dañinas de la piel, o para desinfectar sus consultorios u hospitales. De igual manera, el haz luminoso podría aplicarse en la piel y la ropa de trabajadores de salud para evitar que diseminen infecciones. En estos momentos, el equipo de científicos está definiendo los parámetros para ensayos clínicos.
Seleem considera que la luz láser podría ser útil en infecciones sanguíneas graves y resistentes, pues bastaría conectar al paciente con una máquina de hemodiálisis e irradiar la sangre conforme pasa. “En esencia, se trata de extraer la sangre, esterilizarla y volver a introducirla en el paciente”, dice Seleem.
¿SE PUEDE FRENAR A LAS SUPERBACTERIAS?
Si bien la industria farmacéutica casi ha abandonado el desarrollo de antibióticos, los investigadores no pierden la esperanza de encontrar nuevos medicamentos. La revolución antibiótica inició en 1928, cuando, al concluir sus vacaciones, Alexander Fleming regresó a su laboratorio londinense y descubrió un extraño moho desarrollándose en un plato que había dejado junto a la ventana abierta. Desde entonces, los investigadores han registrado cada rincón de la naturaleza en busca del próximo cazador de bacterias. Estudios recientes sugieren que, entre las fuentes de sustancias que podrían ser letales incluso para las bacterias resistentes —y a la vez, seguras para el consumo humano— se encuentran los insectos, las algas marinas, la secreción de los peces jóvenes, un tipo de tierra irlandesa con alto contenido de arsénico, y hasta el suelo de Marte. Es más, un equipo de investigadores de la Universidad de Leiden, Holanda, intenta construir una bacteria artificial con la intención de modificarla para producir un nuevo antibiótico.
Otros científicos intentan aprovechar los antibióticos que ya tenemos para ralentizar el desarrollo de nuevas cepas resistentes. No obstante, eso obligaría a acabar con el abuso de los antibióticos que propicia el surgimiento de superbacterias. Esta iniciativa se ha transformado en un esfuerzo internacional, ya que los microrganismos resistentes de una región del mundo a menudo proceden de otras partes del planeta.
Banach, de la Universidad de Connecticut, señala que los países en desarrollo suelen dar origen a las amenazas bacterianas que terminan en Estados Unidos. Numerosos estudios han demostrado que las farmacias comunitarias de gran parte del mundo venden antibióticos sin receta. Esta situación contribuyó a que, entre los años 2000 y 2015, el uso de antibióticos experimentara un incremento de 65 por ciento en todo el mundo, dando origen a bacterias resistentes que se diseminan con facilidad por el planeta dentro de los intestinos de millones de viajeros internacionales. “El impacto del abuso de antibióticos, aunado a las condiciones de vida y ambientales en esos países, está facilitando la propagación mundial de organismos resistentes”, acusa Banach.
Por supuesto, los pacientes también desempeñan un papel. Cuando exigen que sus médicos receten antibióticos para tratar desde una simple congestión hasta heridas que cicatrizan lentamente e infecciones urinarias, lo que hacen es contribuir al uso excesivo de antibióticos y la consiguiente resistencia bacteriana. En Massachusetts, los funcionarios de salud presionaron a médicos y público general para que disminuyeran el uso de estos medicamentos, y lograron reducir las prescripciones en 16 por ciento durante un periodo de cuatro años. Una victoria pequeña, ciertamente; pero fue un triunfo importante en la guerra que estamos perdiendo.
Si no actuamos en la próxima década, esta crisis se convertirá en una marejada de enfermedades graves y muertes. Y aunque no alcancen los niveles mortíferos de un brote masivo de ébola, las infecciones resistentes empezarán a afectar a una población humana cada vez más numerosa. Lo lamentable es que, aun cuando médicos, gobiernos y farmacéuticas emprendieran hoy mismo un esfuerzo colosal para encontrar nuevas estrategias que combatan infecciones resistentes (como la E. coli de Columbia, cosa que distan mucho de hacer), no veremos los resultados en menos de una década.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek