*Jorge Luis asegura que sin importar los riesgos a los cuales se exponga, no volverá a su país, donde la violencia política sólo deja dos opciones a los jóvenes: ser detenido o asesinado
Cd. Juárez.- “My name is Jorge Luis…”, dice en voz alta el nicaragüense mientras sostiene una hoja de cuaderno en la que están escritas 10 frases en inglés con la información que, le dijeron, pedirán los agentes de Aduanas y Seguridad Fronteriza de Estados Unidos cuando le toque su turno para solicitar asilo político en ese país.
Jorge Luis Campos Vanegas (sic) no despega la mirada del papel, a pesar del alboroto a su alrededor, producido por decenas de niños y jóvenes que realizan diversas y ruidosas actividades en la explanada de la Casa del Migrante, donde se encontraba hospedado junto con 486 migrantes, el pasado 29 de marzo.
El extranjero se concentra en su objetivo: Obtener el asilo político para no regresar a Nicaragua, de donde salió a principios de este año con rumbo a Estados Unidos. A Ciudad Juárez llegó el 2 de marzo anterior.
Aunque está dedicado por entero al estudio del lenguaje oficial del país al que se dirige, debe interrumpir el proceso varias veces para regresar el balón de basquetbol que utilizan sus compañeros en su desordenado pero divertido juego, pues de forma accidental llega hasta donde él permanece quieto.
Si no la detiene con la mano que tiene libre, la pelota se estrellará contra alguna parte de su cuerpo, cada vez que devuelve la pelota a la improvisada cancha, trata de encestar pero no acierta ninguna vez al aro.
El hombre de 23 años, que pareciera un adolescente debido a su menuda figura, está convencido de que permanecerá al menos una semana más en el refugio, antes de ser llamado por las autoridades estadounidenses.
No se anticipa que vaya a ser así. En su muñeca izquierda porta una banda que exhibe el número que le tocó: El 7 mil 724.
Su piel morena contrasta con la bufanda rosa que trae enredada al cuello para atemperar el fresco de la mañana, viste también una ceñida chamarra de color café claro y una camiseta negra adornada con rostros de luchadores alrededor del logo de una empresa que promueve ese deporte en Estados Unidos.
Al verlo, es difícil adivinar que se trata de un migrante que lleva semanas de espera y zozobra; su apariencia es cuidada y luce un corte de cabello actual ya que le gusta arreglar su físico, subraya.
La ropa que porta –explica— le fue regalada por una de las muchas personas que llevan alimentos y prendas de vestir a los viajeros estancados en territorio chihuahuense.
Una y otra vez trata de leer las frases en el idioma que le resulta extraño, su pronunciación no es buena y algunos de sus compañeros tratan de corregirlo, aunque tampoco lo dominan. Él acepta las recomendaciones sin chistar y vuelve a intentar decir las frases escritas en la hoja del cuaderno.
Jorge Luis no sonríe, su faz aparenta ser una pieza esculpida en barro, sin movimiento, su gesto e imperturbable actitud contrasta con su llamativa vestimenta.
Luego de repasar durante algunos minutos, se muestra dispuesto a una charla, a través de la cual recuerda que salió de su hogar, donde se quedaron su madre y su hermana, por miedo.
Mantiene comunicación telefónica con ellas, pero tiene la expectativa de que tal vez no las volverá a ver porque no sabe si ellas podrán salir de Nicaragua para realizar el viaje hacia Estados Unidos. “No tienen cómo”.
De lo que sí está seguro es que no quiere volver a su casa ubicada en Chinandega, un municipio de la República de Nicaragua, cabecera del departamento del mismo nombre, en la región occidental del Pacífico en Centroamérica.
Literatura turística explica que esa zona es la de mayor fuerza económica de ese país, después de la capital Managua y es conocida como la Ciudad de las Naranjas.
Para Jorge Luis su lugar de origen ya no es seguro, por el contrario, se convirtió en un escenario de represión que lo hace temer por su libertad, incluso por su vida. “Prefiero caer preso aquí, que preso allá”, enfatiza.
Cuenta que la violencia política prácticamente lo inutilizó para vivir tranquilo, ya que enfrentaba a diario el temor de ser detenido o lo asesinaran.
“No tengo seguridad en mi país, en abril va a ser un año que comenzó a estar inseguro para todos, la gente hace marchas y huelgas, pero la Policía se la pasa agarrando a la gente y hasta hay muertos. Si matan a un policía, ellos asesinan a 30”, comenta.
El gobierno acusa a las personas, sobre todo a los jóvenes, de pertenecer a la rebeldía “y les dan para abajo (los matan), como dicen”.
Relata que tuvo conocimiento de que agentes policiacos incendiaron la vivienda de un sospechoso de insurrección, adentro había tres niños que fallecieron. Cuando cuenta ese episodio, una sonrisa suya parece estar más lejos todavía de manifestarse.
Mientras llega su turno, el “nica” –como se autonombran los originarios del país centroamericano—, trata de ganar dinero para ahorrarlo y enfrentar los gastos que deberá realizar en tanto se lleva a cabo su trámite.
Aunque tiene un empleo eventual, desea ocuparse de tiempo completo, ya que trabajaba sólo algunos días de la semana en la limpieza de una funeraria, también fue ocupado en una nogalera cercana a la Casa del Migrante, enclavada en la colonia Satélite, al oriente de la mancha urbana de Ciudad Juárez.
Hasta el día de la entrevista, el corte de personas llevadas a los puentes internacionales, al Paso del Norte o al de Jerónimo-Santa Teresa, era de 6 mil 960; 15 fueron llamados por las autoridades estadounidenses a las 10:00 horas, un número similar fue recibido a las 17:00 horas.
El migrante se despide porque debe seguir repasando las frases en inglés que deberá recitar ante los funcionarios de Estados Unidos, regresa al rincón que convirtió en sala de estudio y comienza a practicar, de nuevo, en voz alta su lección: “My name is Jorge Luis”.