Apenas una semana antes de suicidarse, Jeremy Richman voló a Florida para dictar una conferencia que tituló “La neurociencia de ser humanos (y humanitarios)”. En su presentación, el neurofarmacólogo de 49 años señaló que las investigaciones cerebrales pueden servir para identificar a individuos en crisis e implementar intervenciones más adecuadas que ayuden a quienes están en riesgo de cometer actos de violencia contra sí mismos o contra los demás.
El tema no pudo ser más oportuno: justo esa semana, dos estudiantes que sobrevivieron a la masacre del bachillerato Marjorie Stoneman Douglas, en Parkland, California, se quitaron la vida. Por otra parte, se trataba de un asunto muy personal para Richman, pues el 14 de diciembre de 2012, él y su esposa, Jennifer Hensel, perdieron a su hija Avielle cuando un adolescente perturbado irrumpió en la Escuela Elemental Sandy Hook y mató a la niña de 6 años junto con otras 25 personas, para luego suicidarse. Más tarde, el neurocientífico señalaría que, tras un lapso de 48 horas de estupefacción, él y su esposa decidieron transformar su dolor en acción y crearon una fundación a nombre de su hija, con el objetivo de financiar investigaciones cerebrales dirigidas a evitar la violencia y fomentar la compasión. Para dirigir la organización, Richman (quien tenía un doctorado en farmacología y toxicología de la Universidad de Arizona) renunció a su empleo desarrollando medicamentos y se dedicó por completo a investigar el tema.
Había mucho que hacer en el campo del suicidio. En los últimos años, los neurocientíficos han mejorado mucho su capacidad para identificar el riesgo gracias a que han observado rasgos anatómicos característicos en los cerebros de quienes están predispuestos a quitarse la vida. Incluso han detectado patrones neurales que se activan con palabras específicas, y que es posible observar en el cerebro de una persona que padece de ideaciones suicidas.
Aun así, y a pesar de sus infatigables esfuerzos para promover esta causa, nadie pudo impedir que Richman se quitara la vida.
La noche del lunes 25 de marzo, el sitio Web de Avielle Foundation publicó una declaración a nombre de la desconsolada familia Richman: “La tragedia es que su muerte dice mucho de lo insidiosa y formidable que puede ser la salud cerebral, y sobre la necesidad de pedir apoyo, tanto en lo personal como para nuestros seres queridos o cualquier persona de quien sospechemos que necesita ayuda. Estamos destrozados, pero esta importante investigación continuará, porque, como diría Jeremy, tenemos que hacerlo”.
Es una cruel ironía que un experto en salud cerebral haya sucumbido ante uno de los trastornos que combatía. No obstante, la noticia no sorprendió a los investigadores que estudian el suicidio y su relación con el cerebro. Es más, en muchos sentidos, el incidente pone de relieve la naturaleza de sus hallazgos.
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En años recientes, han comenzado a aflorar muchos conceptos novedosos, y uno de los más importantes es que el conocimiento no es protección. Varios investigadores han señalado que el suicidio es una de las principales causas de muerte en estudiantes de medicina y médicos jóvenes; incluso entre los especialistas en psiquiatría.
Pese a ello, los estudios que promueve la fundación de Richman han tenido grandes logros. Y, de hecho, han avanzado a pasos agigantados en los últimos años. El impulso surgió hace más de 25 años, cuando psiquiatras y neurocientíficos de la Universidad de Columbia y del Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York hicieron un descubrimiento fortuito. En un esfuerzo para entender la patología de la depresión, un equipo de investigadores solicitó que los médicos forenses cedieran los cerebros de individuos que se habían suicidado, pues era muy posible que todos hubieran sufrido de depresión. Sin embargo, cuando el equipo empezó a entrevistar a las familias que donaron los cerebros de sus seres queridos, surgió un dato sorprendente: casi la mitad de los pacientes no había padecido de depresión.
Y algo aun más asombroso: conforme los investigadores comparaban los cerebros donados con los de individuos que habían muerto por causas naturales, encontraron que los órganos de los suicidas presentaban una colección de rasgos neurológicos identificables, independientemente de que hubiesen tenido depresión o no.
“En aquellos días, nadie imaginaba que podía haber alteraciones cerebrales específicas asociadas con el suicidio”, comenta el Dr. J. John Mann, neurocientífico responsable del hallazgo, y vicepresidente de investigaciones en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia.
A lo largo de las últimas dos décadas y media, Mann y sus colaboradoras han estudiado dichas alteraciones practicando análisis bioquímicos de los sistemas de neurotransmisores de los cerebros donados, midiendo su conectividad y recurriendo a imágenes cerebrales que revelan los patrones neurales de quienes han sobrevivido a intentos de suicidio. Es así como han podido identificar diferencias muy precisas.
Por ejemplo, los cerebros de los suicidas mostraban anomalías en las regiones que producen neurotransmisores: algunas áreas tenían menos neuronas y la corteza cerebral se había adelgazado. Y no solo eso, las regiones que contenían esas alteraciones fueron de lo más inesperadas. También hallaron que, al momento de morir, 90 por ciento de los suicidas sufría de algún tipo de enfermedad mental. Establecieron que los centros emocionales del cerebro (la amígdala) se habían vuelto hiperactivos en los individuos deprimidos o con alguna forma de enfermedad mental, y dedujeron que, muy a menudo, la enfermedad mental fue lo que activó la predisposición al suicidio.
Con todo, la amígdala no fue el rasgo más relevante en quienes tuvieron mayor probabilidad de suicidarse: también había diferencias en las regiones encefálicas conocidas como corteza cingulada anterior y corteza prefrontal dorsolateral, las cuales intervienen en el control emocional.
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“De manera objetiva, la gravedad del problema es igual, pero, subjetivamente, experimentan mucha más depresión”, explica Mann. “Se les dificulta regular sus emociones. Y el estrés subjetivo es más acentuado que en otros individuos que no corren riesgo de conductas suicidas. En otras palabras, su mecanismo sensorial de depresión se vuelve hiperactivo”.
Esa tampoco fue la única discrepancia, ya que hallaron alteraciones en las regiones cerebrales que intervienen en el proceso de tomar decisiones. Quienes intentaron o consiguieron suicidarse mostraron mayor tendencia a correr riesgos al realizar una tarea ideada para caracterizar su proceso de tomar decisiones (estas anormalidades también estaban presentes en la corteza cingulada anterior, región cerebral que Mann describe como la “CPU [unidad de procesamiento central] para tomar decisiones”).
Por otra parte, si bien la capacidad para aprender y resolver problemas se encuentra alterada en los individuos deprimidos, lo está mucho más en las personas deprimidas con tendencias suicidas. Por último, quienes tienden al suicidio parecen tener más dificultades para interpretar las señales sociales, pues se vuelven hipersensibles a las pistas sociales negativas, mientras que su respuesta a las positivas es mucho menor. Es decir, su percepción es que el mundo es un lugar inhóspito, muy crítico y amenazador.
“Todos estos factores contribuyen a la conducta suicida. Experimentas la depresión con más intensidad, tiendes a actuar impulsado por tus emociones, percibes menos opciones o soluciones y, en última instancia, crees que quienes te rodean son más críticos y menos considerados”, informa Mann. “Por supuesto, lo más grave es que la persona no se da cuenta de que es diferente de los demás. No es consciente del riesgo”.
Todd Gould, profesor de los departamentos de psiquiatría, farmacología, y anatomía y neurobiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland, señala que quienes investigan las causas neurológicas del suicidio tienden a analizar el problema como dos aspectos que se estudian por separado: la ideación y el acto mismo.
La idea de que la vida no vale la pena suele acompañarse de depresión, apunta Gould. No obstante, los circuitos biológicos que intervienen en la impulsividad y en la toma de decisiones desempeñan un papel fundamental en la voluntad de actuar impulsado por ese sentimiento. Muchas personas no ceden al deseo de morir porque piensan en las repercusiones para sus familiares y amigos, y después de sopesar el riesgo y los beneficios, concluyen que el costo sería muy demasiado alto. En cambio, el suicida suele actuar sin reflexionar en las implicaciones del acto.
“Parece que ciertas personalidades se acompañan del deseo de materializar las ideaciones suicidas”, dice Gould. “Muchas veces, la acción es una conducta impulsiva. Pero el individuo no actuaría si tuviera una perspectiva distinta, o reflexionara en la manera como afectará a su familia y a los demás”.
Por otra parte, parece que la agresividad también desempeña una función. Gould señala que, desde la época de Sigmund Freud, los teóricos han sugerido que el suicidio es una agresión interiorizada. El profesor de la Universidad de Maryland ha estudiado los circuitos implicados en la impulsividad y la agresividad de los animales, y apunta a que un creciente cúmulo de investigaciones ha demostrado que las sales de litio podrían actuar en dichos circuitos, pues reducen los intentos suicidas en pacientes deprimidos.
De igual manera, numerosos estudios han determinado que la ketamina tiene un efecto intenso e inmediato en la disminución de las ideaciones suicidas. Sin embargo, Gould agrega que los mecanismos de acción no se han esclarecido hasta ahora.
La mayoría de los expertos concuerda en que la mejor solución es la detección precoz. Mann sugiere que todos debemos someternos a una detección, al menos una vez al año; aunque la frecuencia tendría que ser mayor para quienes se encuentran en riesgo. Preguntas tan simples como “¿Crees que la vida vale la pena?”, podrían hacer mucho para identificar individuos en peligro, asegura Mann.
Entre tanto, los neurocientíficos están identificando nuevas estrategias que podrían ser aun más poderosas para detectar a las personas en riesgo. En 2017, investigadores de la Universidad Carnegie Mellon y de la Universidad de Pittsburgh demostraron que un algoritmo de aprendizaje automático es capaz de identificar a los pacientes que sufren de ideaciones suicidas con solo analizar sus escaneos cerebrales.
“Tu percepción de las cosas cambia cuando tienes un trastorno psiquiátrico”, comenta Marcel Just, psicólogo cognitivo y director del Centro para Imágenes Cerebrales Cognitivas de la Universidad Carnegie Mellon. “Por ejemplo, el cerebro de un paranoico modifica sus patrones de activación al escuchar la palabra ‘policía’. Y lo mismo ocurre cuando un sujeto con ideaciones suicidas escucha ciertas palabras”.
Para su investigación con dicho algoritmo, Just y su colega, David Brent, dividieron a la población de estudio en tres grupos: sujetos que habían tenido intentos de suicidio, individuos que experimentaban ideaciones suicidas sin haber hecho un intento, y un grupo de control. Una vez que los participantes quedaban instalados en máquinas para escaneos cerebrales, Brent leía una lista de 30 términos mientras Just analizaba sus patrones de activación. Los científicos descubrieron que las respuestas provocadas por seis palabras bastaron para que el sistema de aprendizaje automatizado identificara a los individuos con ideaciones suicidas, y con una eficacia de 90 por ciento (los términos eran muerte, crueldad, problema, despreocupación, bondad, y elogio). Así mismo, el programa tuvo una precisión de 80 por ciento para diferenciar entre los que habían hecho intentos y quienes solo pensaban en el suicidio.
Eran patrones de activación sistemáticos y bien definidos. Pero lo más notable fue que, cuando los individuos con ideaciones suicidas escuchaban las seis palabras, las regiones cerebrales que intervienen en la “auto-referencia” se activaban mucho más que en los voluntarios del grupo de control. Por ejemplo, la palabra “muerte” podía ocasionar que algunas personas pensaran en Irak. Sin embargo, en los individuos con predisposición al suicido, se activaban las regiones cerebrales relacionadas con la autodefinición y la percepción personal.
Just propone que esta técnica podría utilizarse para implementar un tratamiento y evaluar si está reduciendo el riesgo de suicidio.
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Como destacado farmacólogo, biólogo, y profesor de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Yale, Jeremy Richman debió estar al tanto de esta investigación. Y a pesar de eso, no bastó para salvarle la vida.
“El conocimiento no conduce, necesariamente, a un cambio de conducta”, previene Brent, quien es presidente del departamento de Estudios sobre Suicidio, y profesor de Psiquiatría, Pediatría, Epidemiología y Ciencias clínicas y traslacionales en la Universidad de Pittsburgh. “No se trata de lo que sabía, sino de lo que estaba viviendo: la pérdida de una hija de seis años. Se sabe que muchas personas en duelo corren el riesgo de suicidarse, sobre todo si no han podido superar la pena. Si [Richman] estaba deprimido; si tenía TEPT [trastorno por estrés postraumático]; si no podía resolver su duelo… Todo eso pudo haberlo predispuesto. De modo que haber sido un neurocientífico destacado resultó irrelevante”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek