El anhelo de Emiliano Zapata, sintetizado en la frase de “Tierra y Libertad”, sigue más que vigente a 100 años de su artero asesinato en la hacienda de Chinameca, en el estado de Morelos. En esa fórmula se cifran también las más grandes contradicciones que aún hoy nos caracterizan pero que, sobre todo, nos escinden como sociedad: pobreza, desigualdad, marginación, devastación medioambiental, así como la dolorosa realidad del racismo mexicano y la exclusión de los pueblos originarios y afroamericanos.
García Canclini tuvo razón en su planteamiento de las “culturas híbridas”: y hay que reconocer que hoy podría hablarse de pueblos 100% mayas, zapotecos, mixtecos o cualquiera de los pueblos que perviven y resisten el embate de la cultura occidentalizante en la que estamos inmersos. El contacto e interacción con la población mestiza y española a lo largo de siglos ha llevado a una configuración cultural suigéneris, en la que conviven tradiciones ancestrales con el cristianismo en sus distintas vertientes, así como prácticas económicas, culturales y ambientales, a la par de la penetración del más crudo capitalismo en distintas regiones, sobre todo donde hay minas y explotaciones forestales.
En el momento posterior a nuestro movimiento revolucionario, la idea de la justicia social se vinculó, en respuesta al ideal de “tierra y libertad”, al reparto agrario: tenía lógica: se consideraba que la producción agropecuaria era uno de los componentes esenciales del desarrollo económico y social de México, y que había que “poner a producir al campo”, a fin de evitar que los grandes hacendados acaparasen una vez las grandes extensiones territoriales en que mandaban cual si se tratara de señores feudales.
El enfoque fue sólo parcialmente acertado y llegó a su máxima expresión durante el cardenismo y la política de “reparto agrario”, a la par de la creación del primer Instituto Nacional Indigenista, criticado por muchos por estar marcado por un carácter esencialmente “eurocentrista” y que no permitió avanzar hacia una auténtica justicia restaurativa del daño ancestral causado a los pueblos originarios.
José Sarukhán, uno de los últimos sabios mexicanos, ha sostenido en distintos estudios y conferencias, que México no es un país agrícola, sino originalmente forestal; y que la perspectiva productivista con la que se ha manejado el uso del suelo en el país nos ha llevado al borde de una catástrofe que amenaza con dañar irreversiblemente a la biodiversidad en el país.
Julia Carabias, quien ingresó recientemente como integrante del Colegio Nacional, ha avanzado en el mismo sentido, pugnando por un sistema de políticas públicas integrales que nos lleven hacia una nueva generación de servicios ambientales, que nos permitirían no sólo revertir el daño a la biósfera, sino también atemperar la pobreza y la desigualdad, y sin duda alguna, erradicar el hambre en las zonas más pobres del país.
Siendo un indígena, Zapata no entendía a la tierra solo como la parcela en que se abre surco para sembrar maíz. Sabía que en ella también crecen el bosque y la selva; que en ellos y la flora y la fauna viven; que la tierra es la montaña y el desierto; y que sin ellas la vida carece no sólo de viabilidad material, sino de sentido existencial.
De lo que se trata entonces es de reconocer que la mayor riqueza natural y ambiental del país se encuentra aún en los territorios indígenas; y que es momento de que el gobierno de la República reconozca en plenitud los Acuerdos de San Andrés, y se lleven al texto constitucional el espíritu de su contenido; y al marco legal, normativo y regulatorio, a fin de orientar y ejercer auténtica rectoría estatal en la materia a partir de políticas de Estado.
La enseñanza del “Caudillo del Sur” de continuar en pie de lucha “hasta que la dignidad se haga costumbre”, debe ser retraída con un sentido histórico pleno: convertir a México en un país justo, incluyente, pluriétnico y pluricultural. Sin duda alguna, a 100 años de su asesinato, podemos decir que “Zapata Vive”.
Twitter: @saularellano
www.mexicosocial.org