Hoy se cumplen nueve décadas del nacimiento del que fuera el paradigma de los partidos de Estado en América Latina. En su evolución histórica estableció una dominación absoluta de la vida política mexicana contribuyendo decisivamente a la consolidación de la institucionalidad del país, sobre todo durante el periodo que inició en 1928 cuando fue fundado por Plutarco Elías Calles, hasta 1988 cuando Carlos Salinas de Gortari anunció el final de la época del partido único después de las reñidas elecciones que se celebraron ese año y que marcaron el inicio de la nuestra transición política. La peculiar forma de organización, estructura, funcionamiento e ideología que dieron vida al “Partido de la Revolución Institucionalizada” —denominado así por el ilustre profesor Luis Javier Garrido— festeja su nonagésimo aniversario en medio de la más profunda crisis política que haya padecido en su historia.
Marcado por la singularidad política de haberse constituido no para conquistar el poder, como es la función tradicional de los modernos partidos políticos de masas, sino más bien para mantenerlo y disciplinar a los nacientes liderazgos que emergieron del movimiento revolucionario de 1910-1917. Tres eran los objetivos implícitos de la organización: dar coherencia al programa y demandas sociales de ese movimiento de masas; permitir una ordenada circulación de la naciente clase política en el poder después de varios intentos de reelección presidencial que terminaron en magnicidios o en revueltas armadas, y, finalmente, dar sustento al proyecto que cobró la vida de un millón de personas quienes tomaron las armas contra la dictadura de Porfirio Díaz bajo la consigna del “sufragio efectivo, y la no reelección”.
Este partido hegemónico creó una modalidad institucional de “dictadura perfecta” que se caracterizó por elecciones periódicas, una circulación pacífica en el gobierno por parte de los liderazgos promovidos desde el poder presidencial y por la consolidación de un monopolio político cuyos resultados electorales eran invariablemente cercanos a la unanimidad. En contrapartida, también estableció una cultura política sui generis, caracterizada por la formación de un espíritu social intersubjetivo fundamentado en la existencia de mitos, ritos y símbolos políticos donde prevalecían los súbditos —y no los ciudadanos—, así como las prácticas del clientelismo, corporativismo, corrupción, represión sistemática y ausencia de libertades civiles y políticas.
A pesar de las grandes transformaciones observadas en México durante los últimos decenios, tal modelo de operación institucional y de cultura política premoderna y antidemocrática no ha desaparecido, como sostienen la mayoría de los intelectuales y analistas políticos. La cultura del poder absoluto abandonó paulatinamente su origen priista para transmigrar a un nuevo receptáculo morenista donde renacen las prácticas políticas tradicionales y los estilos patrimonialistas de gobernar, acompañados de retrocesos en la influencia ciudadana marcando un regreso a los orígenes autoritarios donde los gobernantes ejercían su voluntad sin los molestos contrapesos institucionales.
Según algunas creencias religiosas, la vida personal no es más que una sucesión de vidas en el tiempo eterno, dando origen a una perpetua transmigración. Este fenómeno se observa también en la vida política de nuestro tiempo, lo cual demuestra que el sistema democrático no es una definitiva adquisición política y cultural de nuestras sociedades, que su evolución no es unidireccional y que siempre existen las posibilidades de retrocesos e involuciones. La cultura del viejo priismo no ha muerto, por el contrario ha logrado transmigrar al nuevo gobierno.
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